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Opinión 3 de octubre de 2016

Viralizame ésta

Por Fabrizio Zotta

El baño. El espejo destella al reflejar el flash de una cámara (Sacarse fotos frente a un objeto reflexivo con flash no es una decisión inteligente, pero no importa ahora eso) Detrás de esa luz hay una chica posando, en corpiño, haciendo trompita. A veces, no está el corpiño tampoco, y un brazo, o la mano hacen de barrera para lo que no se debe mostrar.

Un restaurante. Frente a una cámara hay un plato con langostinos, o camarones, lo mismo da. Esto es lo que se va a comer alguien, en minutos, cuando deje de disfrutar del primer placer que el manjar que va a degustar le provee: contar que se lo va a comer, mostrarlo. Durante el resto de la cena estará leyendo los comentarios de la gente que no está allí, pero que sí está, compartiendo su plato.

Un auto. Alguien maneja y canta la canción que escucha en el estéreo. Lo sube como un loop de un minuto. Quizá la parte del estribillo. Mientras canta, sube y comenta sigue manejando.

Un cuarto. El contenido sexual del video se acordó previamente, no se oculta. Se graba la pareja, o el trío, o la orgía. No hay trampa. Se saluda a la cámara, de ubica el plano preferencial. Se pasa la cámara de mano en mano. Horas después estará en la red, o en algún whatsapp.

Internet está lleno de contenido privado, pero consentido.

***

Viralizar es un efecto deseado. La primera acepción del término (sacando su elemental aplicación a los virus médicos o informáticos) es la del éxito en Internet. Hay guías, consejos útiles, seminarios enteros sobre la importancia de la viralización de contenidos. A esta altura todo el mundo lo sabe, pero viralizar algo en la red es lograr que circule y se reproduzca solo, sin ninguna acción de quien subió el contenido, sin publicidad, sin poner dinero. El verdadero éxito es el contenido por sí mismo. Todos aquellos que suben algo a Internet buscan la viralización, es el orgasmo de lo digital.

Cuando ocurre algo como lo que sucedió la semana pasada con el video de la promotora con los pilotos de TC, se reinicia el debate respecto de la intimidad de las personas, y del “fin de la privacidad”. Aparecen, incluso, diputados o senadores con proyectos de reforma del código penal, buscando la sanción de quien suba un video sexual a la web.

Pero aquel fin de la privacidad es falso. Es una idea interesante, porque nos permite tener sin demasiado esfuerzo una postura que condene el fenómeno de la frivolidad de la vida expuesta en Internet, pero es mentira. Si bien bajo amenaza por la proliferación de dispositivos que puedan violarla, la privacidad es una decisión, y no un factor externo. No es una condición del contexto. Distinto es el caso de las cámaras ocultas, o los engaños cuando uno de los participantes no sabe que existe la grabación del momento íntimo, en ese caso no hay consentimiento, lo que configura otra dimensión del problema.

Pero, al igual que cuando alguien nos pide que guardemos un secreto, y siempre cometemos alguna filtración, aunque sea menor, la viralización de lo que consentimos inmortalizar en una foto o video es un goce de poder. La diferencia es que esa filtración ya no es menor, es masiva. Tener esas imágenes, saber antes que nadie el secreto, es poder decidir qué hacer con eso. Hay, entonces, un goce que se produce en ambos extremos del contenido que se viraliza: el goce de quien produce, al convertirse en espectador de sí mismo, para verse como lo ve un tercero; y el goce de quien difunde, más allá de lo que esté difundiendo. Porque también sucede con contenidos que no son ofensivos, ni denigrantes: todos los hechos de la vida pública y privada de las personas son voluntariamente compartidos. Cada uno tendrá su límite, y en esa frágil grieta vive la privacidad.

En el momento en que se incorpora a una acción privada la posibilidad de que haga pública lo más probable es que eso suceda. Porque es así desde el origen de los tiempos, es la condición humana la que habla en esos casos. Por eso, las campañas que empiezan a proliferar para concientizar y se preguntan “¿Vos vas a ser parte de todo eso?”, después de enumerar los múltiples problemas que les traerá a los protagonistas del video sexual viralizado, la respuesta es que sí, que sí lo serán, como reproductores, o como simples espectadores.

Las páginas de sex ex girlfriend revenge (ex novios que se vengan de las mujeres que los abandonaron y suben videos que filmaron de común acuerdo), y el contenido sexual viralizado en general, son el principal consumo en Internet. Un informe del Observatorio de Internet en Argentina (OIA), publicado en septiembre de 2016, reveló que lo que más consumen los argentinos online es pornografía: ocho de cada diez usuarios buscan videos XXX a través de distintos dispositivos. La cifra alcanza al 81% de los internautas de nuestro país: el 93% de los hombres, y el 71% de las mujeres. Ellos, principalmente de noche; ellas buscan porno en horarios de oficina, o cuando los chicos se van a la escuela.

Desde 2015 a lo que va de 2016 se duplicó en el país el consumo de contenido sexual. Hustler TV, el emporio del porno explícito, está desarrollando opciones específicas para el público femenino, que ya no se escandaliza ante la pornografía, sino que la incluye en sus fantasías, en sus parejas, es capaz de pagar por ella, y la volvió uno de sus consumos cotidianos.

En definitiva, la viralización ya es un fenómeno cultural, que va más allá de algunas personas que suben videos a traición, de manera imposible de rastrear, y con el placer de hacerlo y de verlo después. El caso de los jugadores de rugby que empujaron a un hombre en la calle y lo estrolaron contra la vereda para escapar en un auto es rayano a la imbecilidad, pero tiene una lógica, si pensamos como ellos lo hacen. No debería agotarse el debate en que son estúpidos, porque, si bien no es una variable menor, no es la única.

Así y todo, está lleno de gente que disfruta de su privacidad. Hay más gente que no tiene videos porno en Internet que las que sí lo tienen. Por eso, la privacidad no ha muerto, lo que nació, en cambio, es el placer que nos genera ponernos en espectadores de nosotros mismos y, entre todos, mirarnos haciendo lo que hacemos.