Una cronista de LA CAPITAL relata en primera persona cómo es recorrer la ciudad arriba de un bizarro multiverso de personajes.
Por Catalina María Montes
Casi veintidós años de reclamo a mis padres, casi veintidós años viéndolo pasar por la costa, sintiéndome cada vez más grande y desubicada para subirme al tradicional “Trencito de la Alegría”. Y cuando ya estaba totalmente descartado cumplir con ese deseo postergado, me mandaron a trabajar. Sí, a trabajar a este tren sobre ruedas para intentar descubrir a qué se debe su atemporal éxito.
Cuando uno llega a la plaza Colón, rápidamente distingue las luces fluorescentes desde una cuadra de distancia. Se trata de una fila de colectivos -perdón que rompa con la ilusión de los supuestos trenes tan rápido- ploteados con todos los personajes que se puedan imaginar y, por razones obvias, se suma la figura de Messi. La Copa del Mundo en gigantografía, la bandera de nuestro país e incluso un tren especialmente dedicado a la consagración del 2022 en Qatar para que “los chicos puedan revivir lo que fue ganar esa final en el paseo” deja ver que las tendencias son pilares fundamentales en el armado de este circuito.
Antes del atardecer, a no ser que llueva, se llena de chicos expectantes por cantar y bailar al ritmo de las canciones del momento con sus personajes favoritos. Y los adultos se ven rodeados, casi acorralados podríamos decir, por personas metidas en sus disfraces y encargadas de liderar esta fiesta sobre ruedas.
Es fácil imaginar el calor que los Messi, Peppa Pig, el minion, Mario Bros, El Hombre Araña, Minnie y Paw Patrol tienen ahí adentro. Allí están seis días a la semana de 17 a 2 y al calor de la gente también se siente.
Para “Dibu” es un poco cansador sacarse tantas fotos con pequeños que se le cuelgan de las piernas, pero le “encanta ver contenta a la gente”, o que cada uno de esos trajes cuesta cuarenta mil pesos. Ellos cantan y aplauden totalmente obnubilados por las luces titilantes que cambian de color por segundo, se pelean por subir primeros y gritan emocionados el nombre de cada personaje.
Ahora bien, a los más grandes les cuesta un poco más entrar en el ritmo de este paseo. Por ahí es porque para ellos es más difícil amigarse con este multiverso y dejar a su imaginación hacerse cargo. Digo multiverso porque, en la “Guía maravillosa de la Costa Atlántica” de Andrés Gallina y Matías Moscardi, se describe a la perfección que “basta con subir a uno de estos trenes para experimentar un verdadero cambalache cuántico de mundos inconciliables por sus imposibles e impulsivos contrastes”. Es este choque de realidades un fenómeno que nunca había presenciado en mi vida, porque por veinte minutos recorrés el centro de la ciudad, pero es muy difícil concentrarse en el camino porque la fiesta está adentro.
Al principio del recorrido, los adultos siguen reacios en cierto punto a esta situación, o eso parece, por ahí porque no les gusta bailar cachengue y lo hacen solo por la insistencia de los pequeños, o porque es una experiencia tan naturalizada pero extraña a la vez que sus ojos no entienden por qué El Hombre Araña está moviendo las caderas alevosamente al lado de un minion un poco estropeado.
En mi primer Tren de la Alegría conocí a Matías, un nene de unos cinco años con la cara completamente pintada, que probablemente era un tigre antes, pero de tanto rascarse los ojos los bigotes se han desfigurado por completo y solo queda el azul en su rostro. Sus manos están repletas de maquillaje y su mamá se agarra la cabeza cada vez que intenta tocarse la ropa.
El viaje comienza, y los gritos y el calor son un elemento que debo advertir: no cesan. Hay un animador, Alexis se llama. Él un día pasaba por la plaza y preguntó si faltaba algún personaje, así empezó. Ahora es la voz de este “tren” y anuncia que “la ley del trencito es que nadie puede estar sentado”. Con mis compañeras nos miramos, no lo puedo creer, la tentación a bailar al ritmo de Bad Bunny va creciendo pero me acuerdo que estoy trabajando.
Me mantengo en el molde y me llega un mensaje de mi mamá, quien siempre esquivó estos veinte minutos de música a un volumen que no es de su preferencia. Me decía “cumplí tu sueño” con una sonrisa desde mi casa. La misma sonrisa que tenían todas las madres dentro de ese trencito al ver a los más chicos aplaudir, bailar y saltar sin parar. Había muchos teléfonos, porque todos estaban registrando ese momento exacto en el que Matías, con su cara azul y a punto de resbalarse con sus ojotas, cree que está bailando con el mismísimo Lionel Messi. Para él, sí es un sueño hecho realidad.
La distancia personal se pierde por completo cuando los personajes saltan y chocan sus cabezas de goma espuma con las cincuenta personas que entran en “la locomotora”, como el animador le dice. Allí es cuando Alexis propone un juego y el grito al unísono de todos los pequeños es instantáneo. Esta dinámica consiste en básicamente “hacer bochinche”, así competencias de bailes y saltos empiezan hasta que todos los pasajeros terminan envueltos en un pogo. Sí, los mismos adultos que tardaron diez minutos en asimilar la situación están parados en las sillas bailando, gritando y, por supuesto, sonriendo, viendo a sus hijos.
Nadie sabe bien cómo, pero el recorrido está por finalizar, y a pesar de que hay muchas cosas que se le pueden criticar, puedo asegurar que nadie debería esperar veinte años para subirse porque, definitivamente, todos se bajaron con un poco más de alegría.
En setenta días en el verano y en vacaciones de invierno, boleteros, choferes y personajes arman una fiesta en plaza Colón, donde hay ocho colectivos, perdón trencitos, esperando que lleguen nuevos pasajeros para conocer este bizarro multiverso.