Por Marcelo Pasetti
Se paralizaron los corazones por un segundo. Se secaron las bocas. Las manos transpiraron. Los ojos se agrandaron hasta casi a punto de estallar. Se cerraron los estómagos. Se entumecieron las piernas. Todo se detuvo. El reloj, el tiempo, el planeta. Alguien prefirió directamente no mirar. Otro tomarse la cabeza con las manos.
El hombre que dijo “preferiría ser afortunado que bueno” tenía una profunda perspectiva de la vida. La gente teme reconocer qué parte tan grande de la vida depende de la suerte. Da miedo pensar que sea tanto sobre lo que no tenemos control. “Hay momentos en un partido de tenis en el que la pelota alcanza a pegar en la red y por una décima de segundo puede seguir su trayectoria o bien caer hacia atrás. Con un poco de suerte sigue su trayectoria y ganas. O tal vez no y pierdes”, se señala en el arranque de “Match Point”, la sensacional película de Woody Allen. ¡Cuanta verdad!
Nadie podrá olvidar aquel instante durante el resto de su vida. El preciso momento en el que todo pudo cambiar. Exactamente fue a las 14 horas, 42 minutos y 22 segundos del domingo 18 de diciembre de 2022.
El momento más silencioso de los últimos años. El instante bisagra.
El exacto límite entre la tristeza y la felicidad, el olvido o la gloria eterna, la locura o la depresión, el desaliento o la esperanza. Ese instante, esa milésima de segundo en la que el destino elige entre varios caminos. Escoge, toma sólo uno. El momento en el que el hombre aprieta el gatillo pasando la línea de la cual no se puede volver. Ese espacio en el que alguien nace y otro muere.
Para Jorge Luis Borges, el tiempo era algo más que el simple “número del movimiento según el antes y el después”, como lo había definido Aristóteles…
¿Pero quien iba a pensar en Borges en ese momento?
14 horas, 42 minutos y 22 segundos. Domingo.
Si no hubiese sucedido lo que efectivamente pasó, hoy todo, en este cierre del año, sería absolutamente diferente.
Cuando se impone la racionalidad, el análisis, el recuerdo, lo que se sintió a las 14 horas, 22 minutos y 22 segundos y se intenta recordar ese escena, todavía estremece. Si será fuerte que aún hoy modifica las palpitaciones.
El hombre, con su acción -habilidad, capacidad, justeza, entrenamiento, y claro está, cierta pizca de suerte y en una atmósfera donde el azar era el rey-, inmortalizada en un millón de fotos y filmaciones, nunca será consciente del todo acerca de lo que generó con su accionar. Ese antes y después.
14 horas, 42 minutos y 22 segundos. Este domingo navideño, habría que volver a brindar a esa hora. (Iba a escribir a alzar la Copa, pero en realidad eso ya se hizo justamente hace una semana, a partir de ese instante maravilloso).
Algo de contexto. Argentina juega la final del ansiado mundial contra Francia. Hasta los casi treinta del segundo tiempo es un espectáculo maravilloso. Un 2 a 0 cómodo para el equipo de Messi, un baile, una paliza. Pero nada puede disfrutarse sin sufrimiento previo. Y hubo que sufrir. Dos goles de Francia, un alargue de 30 minutos y pensar en los penales.
Minuto 122 con 40 segundos, el último del alargue. No existe en el planeta un director de cine que pueda plasmar en imágenes esa escena que a punto estuvo de ser macabra.
Un francés, Randal Kolo Muani, atacante de Eintracht Frankfurt, parece ser tocado por una varita mágica. El es el hombre elegido para entrar en la historia. Se encuentra con una pelota en el borde del área, arremete hacia el arco y dispara a quemarropa prácticamente para convertir el gol del triunfo. Randal sería poster, héroe, nombre de miles de franceses que están a punto de nacer. Sería el hombre que le da el triunfo a los galos por 4 a 3 luego de ir perdiendo 2 a 0.
Veríamos a un Messi arrodillado, llorando, anunciando su retiro definitivo de la selección, a un De Paul consolándolo, a jugadores argentinos tirados sobre el césped sin entender lo sucedido. A miles de argentinos en silencio, llorando en ese estadio tan lejano…
Pero no. Un marplatense, un tal Martínez, detiene y cambia la historia. Se hace gigante, se estira, abre los ojos, no gira el rostro, abre sus brazos todo lo que puede y estira sus piernas elásticas. El silencio es tan sepulcral que hasta se siente el ruido de la pelota impactando en su pierna. El mundo se detiene. Los jugadores suplentes de Francia ya están prácticamente celebrando el agónico gol, y el relator cambia el tono de su voz porque imagina lo peor.
Todo en ese instante. 14 horas, 42 minutos y 22 segundos de un domingo que jamás olvidaremos. Emiliano Dibu Martínez se convierte en el autor de la atajada más importante de la historia del fútbol argentino. La más emotiva, la increíble. La atajada de la cual hablaremos con nuestros nietos cuando recordemos ese Mundial.
El héroe no fue Randal Kolo Muani, sino un marplatense que celebró la Navidad en esta ciudad. Después llegaron los penales, su nuevo lucimiento, sus locuras, y la tercera estrella que nos tiene a todos aun celebrando, el homenaje en su ciudad, la locura de los pibes pidiéndole a Papá Noel el buzo con el 23 estampado o los guantes de Dibu. Pero el Mundial se ganó en esa atajada, en ese instante hoy reflejado en tatuajes o fotos y videos adictivos que se siguen multiplicando en las redes sociales y que a una semana del hecho siguen estremeciendo y movilizando todos los sentidos.
El “Pato” Fillol, con otro buzo verde, también fue figura en la final del Mundial 1978 contra Holanda con una atajada que se asemejó a la del marplatense cuando le ahogó el grito de gol a Resenbrink sobre el final del primer tiempo. “Lo de Dibu fue espectacular, de un crack. No es que le pegó, no fue casualidad. Estaba mirando que hacía el francés y eso ayuda mucho a hacer un movimiento con el pie o con la mano. Si cerrás los ojos te vas de la jugada”, sostuvo Fillol en estas horas.
Elijo creer decían los argentinos en la previa buscando coincidencias, durante la marcha del Mundial de Qatar, con las dos Copas ganadas anteriormente en el 78 y en el 86. La atajada de Dibu se produjo a las 14, 42, 22. La suma da 78. Nada. Elijo creer.
El domingo 18 de diciembre a las 14 horas, 42 minutos y 22 segundos, Emiliano Martínez se hizo gigante y atajó la pelota más importante de su vida. Se asemejó al muñeco del titiritero. Alguien que aun no se ve en los videos y fotos de Instagram, Tik Tok, Facebook o Twitter movió los piolines. Tanto se habló del cielo en la canción himno de los argentinos en estos días que quizás por ese lado haya una pista. Tal vez. Lo cierto es que la tercera estrella cayó en esa área un domingo a las 14 horas, 42 minutos y 22 segundos. El instante bisagra.