A los docentes argentinos del 2016
Varios autos pasaron a toda velocidad. Esperó. El último de los cultivos de la humanidad: el velocímetro. El mediodía no era placentero para seguir caminando. Se animó a cruzar la calle. Al mismo tiempo lo hacían los chicos a la salida de la escuela. La algarabía blanca lo sumergió en el recuerdo con una alegre sensación. Una penetrante melancolía le estaba como complementando el espíritu. Se detuvo un instante a mirar a los niños.
Llegó a su departamento y lo primero que hizo fue calentar el agua para el mate. El café y el cigarrillo se los había prohibido el médico. Puso el abrigo en el respaldo de la silla. Conectó la estufa y fue al baño. Al mirarse la cara, el espejo le devolvió una imagen cansada. A los setenta y cinco años, después de toda una vida laboriosa en la docencia, el hombre puede ser un resto.
Un jubilado como él es nadie. Uno más, uno insignificante dentro de la sociedad y de un presente que él de ninguna manera había forjado. Inimaginable presente para un hombre que había ejercido la docencia. Nada más que un rostro en la muchedumbre y un cruel silencio frente al espejo. De tanto en vez se entretiene mirando la televisión, sobre todo cine clásico.
Hace unos días pescó un programa especial para los docentes en actividad, un programa de ésos organizados por una editorial docente con expositores también docentes, metodólogos aterrizados vaya a saber de qué planeta. Los contenidos no importan tanto como los procedimientos, dicen, entre otras cosas ininteligibles para la comunidad educativa, como las palabras reforma, didaxis, interacción.
Y los chicos de hoy en día no pasan de grado sino con dificultades en la expresión, en la escritura y en las cuatro operaciones. Interactuar, lecto-escritura, enseñanza-aprendizaje, especies de dobles palabras -palabras compuestas- que eran como celofanes con cintita de regalo que envolvían paquetes y paquetes de lenguajes ambiguos y morbosamente ficticios sobre la realidad educativa. Cuánta razón había tenido Rogelio en sus predicciones sobre el futuro de la educación en los años setenta.
Los psicólogos y los sociólogos terminarán por invadirnos, decía, por lo que era acusado in situ de reaccionario, troglodita, antiprogresista. No olvidará jamás el día que vino uno de esos metodólogos con el asunto de la matemática moderna y la teoría de los conjuntos. Rogelio puso el grito de alerta y al cabo de seis años de experimentación en la misma escuela, no había más que darle la razón.
Los chicos en las últimas décadas llegaban a sexto grado sin saber resolver un problema de regla de tres, con pocas nociones básicas de geometría y con precario vocabulario. Y cuando apareció una profesora de Didáctica de la Lengua con el tema del análisis estructural del relato -presentación, nudo y desenlace o final- o de sacar la idea central de lo que el autor quiso expresar o significar, él mismo reaccionó con furia.
Pero él y Rogelio ya no eran más que maestros “jubilados”, dinosaurios de la enseñanza que nada sabían de los métodos modernos de la Nueva Escuela Europea y entonces los metodólogos citaban a tal o cual psicopedagogo de Francia o a algún otro aparato de nombre inglés que había hecho una investigación para Harvard. Así, reflexionaba, la Educación pasó de una Reforma a otra Reforma y cuando no a una nueva Contrarreforma, hasta inferirse también que los contenidos son procedimentales. Rogelio había comentado hace poco: fijate como embalurdan la milonga que han reducido los contenidos a “procedimientos” y para enseñar lengua dicen que literatura es también un resorte periodístico, un tramo de un libro de Historia o la secuencia de una propaganda comercial.
La pava silbó. El frío colmaba el ambiente. Era necesario dejar el gas encendido. Un nuevo escalofrío lo sacudió. Se fue al patio y observó las baldosas. Una mancha seca y verde se extendía en el piso. Yerba secándose al sol. Colocó la silla debajo del alero y se dispuso a tomar mate allí. Le vino como un alivio a esa sensación de angustia al pensar que después de todo él había sido muy feliz enseñando a muchas promociones de niños.
El esfuerzo y dedicación lo gratificaban en forma ética: esto lo conversaba siempre con Rogelio y con Sarita. ¿Qué será de Sarita? Hacía mucho tiempo que no lo visitaba. Con ella había compartido muchos años en la escuela. Los cinco nietos no le dejaban margen para hacer visitas. Prendió la radio para escuchar Bocacci a tango limpio. Para qué el gas encendido, entonces. Fue a cerrar la llave. Cada vez aumentaban más los servicios.
El gas, la luz, el teléfono y los impuestos ya eran impagables para cualquier jubilado. Y él era eso: un jubilado más, porque paulatinamente, gobierno a gobierno, le fueron reduciendo el sueldo, entre inflaciones y devaluaciones. Y pensar que él había sido uno de esos seres privilegiados -como los vigilantes, los empleados de banco y algunos públicos- que en una época marchaban a la vanguardia de un status social envidiable.
