Cultura

8

Por Luciana Balanesi

Clarisa se bajó del colectivo y chequeó la hora. Esa tarde, cosa extraña, el chofer había obedecido a su brazo extendido en súplica de parada. Tenía entonces tiempo de hacer las compras para la cena y llegar a horario para pagarle la semana, sin extras, a la chica que cuida a Mateo mientras ella y su marido trabajan.

Sacó las sandalias de la cartera y guardó los tacos que, para las corridas hogareñas, no le resultan cómodos.

Pasó por la verdulería y la carnicería. Habló poco hoy con los muchachos que la atendieron. Sólo las conversaciones de rigor, el quilombo del tránsito en la ciudad por los cortes en la 9 de Julio, el calor agobiante de un otoño que se niega a llegar…

No tenía tiempo para pasar por la panadería. Le pediría a Luis que lo haga por ella, total, tienen una en la esquina del departamento y sabía que esta tarde llegaría temprano.

Llegó al edificio y, entrando al departamento suspiró. El viernes le permite relajarse un poco. Pateó las zapatillas y unos juguetes que, como siempre, entorpecían la entrada al desordenado living. Se acercó al sillón a darle un beso en la frente a su hijo quien la abrazó sin sacar los ojos del televisor.

Paula la observaba, indiferente, con la mochila puesta. Clarisa le pagó y se despidieron hasta el lunes.

Merendó entonces con Mateo quien le contó que la señorita hoy no había ido al jardín y que habían estado con otra que se llamaba Delfina, que habían pintado con tizas y que tenía una notita en el cuaderno. Clarisa percibió el crecimiento de su hijo y le sonaron algunas frases, de la reunión de padres del inicio de clases, respecto a la autonomía que los nenes de preescolar irían adquiriendo a lo largo del ciclo lectivo.

Se pusieron a preparar las milanesas, al chiquito le entusiasmaba jugar con el pan rallado y creerse chef, como esos que cocinan en la tele. En cuanto terminaron Clarisa fue al baño y abrió el grifo de la bañera. Mientras ella lavaba los cacharros que habían ensuciado Mateo jugaría en el agua.

Al terminar con la limpieza, y estando aún de frente a la pileta de la cocina, hizo los movimientos de relajación de hombros y cuello que había aprendido en yoga. Harto consciente de su necesidad de volver a la actividad, y pensando en cómo haría para retomarla, se distrajo con una araña que tejía su red en un rincón del techo. La llamó el nene. Estaban jugando con espuma cuando escuchó la llave introducirse en la puerta de entrada. Comenzaba el fin de semana familiar.

Luis no hizo más ruidos. Cuando salieron del baño lo encontró, desplomado en el sillón, descalzo, con los pies apoyados en la mesa ratona, y la corbata desanudada alrededor del cuello, mirando el partido. Así el reencuentro. Así. Como todos los viernes desde hacía 8 años.

Ganó el Barza. ¡Partidazo! Messi un capo. Un maestro. Padre e hijo festejaron el triunfo. Y con la alegría todavía dibujada en sus rostros se sentaron a la mesa. Mateo estaba cansado. Clarisa lo acostó. Y mientras Luis, ahora en bata, se quedó mirando el noticiero, ella lavó los platos.

El volumen del televisor subió por lo que Clarisa supo que era el momento. Esa araña se había quedado tejiendo redes en su mente. Tenía que matarla.

Buscó el gastado escobillón y con apenas un roce el insecto empezó a descender por el hilo transparente que iba extrudando en su propio descenso. Cayó a los pies de Clarisa que con sandalias no se animaba a aplastarla entonces, sin quitarle los ojos de encima, manoteó la cartera y sacando el taco le dio ocho zapatazos.

Los contó y supo que no eran casuales. Sintió que en cada golpe canalizaba los motivos de su tristeza y del fracaso que se había instalado en su vida. Le pegó:

CLAF! Al hartazgo de la rutina, TRAF! al cansancio del sueldo que nunca alcanza, PLAF! a la ausencia de paisajes en los viajes apretados y hediondos al trabajo, PLUM! a la culpa por el tiempo que no tiene para estar con Mateo, CLAP! a la falta de momentos para dedicarse a ella misma, BUM! a los besos insípidos, TOC! al sexo automático cada tres días, PUM! a la soledad en que vivía estando acompañada.

Satisfecha y transpirada fue a darse un baño de inmersión, Había tomado la decisión. Tenía que llegar un cambio y de ella dependía encausarlo.

Se pintó de rojo las uñas de los pies. Se delineó los ojos. Se perfumó, y sirvió dos copas de vino tinto.

Esos ocho zapatazos le habían dolido quizás, más a ella que a la pobre araña. No solo el arácnido había muerto. Algo mejor estaba por comenzar.

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