Vicios de ayer, ludopatías de hoy
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Por Nicolás Martínez Sáez (*)
Nada parece más desatinado que patologizar el acto de jugar. Nada parece tan extraño e inútil como aquellos esfuerzos en separar algo que siempre estuvo unido, como el juego y la apuesta. Se repite hoy que “apostar no es jugar” pero desde tiempos remotos, el ser humano ha jugado y arriesgado. En ocasiones, las apuestas tenían una gran relevancia económica y podían acarrear consecuencias desastrosas para el jugador; otras veces, eran pequeñas y simbólicas, como una cerveza, simplemente “para no jugar en vano”, según solía decirse. Filósofos como Aristóteles y la teología de los primeros cristianos fueron muy duros con los apostadores al considerarlos desde avaros y logreros hasta idólatras y blasfemos. Los dados, presentes en las civilizaciones más antiguas, y posteriormente los naipes, introducidos en Europa durante el siglo XIV, ejercieron una gran fascinación en personas de diversas condiciones socioeconómicas, consolidándose como los elementos lúdicos de azar más populares para las apuestas hasta el siglo XVIII. Dados y naipes no solo implicaban el simple acto de jugar y apostar, sino que también nos situaban en un ambiente lleno de sociabilidad que, con frecuencia, derivaba en una mala sociabilidad. Las peleas, los robos e incluso las muertes eran consecuencia del enojo de jugadores que, víctimas de engaños con dados “cargados” o naipes “trucados”, no lograban contener la furia de haberlo perdido todo. Es que, como Johan Huizinga sostiene en su obra Homo ludens (1938), la esencia del juego es perder la cabeza.
El azar ha sido siempre un elemento presente en la vida humana, percibido como misterioso, irracional y cargado de significados mágico-religiosos. Recordemos que, después de la muerte del apóstol Judas por propio ahorcamiento, su sucesor fue elegido a partir de echar suertes, probablemente, a los dados. La voluntad divina se manifestó a través del azar. Durante la Edad Media y de espaldas a los cánones y concilios que prohibían los juegos por dinero, los jugadores creían que el mismo azar era posibilidad de ascenso social (¡Y por supuesto también de descenso!) en un periodo histórico donde el orden social era estático y nadie moría en una posición muy diferente a la que había nacido.
La modernidad puso bajo su control y monopolio gran parte de los juegos de azar públicos. Las loterías nacionales, ruletas, bingos y juegos de azar modernos no están exentos de supersticiones extraídas de las más variopintas fuentes como los sueños, las fechas de cumpleaños, las experiencias de gatos que se cruzan etc. Los casinos y los tragamonedas emergieron como símbolos de la vida regalada, la suerte y el éxito económico y amoroso. “Billetera mata galán”, sentenció uno de los jugadores de ruleta más afamados. Los juegos de azar forjaron grandes ciudades como Montecarlo o Las Vegas dedicadas al juego y al turismo de élite internacional. Estos fueron, además, una fuente de dinero estatal donde los gobernantes esperaban que los turistas llenaran las salas de juego con el fin de desplumarlos. Los casinos se convertían en “no lugares”, donde la ambición individual ya no encontraba límite en el vínculo interpersonal. El moderno control estatal de los juegos de azar no dejó más que individuos vacíos, algunos pocos ricos y mayorías arruinadas económicamente en aislamiento.
Hoy, los juegos contemporáneos montados sobre plataformas digitales para realizar apuestas online han anulado el último resto de azar y sociabilidad. Todavía en los tragamonedas mecánicos, a los que se los denominaban “bandidos de un solo brazo”, podía haber algo de azar. La ruleta fue vencida varias veces con martingalas y trucos. Ahora, los tragamonedas electrónicos triunfan sobre las ruletas y las plataformas de apuestas terminan por prescindir de cualquier relación social. El juego deviene en pura apuesta tecnológica sobre realidades fuera de la plataforma en las que no tenemos ninguna influencia. Dejamos de ser protagonistas, es decir, jugadores, para convertirnos, no en simples espectadores, sino en meros apéndices de estos sistemas digitales: una mano que toca botones en el tragamonedas o unos dedos que, en el destemplado aburrimiento contemporáneo, acuden a la apuesta deportiva como modo de pasatiempo o salvación.
Hemos transitado desde un azar social a un azar a-social y también de comprender al juego como vicio medieval a asumir al juego como enfermedad moderna, es decir, ludopatía. Ese camino de patologizar el juego quizás también nos lleve, a la brevedad, a concluir que vivir es ya mismo o lo mismo que enfermar. Entonces nos percibiremos más como víctimas que padecen a la espera de que alguien nos medique o nos libere y menos como agentes capaces de cambiar nuestra propia situación existencial. En ese sentido, llamamos la atención sobre el problema bioético de la medicalización de la vida, es decir, la idea de que para todo comportamiento humano hay un tratamiento terapéutico o incluso farmacológico: ¿puede ser una adicción, la adicción a fijar adicciones por doquier que encarnan algunos agentes de la salud?
Propongamos mejor otras muchas formas de jugar que podríamos empezar por recuperar y desempolvar de nuestras tradiciones hoy vistas como superadas o poco atractivas ante el entretenimiento global, hegemónico e indiferenciado que nos proponen nuestros smartphones. Juegos criollos como el truco o la taba son valiosas reliquias lúdicas que hablan de nosotros y son capaces de construir sociabilidad y comunidad. Además, desde hace décadas, muchos argentinos están diseñando juegos de mesa que difunden en encuentros nacionales y clubes proponiendo nuevas formas de juego y sociabilidad. Los moralistas medievales y renacentistas comprendieron bien la necesidad de ofrecer alternativas a los juegos de azar, que consideraban peligrosos por llevar a la ruina a sus participantes. Con el fin de alejarse de los vicios, propusieron los llamados juegos eutrapélicos, es decir, actividades moderadas diseñadas para la honesta recreación como el ajedrez, los juegos de pelota y las tablas (antecesor del backgammon).
En las décadas finales del siglo XX, se ha planteado en la disciplina Ética un giro opuesto a la moderna ética del deber y la razón de raíces kantiana: el giro aretaico. En Argentina, el filósofo Alberto Buela es uno de sus máximos exponentes. ¿Qué significa este giro? Se trata de priorizar la práctica de virtudes, entendidas como términos medios entre los excesos y los defectos, en lugar de centrarse en la obediencia a deberes dictados por una razón universal.
También, realizar ascesis o entrenamientos para mejorar el alma como llevaban a cabo los griegos en los gimnasios o los monjes del siglo XI a través del juego de tablero y estrategia matemática llamado rithmomachia. “Practica mil juegos”, aconsejaba el poeta Ovidio en el Arte de amar, a aquellas mujeres que querían obtener y mantener el amor de un hombre. En fin, practicar la eutrapelia tal como la entendía Tomás de Aquino a esa virtud de la sociabilidad lúdica donde la agudeza, la broma, la chanza y el juego nunca ofende con groseras burlas ni tampoco asume la actitud parca y ofuscada del aguafiestas que “no entra en juego”. Formar y promover hábitos de juegos sociales con o sin azar, con o sin apuestas (lo cual poco importa) para cambiarnos a nosotros mismos en vista de ser mejores.
(*) Doctor en filosofía
martinezsaeznicolas@gmail.com
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