Cultura

Apareció “Arbol de las palabras”

Por Graciela Bucci

El texto, un sutil entretejido, un cruce de tensiones.

En Arbol de las palabras descubrimos una suerte de eslabones simbólicos que se unen para dar sentido al “todo” surgido desde el corpus del libro de Rubén Melero, poeta exuberante de sensaciones.

La naturaleza, presente ya en el título mismo de la obra, se menciona desde la palabra árbol que representa, en el sentido más amplio según Juan Cirlot en su Diccionario de símbolos: “[…] la vida del cosmos, su densidad, crecimiento, proliferación […]. Como vida inagotable equivale a inmortalidad […]”.

En su universo, las imágenes cumplen un rol esencial, se muestran pletóricas de percepciones que nos llevan a recorrer nuestro mundo desde todo ángulo posible; a modo de ejemplo mencionamos el visual y auditivo en estos versos de “Tiempo de lapachos”: “Canto desde la rama de un lapacho / la tierra ofrece al cielo su corazón de rosas/ una lluvia de flores va tatuando/ la piel algo seca de las hierbas […]”.

En Melero el texto es un sutil entretejido, es un cruce de tensiones, algo así como un leve rumor que emerge desde el suburbio del lenguaje. Nada es casual en el poemario, cada vocablo ha sido meticulosamente pensado y, lo que cabe mencionar con especial atención: profundamente sentido y vivido.

El párrafo anterior remite a conceptos vertidos por el escritor portugués José Saramago quien, en oportunidad de visitar Argentina en el año 2004, dijera: “Las palabras no son ni inocentes ni impunes (…), no son una cosa inerte (…) hay que decirlas y pensarlas de forma consciente […]”; esta idea de trascendencia, la lleva Rubén a los textos; es un poeta comprometido, con auténticas convicciones éticas, siempre habrá un metamensaje alegórico que se podrá vislumbrar tras la belleza del decir.

Los versos tienen su propia fuerza, exaltan los sentidos, producen impactos que, por cierto, no dejan lugar a la indiferencia; muy por el contrario, por momentos nos sentimos imbuidos por una calma deliciosa: “[…] la voz susurra una canción de cuna/ y el niño sigue el vuelo de los labios […]”, en contraposición, en otros, como rugido de fiera, es la piedra que golpea el nervio, nos dice en “Nueva Orleans”: “El alma negra estalla en las trompetas/ la música del jazz apaga/ los gritos que se mueren en silencios/ la última oración del que se ahoga […]”; y como llevados de la mano nos sume en temblores nostálgicos, capaces de penetrar toda fisura para ascender en la armoniosa curva de la palabra.

Rubén no fue tras el preciosismo artificioso en el afán de impresionar al lector; su franca potencia lírica provoca resonancias en la sensibilidad, nos sumerge en el “decir” de los poemas para compartir, como cómplices tácitos, el viaje poético al que nos invita desde el momento mismo de asomarnos al libro.

Sí, somos copartícipes; y no es fácil lograr esa interacción.

Todo resuena en “Arbol de las palabras”, lo que se manifiesta y aquello que quizá, desde la ambigüedad, nos invita a ejercitar el momento lúdico de la percepción, de la mirada perspicaz que intenta penetrar en esa especie de prismas multifacéticos que, construidos con maestría, se multiplican en núcleos semánticos.

Hay un andamiaje de la condición humana que el autor, con astucia literaria, despliega en acertadas metáforas, vertiginosas enumeraciones: “[…] la sed el hambre el miedo el desamparo […]”, refinada ironía, personificaciones en las que, como en el poema “Frágil”, incorpora al lector aludiéndolo desde los versos; la exaltación del amor desde la cotidianeidad en “Buenos días”, poema que resuelve en una integridad conmovedora mediante el empleo de imágenes visuales, táctiles, auditivas, en la figura retórica de la sinestesia amalgamándose, concordantes, para iluminar todo el espacio sensorial; un tributo a su tierra natal, en varios poemas en los que se conjugan tierra, cielo, agua, la entrega a su profesión. “[…] de oreja abierta al corazón del otro […]”, el amor hacia sus raíces que brota de ese vuelo que le permiten los versos: “[…] y al oírlas cantar / mis poemas volaban / por algunos paisajes de Corrientes […]”; la honra a la amistad en “Alguien” dedicado a Olga Ferrari en él, exalta el valor de la palabra sanadora, a modo de generoso puntal: “[…] ella sigue de pie / la salvan y sostienen las palabras / esos hilos que nacen desde el borde / para cerrar la herida”.

No le es ajeno el espacio campesino, los animales, la lluvia, el fuego, el río, el mar; por momentos vencedores ante la impotencia del hombre, o bien hermanados en pacífica convivencia, pero en ningún caso impasibles. En “los misiles” nos predispone al estado de alerta desde el título mismo, la utilización de palabras tan disímiles en su significado como: cuerpos, misiles, juguetes, rondas, odios, infancias, nos transporta a la idea de un atinado recurso literario que consolida aún más el dramatismo al que alude: “Los misiles / pintaron cuerpos con estrellas de sangre / rompieron juguetes / quebraron rondas / callaron canciones / multiplicaron odios […]” y las enumeraciones acertadas hacen que el ritmo interno del texto se mantenga en un clima oscilante que es el que una poesía como esta reclama, para coronar el final con tres versos que resumen la situación fatídica: “[…] desde entonces / nada volvió a ser igual en el jardín de los olivos.”

El lenguaje empleado por Rubén Melero es desnudo, por momentos coloquial, preciso, en todos los casos pleno de fuerza, y son palabra y fuerza las que constituyen el poemario a modo de trama y urdimbre.

Esta poesía nada elude, la valentía del decir atraviesa la realidad, absorbe la crudeza, replica con el efecto del golpe y nos restituye de inmediato al ámbito de lo placentero. Hay un crescendo interno en algunos poemas, cito de “La araña” poema que nos lleva hacia una especie de alarma, reforzada con acierto en el uso de la primera persona con reiteraciones que vigorizan el texto: “[…] tomo la piedra / la palabra piedra / y disparo mi honda / de David escéptico / al corazón ruidoso / de la araña.”

Siempre emerge en esta lírica, el ímpetu de lo anímico, el margen de lo tangible y aun de lo inexorable en la retórica de la distensión.

Entonces, concluimos, que es con verdadero virtuosismo que nos transmite la conjunción de literatura con significado, ansiedad con ensoñación, alarma con mensaje, de lo que deducimos que su mirada no se limita al simple devenir, o a la observación vacua, sino que discierne, afirma, niega, reta, pregunta, dice abierta o veladamente, insinúa.

Y es ésta, precisamente, la poesía destinada a trascender, porque el autor pudo fusionar la fragilidad con la vehemencia y la energía que la palabra bien empleada puede y debe transmitir.

El compromiso de Rubén Melero frente al poema, revela que nos hallamos frente a un talentoso escritor que alcanza el grandioso ámbito universal con una voz que, engarzada con la nuestra, quedará vibrando en quienes lean estos textos destinados a perdurar irremediablemente, y a ser leídos con hondo compromiso, porque “Arbol de las palabras”, enorme libro, dejará un sabor propio y grato en nosotros, agradecidos lectores.

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