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Cultura 7 de marzo de 2016

Viajar: Macondo de carne y hueso

Por Luciano Testoni

Dicen por ahí que el mismo Gabo fue quien dibujó las palabras más bonitas con los colores más tristes; un mundo sin fin, y un sinfín de mundos, saturados con el olor de las soledades que le crecieron por dentro.

De los descendientes de los esclavos africanos tomó la doble nostalgia, antigua por la tierra que quedó tras sus pasos, y anticipada por lo inexplorado que sentían ya visto. De los aborígenes de La Guajira heredó el carácter místico de todos sus puntos finales. De su abuelo, el amor por las letras y del Caribe la pasión por contar. En Colombia aprendió que se podía sembrar realidades a partir de las ficciones que llevaba en su tintero. Dicen por ahí que él fue quien dibujó las palabras más bonitas con los colores más tristes; un mundo sin fin, y un sinfín de mundos, saturados con el olor de las soledades que le crecieron por dentro.

Un seis de marzo como hoy, pero 89 años atrás, nació en Aracataca una de las tantas personas que supo prestar su voz para representar a Latinoamérica ante el mundo, y quien fue, es, y será mi autor favorito. Gabriel García Márquez para sus lectores, Gabo para los amigos, fue el padre del Macondo ficticio de “Cien años de soledad” que funciona como retrato del pueblo que lo vio dar sus primeros pasos, aprender sus primeras palabras, y leer sus primeros libros. En “Vivir para contarla”, confiesa que la imagen de Aracataca vista desde un tren en movimiento, fue el detonante mental que gatilló la ráfaga de recuerdos idealizados que le dieron inicio al Macondo mítico que todos conocemos.

El 20 de diciembre del año pasado tuve el honor de descubrir que “la ciudad de los espejos (o los espejismos)” tenía su contracara verdadera, no quimérica, y sentí también esa añoranza anticipada por caminar las calles del pueblo que ya conocía, aun sin conocer.

En la zona bananera de Colombia la temperatura promedio no baja de los 35 grados. Si a esos 35 grados, le sumamos una mochila mediana, un cuerpo no acostumbrado al calor del Caribe, y un bus pequeño sin aire acondicionado, el resultado podría no ser el mejor. Pero a pesar de todas las contras que se puedan suponer o encontrar en medio del viaje, desde el momento en que me subí al pequeño bus blanco en la terminal de Santa Marta, tenía la certeza de estar en el lugar indicado. No existía condición meteorológica lo suficientemente extrema para hacerme cambiar de destino, reevaluar rutas, o cancelar planes.

La combi tenía unos veinte y tantos asientos, de los cuales ocho iban ocupados por lugareños, y uno por un argentino que miraba todo con la sensación de tener ojos recién estrenados. Cada segundo que pasaba era para mí la promesa de todo lo bueno que podía suceder al andar. El trayecto, que dura unas pocas horas, se transformó en días, semanas en mi cabeza, y el tiempo iba a la vez muy lento y demasiado rápido. Los segundos se escapaban mientras yo permanecía sentado mirando por la ventana las postales que pasaban cual déjà vu delante de mí. Las rutas amplias, el color gastado de las casas que asomaban entre parpadeos, las vías del tren que se bosquejaban en uno de los lados, las plantaciones de plátanos verdes, los racimos colgados en las entradas de los hogares de La ciénaga, toda y cada una de estas imágenes las conocía, sabía su historia y surgían con el tinte de las cosas que adoptamos como nuestras en el camino, y en el medio de mi ensoñación ante las ficciones que se materializaban, justo a la altura de un puente que cruzaba sobre “río de aguas diáfanas”, el freno repentino de la combi me indicó que Macondo estaba a la vuelta de la esquina.

Bajé, con la mochila sostenida de uno de los lados, y entré al negocio más próximo que vi. Un atado de cigarrillos después, estaba pidiendo indicaciones al dueño de la tienda sobre cómo llegar a Aracataca (soñar despierto tiene como desventaja que en muchas ocasiones la distracción te lleva a bajarte unas cuadras más adelante de donde deberías de haberte bajado).

El dueño me indicó el sitio donde estaban las mototaxis, y me dio un monto aproximado de lo que deberían cobrarme.

Diez minutos y 5.000 pesos colombianos luego, estaba a media cuadra de la casa donde Gabo había crecido. Sin terminar de soltar las imágenes de la ruta, con el temblequeo propio que aparece en los momentos especiales donde la adrenalina fluye más rápido que la sangre, me encontré caminando esas calles que tenían un perfume conocido. Dos cuadras a la derecha, tenía la plaza principal, a unas cuatro la estación de tren, una más arriba “La calle de los Turcos”, y con idéntico sentido de pertenencia, todo un pueblo colmado de voces familiares. El sopor del calor veraniego, la gente tomando el fresco de las seis de la tarde en las puertas de sus casas, la música que hacía temblar los cimientos al atardecer, y la casa, solemne, parada como un gigante delante mío.

Hace unos cuantos años tiraron abajo la residencia original para reconstruirla y transformarla en museo; su viejo hogar se derrumbó para que las nuevas paredes mostrasen a quien quisiera ver, como fue su niñez. La habitación de sus abuelos, el corredor de las begonias, el cuarto donde el coronel fundía los pescaditos de oro mientras él pintaba con acuarelas, el diccionario, libro fundamental en su vida de escritor, el patio original con el castaño de casi un siglo, la sombra de los arboles dibujada en la pared, el cuarto del fondo donde vivían los guajiros, y en todos los adoquines del suelo, y en todas las paredes nuevamente levantadas, la esencia etérea de los espacios mencionados en su novela más fabulosa, sigue aun saturando el lugar.

Hoy, domingo seis de marzo del año 2016, entre recuerdos que se detienen en el papel, y sentires que se graban en mis adentros, rindo homenaje a aquel que cumpliría 89 años de vida. Me llena de emoción observar en el presente las reminiscencias de aquel escritor de otras épocas, que trastornó los principios de la literatura en español, y supo crear inicios donde otros solo veían finales.

Haber llegado a Aracataca y pisado sus calles, jugando a disfrazarme al menos por unas horas de pariente lejano para escuchar las historias, y mezclarme con los descendientes de aquellos que quedaron inmortalizados en medio de las fábulas macondianas, y haber visto el mismo cielo atiborrado de estrellas que alumbraba las noches en la infancia de Gabo, fue el final de película en el cual todas las travesías decidieron culminar.