Perfil de un escritor enigmático, que dejó una obra sentida y humana.
Por Eduardo Balestena
Nacido en Lyon el 29 de junio de 1900, aniversario del cual se cumplen 120 años, Antoine de Saint Exupéry (1900-1944) encierra aspectos que su amplia consagración, a menudo focalizada en El principito (1943), su anteúltima obra (la última fue Carta a un rehén, 1944), tiende a dejar en un segundo plano.
Sus peripecias en la era de la aviación heroica han sido suficientemente enumeradas -el documental Antoine de Saint Exupery, el último romántico de Marie Brunet-Debaines (2017) es un ejemplo de ello- para citarlas ahora .
“Soy de la infancia como de un país”
La infancia vivida en el castillo de Saint-Maurice-de-Rémens, donde su madre y sus cinco hijos residirán luego de la temprana muerte de Jean de Saint-Exupéry, padre de Antoine, en 1904, le brinda una especie de universo único y marca los rasgos centrales de su escritura: la atención al gesto pequeño, el valor del detalle y la sensibilidad.
La aventura aérea, apasionante, itinerante, exótica, llena de riesgos extremos y acontecimientos inesperados, donde tuvo que tratar con los moros, luego de aprender sus dialectos, para rescatar un avión o salvar a un piloto y mañana acampar en un oasis temiendo un ataque o, como en Los Andes, buscar a un camarada y luchar contra el viento patagónico, son el otro gran afluente de su narrativa, su concepción del mundo y la literatura.
“Soy de la infancia como de un país”, dirá. Hay un paraíso primordial donde los sentimientos esenciales se encuentran anclados, lo demás son episodios que sobrevienen y en los cuales esos sentimientos esenciales se expanden y desarrollan. Nunca pierden el carácter excitante de aquellas primeras experiencias, una de las cuales fue atar una sábana a su bicicleta para intentar volar por primera vez.
El valor individual
“El hombre se mide frente al obstáculo”, afirma en Tierra de hombres. Es la determinación individual, ciega, empeñada en vencer la adversidad de lo que se trata su literatura, y del sacrificio que eso significa, ya que la lucha a veces es imposible y esa determinación termina siendo el altar donde se inmolan las vidas de quienes caen en esa lucha desigual.
A mediados de la década del 30, en la que produce sus obras más representativas: Vuelo nocturno (1931) y Tierra de hombres (1935), esta filosofía imbuida por la lectura y el pensamiento de Nietzsche fue objeto de críticas. No obstante, ese carácter: el hombre es una fuerza en permanente lucha y es esta lucha la que crea sus oportunidades y abre caminos allí donde no había nada, va más allá de una coyuntura histórica y de las influencias filosóficas de las que se nutrió.
Lector profundo e incansable, tanto como inagotable aventurero, eludió los moldes formales de la literatura –particularmente en Tierra de hombres y Piloto de Guerra- e hizo de su escritura algo que participa de la narrativa y del ensayo, como si los hechos y la reflexión sobre ellos fueran inseparables: la determinación individual es tomada como un valor universal. Tal determinación no define sólo a un hombre sino a la humanidad.
El valor simbólico
Un rasgo del lenguaje literario es su potencialidad para producir significados que vayan más allá de la historia narrada y abrirse en metáforas. No es casual que los primeros textos de Saint-Ex hayan sido de poesía.
Así, su prosa parece una poesía que se expande y busca sensaciones. Desecha, en ese camino, todo lo superfluo. Pule las palabras como piezas de un todo que es siempre breve y que no se ramifica ni extiende.
Su escritura –generalmente escribía durante toda la noche hasta el amanecer- respira esa cadencia nocturna, a veces onírica y funciona como un despliegue de símbolos: “…yo vivo en el dominio del vuelo. Siento venir la noche en la que uno se encierra como en un templo. En lo que uno se encierra, en el secreto de los ritos esenciales, dentro de una meditación sin socorro” (Tierra de Hombres). La noche evoca los riesgos pero también la intimidad, entrar en la oscuridad es muchas cosas; ningún símbolo es cerrado y podemos interpretarlo de diversos modos: en esta sugestiva intimidad el escritor incita y el lector interpreta su texto, que termina de construirse en esa lectura.
Tierra de hombres constaba inicialmente de unas 400 páginas que Saint-Ex redujo de un modo drástico. Luis Gallantière, que tradujo el texto al inglés, no suprimió muchas de ellas para la edición norteamericana y argumentó al escritor que eran páginas tan bellas que no tenía derecho de quitarlas.
Quizás debamos ver El principito como la obra mayor de esta síntesis, en la cual las palabras están reducidas a su centro poético. Nada es posible quitar ya: llegamos a la médula de una estética.
Palabras sin decir
Varias circunstancias de los últimos años de su vida suelen casi no ser mencionadas: una de ellas es que ante la invasión de Francia por los alemanes, que significó la retirada del grupo de reconocimiento II/33 del cual formaba parte a Argel, dentro de una atmósfera de caos general, fue convocado por sus editores de Estados Unidos debido al gran éxito de su último libro. No obstante se resistió a dejar su patria, sus camaradas y su familia.
Fue su amigo León Werth –a quien está dedicado El Principito- quien debió convencerlo para ir. Sin embargo, durante toda su estadía no hizo más que utilizar todas las influencias posibles para volver a la aviación de combate en Francia. Amigos, como Didier Durat, buscaron conseguirle un cargo de investigación ya que sus grandes dotes de inventor y matemático le habían permitido concebir instrumentos de ayuda para la aviación, como un dispositivo capaz de calcular distancias en vuelo o la idea del motor a turbina, entre muchas otras.
Finalmente, tras muchas y prolongadas gestiones, a los 42 años de edad, con limitaciones físicas debido a los accidentes que había sufrido, fue movilizado y volvió a la escuadrilla II/33, que contaba con sofisticados y complejos aviones Lightning P-38, que sólo podían volar pilotos de hasta 35 años de edad; no obstante, no se encontraban en las mejores condiciones de uso debido al desgaste. Ello y la omisión de accionar oportunamente el freno al hacer un aterrizaje de emergencia motivó un nuevo accidente a la segunda misión y que le fuera prohíbido volar en lo sucesivo. Nuevamente fueron las largas gestiones ante personajes influyentes las que lo volvieron al servicio.
Sucedió que en cumplimiento de esas misiones de reconocimiento, también mostrara serias fallas: una de ellas fue perderse y volar sobre Génova, ocupada por los alemanes. No fue atacado porque el enemigo no concebía que un avión aliado volara en esa zona. También de esa época es su carácter sombrío, su afición a la bebida y varias imprudencias, la más seria quizás fue la de haber asistido a una cena de amigos hasta más de las tres y media de la madrugada cuando debía presentarse a una extensa y delicada misión, que fue la última, a las siete.
Se ignora en qué circunstancias su avión fue derribado.
¿Marcaron tales omisiones frecuentes a un carácter contradictorio y autodestructivo?¿ Hubo alguna otra grave falla humana durante aquel último vuelo del 31 de julio? Son cosas que ignoramos de esa personalidad solitaria y a la vez frívola, la de un hombre rodeado de muchos amigos y también de enemigos que habiendo podido disfrutar de la fama y el reconocimiento en Estados Unidos hizo todo lo posible por volver a la lucha, una en la cual, tal como lo vaticinó en Piloto de Guerra, no sobrevivió.
Dejó una de las obras literarias más originales y sentidas del siglo veinte y un encanto personal derivado de su propio misterio.