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Arte y Espectáculos 28 de junio de 2020

Veinte años sin Vittorio Gassman, un actor que parecía inmortal

Vittorio Gassman.

por Héctor Puyo

Un fulminante ataque cardíaco se llevó a los 77 años hace ya dos décadas, el 29 de junio de 2000, a Vittorio Gassman, un actor italiano icónico en el teatro de su país y el cine del mundo, cuya vitalidad y magnetismo hizo pensar durante mucho tiempo que era prácticamente inmortal.

Hijo de un acomodado negociante alemán y su esposa, descendiente de una familia hebrea de prosapia, era considerado uno de los mejores intérpretes italianos de todos los tiempos, capaz de encarnar a los héroes trágicos griegos o de Shakespeare e interpretar al mismo tiempo las criaturas más populares en lo que fue conocido en el cine como “comedia a la italiana”.

Ese movimiento inorgánico lo tuvo como figura esencial junto a Alberto Sordi, Nino Manfredi y Ugo Tognazzi -Marcello Mastroianni participó tangencialmente porque lo suyo era otra cosa- y directores como Mario Monicelli, Dino Risi, Pietro Germi y Luigi Comencini, con la única y excepcional continuidad de Ettore Scola, fallecido en 2016.

A esos nombres hay que agregar a guionistas de la envergadura de Ruggero Maccari, Tullio Pinelli, Rodolfo Sonego y la dupla integrada por Agenore Incrocci y Furio Scarpelli, personas de gran cultura, conciencia del trabajo en equipo y sólido posicionamiento político. Muertos todos ellos, la comedia a la italiana dejó de existir.

Había nacido en Génova el 1 de septiembre de 1922 y tuvo una larga carrera con títulos impares, obras grandes y películas menores, y para ello se inscribió en la Accademia Nazionale d’Arte de Roma, donde cursaron los grandes nombres de su país, pero debutó en Milán con “La enemiga” (1942), de Dario Niccodemi, un autor muy popular en nuestros teatros hasta la primera mitad del siglo pasado.

Con sus colegas Tino Carraro y Ernesto Calindri formó un elenco propio que frecuentó todos los géneros y que sorteó los prejuicios del público y la crítica por la calidad con que sus obras eran enfocadas y por el avasallador talento que Gassman comenzaba a despuntar.

Sus interpretaciones incluyen autores famosos del siglo XX y clásicos de William Shakespeare, Fiodor Dostoievski y los textos griegos, que profundizó con sus discípulos en su escuela de teatro de Florencia, donde se formaron muchos actores y actrices entre los más talentosos.

En el cine debutó con “Incontro con Laura” (1945), de Carlo Alberto Felice, y apareció en muchas películas, pero hubo dos que fueron esenciales: “Arroz amargo” (1949), de Giuseppe De Santis, en la que Silvana Mangano se recibió de sexy, y, sobre todo “Il sorpasso” (1962), de Dino Risi, su consagración absoluta y definitiva.

Ese filme alegre, melancólico y todavía vigente, radiografía de la sociedad italiana de la posguerra y el estado de bienestar, lo consolidó de alguna forma en un personaje que con variantes ya había presentado en “Los desconocidos de siempre” (1958) y “La gran guerra” (1959), ambas de Monicelli, e “Il mattatore” (1959), de Risi.

También tuvo una carrera internacional que lo llevó a Hollywood: “México de mis amores” (1953), con Pier Angeli y Cyd Charisse, “Rapsodia” (1954), con Elizabeth Taylor, “La guerra y la paz” (1956), junto a Audrey Hepburn y Henry Fonda, “Barrabás” (1962), con Anthony Quinn, y tuvo tiempo para casarse con la estrella Shelley Winters, uno de sus varios matrimonios legales, que duró solo dos años y le dio a su hija Vittoria.

En el cine tuvo la suerte de encontrar directores capaces de domar su natural efervescencia de origen teatral -Monicelli, Risi, Luigi Zampa- y desde “Il sorpasso” era raro que sus títulos no llenaran las salas de un público que sabía lo que iba a ver y lo disfrutaba.

Otros de sus títulos fueron “El juicio universal” (1961), de Vittorio De Sica, “Amores difíciles”, con dirección colectiva, “La marcha sobre Roma”, de Risi, “Alma negra”, de Roberto Rossellini (las tres de 1962), “Los monstruos” (1963), de Risi, con Tognazzi, “Hablemos de mujeres” (1964), primera colaboración con Scola, que lo volvió a dirigir en “Nos habíamos amado tanto” (1974).

Otros puntos altos fueron “La armada Brancaleone” (1965) y “Brancaleone en las cruzadas” (1969), de Monicelli, “En nombre del pueblo italiano”, de Risi, y “La audiencia” (1971), de Marco Ferreri, “Perfume de mujer” (1974), de Risi, que Al Pacino trató de empardar con Oscar incluido, en 1992.

También brilló en “Almas perdidas” (1976), de Risi, “El desierto de los tártaros” (1976), de Valerio Zurlini, “Los nuevos monstruos” (1977), de Risi, Monicelli y Scola, “Un día de boda” (1978) y “Quinteto” (1979), de Robert Altman.

Otros directores que lo tuvieron a cargo fueron Burt Reynolds, Tonino Cervi, Paul Mazursky, André Delvaux, Alain Resnais, Francesco Rosi, Barry Levinson y Jaime Camino, pero con quien se llevó de maravillas fue con Ettore Scola: en “La terraza” (1980), “La cena” (1998) y sobre todo la imperecedera “La familia” (1986).

Cada llegada de Gassman a la Argentina para presentarse en los escenarios era un acontecimiento que sacudía a todos, desde la primera ocasión en 1951, cuando con 29 años estuvo en el hoy desaparecido Odeón para presentar “Orestes”, de Vittorio Alfieri, con puesta de Luchino Visconti, y “Un tranvía llamado Deseo”, de Tennessee Williams, con Paolo Stoppa y Rina Morelli.

En esa oportunidad mostró su temperamento avasallador, cuya presencia le bastaba para abarcar el escenario y mantener a la platea en vilo como un mago, carismático, imponente, histriónico sin trampas, con esa voz templada que al mismo tiempo lanzaba puñales.

Al frente del Teatro Popular Italiano, su propia compañía, regresó en 1963 para presentar la antología “Il gioco degli eroi”, y ya en el estrellato internacional gracias al cine, en 1965 estuvo de nuevo en al país, filmó “Un italiano en la Argentina”, dirigida formalmente por Dino Rissi, y poco después cumplió una gira con “La solitudine”, junto a Paola Pitagora y el cantante Fred Bongusto, cuya voz parecía una prolongación de la suya.

Gassman se despidió varias veces del teatro y de Buenos Aires: dio un primer aviso cuando en 1987 actuó en “Poesía de la vida”, siguió con “Ulises y la ballena blanca” en el Coliseo (1992) y lo confirmó en 1999, cuando inauguró la segunda edición del FIBA con “El adiós del Matador”, donde su salud ya no le respondía del todo aunque la pasión que solventaba sobre el escenario era la misma de siempre.

Télam.