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Cultura 26 de agosto de 2024

Y siga el baile, un cuento de Gabriela Di Giácomo

Gabriela Di Giácomo nace en la ciudad de Mendoza en 1960, y completa sus estudios elementales y secundarios en el Colegio Nuestra Señora de la Misericordia. Su necesidad de curar a través de la palabra la lleva a graduarse de fonoaudióloga y se especializa en la rehabilitación del lenguaje de personas con parálisis cerebral.

Enrique se levanta temprano, de buen humor: por fin una noche sin la pesadilla de aquella garra que lo arrastra a las profundidades del lago. La misma garra, el mismo lago pantanoso. La misma sensación de ahogo, de no poder respirar durante toda la muerte. El mes pasado cumplió los treinta y ocho, y fue como si hubiera cumplido noventa. Pero hoy no. Hoy se siente capaz. Incluso se siente alegre.

En la ducha, la tibieza del agua se le desliza por la piel, y el vapor le aclara la voz. Esa voz que a él mismo le hace acordar tanto al Maestro, al gran Antonio Ríos, prócer de la cumbia. Bosteza, ensaya vibraciones, primero con los labios y después con la lengua, y dosifica el aire en legatos ascendentes y descendentes. Palabras raras, sí, pero así llaman a esos ejercicios en los tutoriales de canto que él visita en YouTube. Inspira profundo, descorre la cortina -ese telón plagado de remiendos-. Después de poner los pies sobre la alfombra, parodia una reverencia.

Frente al espejo empañado, canta una de sus cumbias preferidas. Más allá del reflejo, fantasea con un salón desbordante de un público poseído por la música, por su música: bailanteras de hombros desnudos y breves faldas que te cortan la respiración, pibes derrochando sabrosura, que en un-dos-tres van para acá, y en un-dos-tres van para allá.

—¡Callate, Quique, grandote al pedo! —el grito de la madre le atraviesa los tímpanos—. ¡Vos y tu musiquita! Se me parte la cabeza. —Enrique la mataría. Cuando chilla así, la mataría—. ¡¿A qué hora pensás salir para el trabajo, Quiquito?! Seguí tirando de la soga, vos. ¿Qué querés? ¿Que te echen? A los cuarenta, olvidate de conseguir trabajo. Parece que lo estuvieras buscando. ¿Cuándo, Virgen bendita, cuándo va a entender este pobrecito que son contados con los dedos de la mano los que paran la olla con el chingui-chingui?

Este pobrecito, se dice Enrique mordiéndose el labio. El chingui-chingui.

Sudoroso, con un sol de mañana que raja las piedras, llega tarde al hospital. Y qué importa, si lo espera otro día para el olvido. Un día como el de ayer, un día como el de mañana. Enrique odia lo que tiene que hacer para ganarse la vida. Si te concentrás en los vidrios de los ventanales, olvidaste los picaportes, y si trapeaste los pisos se te pasaron los azulejos y las telarañas. ¡Nada alcanza, loco! Y la mina en cada corredor, desde su cuadrito, con el dedo en los labios pidiendo silencio. Como su madre. Silencio. Siempre silencio. Pero ojo, que este laburo es algo provisorio.

Algo provisorio, sí, que ya va para el año y pico.

A media mañana baldea el pasillo del ingreso a Maternidad. Gracias a las quejas de una de las enfermeras de turno, lo está baldeando por segunda vez. No lo dejan usar los auriculares, aunque él igual se los pone: lo harán trabajar como un esclavo en medio del mar de gente que viene y va, pero por lo menos él se las arregla para concentrarse en esos fiesteros ritmos del güiro, el acordeón y los teclados.

—¡Nene! —La presión de la mano en el brazo lo sobresalta—. ¿No me escuchás, o te hacés el pelotudo?

Al guardarse los auriculares en el bolsillo, Enrique nota que le tiembla la mano. El encargado de la empresa de mantenimiento, casi en puntas de pie —Quique le lleva una cabeza— y con el cuello estirado como una cobra, lo mira fijo.

—Perdón, es que… es que… —no puede evitar tartamudear cada vez que el enano maldito lo mira así—. Todo se me hace más fácil con música.

Con un gesto seco, el jefe lo hace callar. Como su madre. Como la enfermera del cuadrito.

—¿Así que todo se te hace más fácil con la música? —De la reluciente pelada saltan chispas, a medida que levanta el tono—. Podrido me tenés con la música. Vos y tus auriculares me tienen repodrido. Toda la mañana recibiendo quejas de tu desempeño: ayer te olvidaste el balde en el quirófano, los guantes sobre el mostrador, y esta vez la mopa en la 205. —Y ahora el jefe lo mira de otro modo. Acaso con… ¿tristeza?—. Mirá, nene —le dice rascándose la patilla—, vos no sos el único que se la cree. Pero acá tenés que laburar como Dios manda. Y acá Dios soy yo. O bajás de la nube en que vivís, o te rajo. Y no vas a ser el primero. Y ojo, que ya sos grande y la calle está más dura que la mierda. Aunque pienses que estás para algo más.

