“Una traición mística”: lanzan antología con relatos de Alejandra Pizarnik
Es la pieza que faltaba para comprender los secretos del pensamiento y de la lírica de una autora esencial en la literatura del siglo xx en español y un mito literario más vivo que nunca.
Alejandra Pizarnik, destacada poeta argentina.
Alejandra Pizarnik es una de las escritoras en español más influyentes de la literatura de nuestro tiempo. Es la creadora de una escritura, en sus propias palabras, “densa y peligrosa”, pero también de una de las experiencias de lectura más revolucionarias que podamos encontrar. Una revolución, nos cuenta Gabriela Borrelli Azara en su epílogo, interna y profunda, cuyo movimiento conduce al enigma.
Esta antología recoge los mejores textos en prosa de Pizarnik, quizá la parte más desconocida de una obra en la que los géneros se transgreden constantemente. Así lo explica Luna Miguel en su prólogo: “Empeñarse en decir que esto no es poesía, ya lo verán, sería bastante discutible. […] Sus pequeños cuentos alucinados son largos poemas. Su teatro es una escenificación de su ritmo poético. Sus relatos largos o crónicas esconden todas las trampas y los trucos de su poesía”.
Editada por Lumen, “Una traición mística” es, en definitiva, un viaje asombroso, lúdico y a ratos delirante por el universo narrativo de Pizarnik, que nos regala las claves de su obra: la visión irónica y burlesca de la realidad y de sí misma, la reflexión sobre el lenguaje, la muerte, así como los límites entre la cordura y la locura.
El recopilatorio de relatos de Alejandra Pizarnik ha sido editado y prologado por la española Luna Miguel, con epílogo de la argentina Gabriela Borrelli Azara. Miguel es editora-at-large en Penguin Random House, escribe crítica literaria en Babelia, de El País, y es autora de varios libros de poesía y ensayo. Borrelli Azara, por su parte, es escritora, poeta, conductora de radio y gestora cultural, tiene un espacio de debate en Futuröck y ha escrito dos series de “Lecturas feministas” para divulgar el trabajo de escritoras canónicas.
Los textos reunidos en “Una traición mística” proponen un viaje por las facetas tal vez más desconocidas de Pizarnik: aquí encontraremos algunos de sus juegos palimpsésticos, esto es, de sus versiones y revisiones de textos clásicos –de Valentine Penrose a James Joyce, pasando por Natalie Barney o el Marqués de Sade–; así como un derroche de humor sexual, desenfadado, a la vez que cultísimo, que es la base de su pulsión como dramaturga; hallaremos escenas fascinantes de su viaje por España, en una crónica que resultará deliciosa para las lectoras y lectores que admiraron sus reflexiones sobre viajes en sus diarios; y veremos también algunas prosas poéticas que amplían su lírica, y con las que inventa casi un género literario propio, similar a un rezo oscuro, con el que honra a la vez que traiciona a todos los demás. Algunos de los textos reunidos en este volumen son Juego tabú; Niña entre azucenas; Una traición mística; La Condesa Sangrienta; Niña en jardín; Violario; La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa.
Resonancias entre poesía y prosa
La obra de Alejandra Pizarnik es un cuerpo en el que la poesía y la prosa laten al unísono, como si fueran los dos lados de un mismo espejo roto. En sus versos, lo poético se derrama en lo narrativo, en una suerte de combustión donde la forma se desdibuja y lo único que permanece es la herida, el grito sordo de la existencia, de su absurdo, del inconveniente de haber nacido. “Escribir es buscar el lugar en donde siempre falta algo”, dice la poeta María Negroni, especialista en la prosa pizarnikiana, y esa falta es el pulso que recorre tanto la poesía como la prosa de Pizarnik.
Si recogemos los pedazos del espejo roto, encontraremos que la prosa de Pizarnik es muchas veces una previa a su poesía, un campo de experimentación, que permite a la autora adelantarse a los temas que más tarde desarrollará en sus poemarios. Estos textos, la mayoría descartes de “posibles libros”, fragmentos no contenidos en sus diarios, o textos con los que colaboraba en revistas argentinas, convirtiendo el columnismo en un espacio de creación literaria poco común, a la manera de Alfonsina Storni.
Quien esté acostumbrado a su prosa diarística verá en los textos de “Una traición mística” una voluntad de romper los géneros, mostrando que ambos, poesía y prosa, son espacios posibles para la misma angustia y belleza. César Aira señala que “su poesía es el diario de una conciencia”, y esa conciencia también habita su prosa, tan densa de imágenes como de silencios, como si escribir fuera un acto de desposesión donde cada palabra, en cualquier género, fuera el intento fallido de decir lo imposible.
