El mar estaba inundado de cuerpos extraños. Especie que no pertenecía a las aguas, sino al aire y al sol abiertos. Me era imposible ya conducir el submarino. Las 20.000 leguas habían quedado atrás. Aquel había sido un viaje normal entre los naturales habitantes del mar.
Ahora el transitar se hacía lento ante la espesura conformada por esos cuerpos extraños de brazos y ojos en ademán de saludo. Intuí que hacían señales, en tono de desesperación. ¿Era la Atlántida? Parecían cuerpos inanimados, casi se podían adivinar en ellos gestos humanos.
Pero no: todo no era más que una lacerante alucinación que me conmovía, un sueño aterrador que me presentaba esa masa carnívora, informe por momentos, como sumida en una agonía eterna.
-Esto es más fantástico y terrorífico que todo lo imaginado por usted, señor Verne.
-Tiene razón, capitán Nemo.
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