Después de ocho horas de franela y mopa, Quique marca tarjeta como si le insertara al reloj un certificado de defunción. Ya en la calle, lejos de ese aire viciado de enfermedad, dolor y muerte, se calza de nuevo los auriculares. El calor es sofocante, pero la voz de Gilda lo anima, y en un-dos-tres sus pies van para acá, y en un-dos-tres sus pies van para allá. Y así baja las escaleras del subte sin importarle un carajo que la gente lo mire, y logra entrar en el vagón antes de que las puertas se le cierren en la nariz.

Y la voz de la madre le retumba en la cabeza, se superpone a los barquinazos del subte: ¿Te das cuenta, Quiquito, que ya sos grande? No soy la única que lo ve. Y la garra que lo arrastra a las profundidades del lago barroso, y la desesperante sensación de no poder respirar. Las palmas empapadas de sudor resbalan por el pasamanos, y en medio del vértigo decide bajarse en la próxima estación, aunque no sea la suya, y pronto a los empujones sale a la calle, boqueando como un pez.

Cuándo se acabaría ese día de mierda. En el primer kiosco se compra una botella de agua mineral: tiene la garganta como un trapo seco. Tomando del pico y pensando. Capaz que la vieja tiene razón, al alzar la mirada descubre una pegatina en la pared del kiosco:

Estudio busca con urgencia
VOCALISTA
para banda de cumbia

El estudio no queda lejos. Es en la otra cuadra.
¿Por qué no?

Quique sube las escaleras hasta el cuarto piso de un edificio descascarado. Le abre la puerta una rubia de ojos negros, sombreados por largas pestañas.

—Sentate —le dice, ya dentro del hallcito, y le señala la única silla—. La prueba de voces se está haciendo detrás del biombo. Cuando te toque te llaman por tu nombre artístico. ¿Que es…?

—Enrique ponele.

—¿Solamente Enrique? —La rubia se rasca la cabeza, las uñas larguísimas escarban entre las raíces negras del pelo.

—Solamente Enrique.

La teñida se alza de hombros, y anota en la compu.

Sentado en la silla y atento a todo, en medio de aquella oficina despojada, Quique escucha carraspeos que vienen del otro lado de ese biombo de cuerina raída. Después, silencio. Y después una puerta que se abre, más allá. Un inconfundible olor a coliflor hervida le da náuseas. Le llegan voces. Hablan tan bajo que no entiende qué dicen.

Pero sí se da cuenta de que son tres los que hablan: dos tipos y una mujer. A lo mejor son los que evalúan la calidad de los artistas. A lo mejor se trata de un jurado de tres, vaya a saber uno.

De reojo, ve que la “rubia” se seca la frente con un pañuelo descartable. Ni un miserable ventilador tiene la pobre mina. Quique se levanta de la silla y se tironea la ropa pegoteada. Mejor me voy, se dice. No sé ni para qué vine. Pero la mirada de ella lo sienta de nuevo. Él cruza y descruza las piernas con la mirada puesta en el biombo. ¿Será otra pared, o mi primera puerta al éxito?

Del otro lado, una voz arranca con “Nunca me faltes”. Es el tema preferido de Quique, con el que lo ovacionaron las bailanteras y los pibes esa misma mañana, frente al espejo.

Ojalá que al tipo se le parta la lengua, que se le revienten las cuerdas vocales. Pero nada de eso ocurre. El tipo canta bastante bien. Bueno, la verdad es que canta mejor que el Maestro mismo. Como los dioses canta. Cuando termina, los que están con él lo aplauden y todo.

Se corre el biombo, y salen la mujer y los dos hombres. Uno de ellos es el bailantero, a quien lo distingue la camisa de lentejuelas. Un petiso de patillas. Y, a pesar de que le cubre la pelada un peluquín, Quique no tarda en reconocerlo.

—¿Y la mopa, nene? —le dice el enano maldito—. ¿Dónde la dejaste?

Biografía

Gabriela Di Giácomo nace en la ciudad de Mendoza en 1960, y completa sus estudios elementales y secundarios en el Colegio Nuestra Señora de la Misericordia. Su necesidad de curar a través de la palabra la lleva a graduarse de fonoaudióloga y se especializa en la rehabilitación del lenguaje de personas con parálisis cerebral.

Posteriormente, obtiene su grado de licenciada en Creatividad Educativa, por la Universidad Nacional de Cuyo. Comienza a escribir en las Aulas del Tiempo Libre de esa misma universidad en 2018 y desde 2021 continúa su formación en el “Taller de Corte y Corrección”, bajo la coordinación de Marcelo di Marco.