Qué aumento vamos a recibir, Leo, si estamos “equiparados” al sueldo miserable de una maestra o de un profesor con cincuenta o sesenta horas semanales, había dicho Rogelio. Un sinfin de recuerdos lo asaltó. Extrañaba a Rogelio, que andaría de excursión haciendo turismo en PAMI. Ya aparecerá. La última vez se había quejado de que no le alcanzaba el dinero para comprar zapatos.
Y pensar que antes me los hacía a medida y si te descuidás, che Leo, ahora, apenas zapatillas. Siempre traía un paquetito de masas pero en los últimos tiempos, llegaba con facturas o bizcochitos. Si cobraba lo mismo que él. Nos hemos venido abajo, hermano -le decía-, no nos alcanza para el cine ni para fasos, ni siquiera para comprar el diario. El le había contestado en son de broma: También, vos Rogelio, tenés vicios caros.
Las imágenes del pasado -como se dice, “resplandecientes”- eran como una procesión en su constante rememorar. Pronto se casaba su sobrino Rolo y no tenía traje para lucir. El último se lo había hecho Firpito en Lanús en 1975. Por el regalo no te preocupes, tío Leo, con tu presencia nos basta. A los zapatos había que hacerles media suela y taco. Seguro que don Serafín le iba a fiar la compostura.
¿Qué le podía regalar a su sobrino? Era hora de deshacerse de las Obras Completas de Dostoievski. Rolito era un excelente lector y Claudia, su novia, no le iba en zaga. Comentaba siempre María Luisa, su hermana: Rolito lee mucho, sale a su tío Leo.
Terminó de preparar el mate. Juntó con prolijidad la yerba extendida sobre el papel madera que estaba en el piso de baldosas y la volcó en el mate. Cualquier cosa que necesites, avisá, le había dicho su cuñado Elías. Avisar qué milonga, si la mishiadura era total. Algún domingo que otro lo invitaban a almorzar. Qué iban a hacer los pobres con su magrísima jubilación. Ahora dicen los periodistas que somos de la tercera edad.
El había bromeado con Leopoldo: somos de la cuarta dimensión. Con la excusa de que se está atravesando la etapa de las comunicaciones, del cable y del micrófono, la palabra se ha convertido en una aventura y sólo puede ser aprendida si el cerebro tiene piernas atléticas y corre al compás de una velocidad a cada minuto indemorable.
Una velocidad cada segundo más veloz en la sucesión de imágenes imposibles de montar con coherencia, desbordantes imágenes en videogames electrónicos, fieles computadoras que provocan cierta felicidad, mientras los libros de lectura se han convertido en minilibros, en secuencias, apenas, como para aliviar el esfuerzo de los alumnos. Una secuencia de otra secuencia, un “texto” nada más que para atisbar la llamada intertextualidad, la palabra compuesta usada y abusada, invocada y reverenciada por una multitud de semiólogos y de profesores, hasta de maestros, equipos “aggiornados” en la nueva nomenclatura.
Y de maestros-funcionarios provistos de sus respectivos “masters”, en buena hora que los docentes accedan a esos títulos en medio de la maraña de psicopedagogos y sociolingüistas que jamás han agarrado una tiza. Y los funcionarios piden calidad educativa. Esto está reflexionando Leopoldo mientras chupa de la bombilla cuando se le atraviesa la imagen de don Manuel.
¿Qué le anda pasando don Leo que no viene más seguido al boliche? Antes, cuando compraba La Nación todos los días se tomaba un par de cafés en el almacén y despacho de bebidas de don Manuel, a un par de cuadras de donde vivía. En estos tiempos, a duras, durísimas penas, puede ir los domingos o los sábados a la tarde. La bombilla se había atascado. Chupó con fuerza. Hacerle una llamada a Sarita no estaría mal. Rogelio no contestaba. La bombilla pareció trastabillar en la ciénaga de yerba. Estaba buena por ser yerba de ayer secándose al sol, según el tango de Enrique Santos Discépolo. Bocacci está pasando una selección de tangos de Julio de Caro: Tierra querida, El monito…
Estamos solos, Leo, los docentes siempre hemos estado solos en este país, hemos constituido una isla lejana, aún cuando ganábamos bien, hasta te digo una cosa: hemos dado envidia y fastidio a más de uno, le había dicho Rogelio más de una vez. Y hoy, fijate: el maestro -mejor, Leo, la maestra- se ha convertido en una asistente social con la obligación de resolverle todo al pibe desfalleciente de hambre, atormentado por líos familiares porque los padres se han separado y van a la escuela tirados a la buena de Dios y a la buena estrella de las cooperadoras escolares.
Leopoldo volvió a cambiar la yerba mientras las palabras de Rogelio le sonaban como recién expresadas. Imaginate, que si para los maestros en actividad, no hay nada, para nosotros, los jubilados, ¿qué puede haber? Miró la yerba. Porque ya son resto, se dijo para sí Leopoldo. Y no hay contraflor posible.