Con todo, la prosa pizarnikiana tiene un elemento transgresor, el del humor, que sí difiere del resto de sus escrituras. Son especialmente las prosas que escribió tras su regreso definitivo a Argentina las que más llaman la atención. En su etapa de madurez, ella decidió experimentar, probando una escritura alocada pero cultísima, semejante a la de un James Joyce enfebrecido. Aquí la lectora encontrará sexo y escatología, y una manera de narrar absolutamente radical, aunque consecuente con su búsqueda lírica y con su filosofía. En definitiva, el humor de Alejandra Pizarnik es como una trampa que te atrae suavemente y, de repente, te muerde. Es un chiste ahogado en la ironía, casi siempre dirigido hacia sí misma. Pizarnik convierte la fragilidad de los poetas en el chiste último, un guiño de complicidad con sus fantasmas, como si, al final, reír también fuera una forma de romperse.
Alejandra Pizarnik. © Sara Facio
Extractos del libro
A continuación, un adelanto de uno de los textos reunidos en “Una traición mística”, titulado “Intento de prólogo al estilo de ellos, no del mío”:
Nada en suma. Absolutamente nada. Nada que no salga del carril cotidiano. La vida no fluye ni incesable ni uniforme: no duermo, no trabajo, no paseo, no hojeo al azar algún libro nuevo, escribo bien o mal —seguramente mal—, con impulso y con desmayo. De rato en rato me tumbo en un diván para no mirar el cielo, añil o ceniza. ¿Y por qué no habrá de surgir de improviso lo impensado, quiero decir el poema? Trabajo noche tras noche. Lo que cae fuera de mi trabajo son dádivas de oro, las únicas estimables. Pluma en mano, pluma en las cuartillas, escribo para no suicidarme. ¿Dónde nuestro sueño de absoluto? Diluido en el afán diario. O acaso, a través de la obra, hacemos esa disolución más delicada.
El tiempo transcurre. O, más exactamente, nosotros transcurrimos. En la lejanía, cada vez más próxima, la idea de un trabajo siniestro que he de cumplir: la corrección de mis antiguos poemas. Fijar la atención en ellos equivale a volver a lo mal andado, cuando ya estoy caminando hacia otra parte, no mejor pero sí distinta. En un libro informe quiero detenerme. No sé si ese libro mío realmente me pertenece. Forzada a leer sus páginas, me parece que leo algo escrito por mí sin darme cuenta que era otra.
¿Podría escribir hoy del mismo modo? Me descontenta, siempre, leer una antigua página mía.
La sensación que experimento no podría definirla con exactitud. ¡Quince años escribiendo! Desde los quince años con la pluma en la mano. Fervor, pasión, fidelidad, devoción, seguridad de que allí está la vía de salvación (¿de qué cosa?). Los años pesan sobre mis hombros. No podría yo escribir así al presente. ¿Había en esa poesía la asombrada y silenciosa desesperación de ahora? Poco importa. Todo lo que quiero es volver a reunirme con las que fui; el resto lo dejo a la ventura.
Cantidad de imágenes de muerte y de nacimiento han desaparecido. El destino de estas prosas es curioso: nacidas de la desgracia, sirven, ahora, para que otros se entretengan (o no) y se conmuevan (o no). Acaso, después de leerlas, alguien que yo sé me querrá un poquito más. Y esto sería bastante, es decir muchísimo.
***
Y un fragmento del relato titulado “Violario”:
De un antiguo parecido mental con caperucita provendría, no lo sé, el hechizo que involuntariamente despierto en las viejas de cara de lobo. Y pienso en una que me quiso violar en un velorio mientras yo miraba las flores en las manos del muerto.
Había incrustado su apolillada humanidad en la capital de mi persona y me tenía aferrada de los hombros y me decía: mire las flores… qué lindas le quedan las flores…
Nadie hubiera podido conjeturar, viendo mi estampa adolescente, que la vetusta femme de lettres hacía otra cosa que llorar en mi cuello. Abrazándose estrechamente a mí, que a mi vez temblaba de risa y de terror.
Y así permanecimos unos instantes, sacudidos los cuerpos por distintos estremecimientos, hasta que me quedó muy poco de risa y mucho de terror.
Seguí mirando las flores, seguí mirando las flores… Yo estaba escandalizada por el adulterado decadentismo que ella pretendía reavivar con ese ardor a lo Renée Vivien, con ese brío a lo Natalie Clifford Barney, con esa sáfica unción al decir flores, con ese solemne respeto greco-romano por los chivos emisarios de sus sonetos…
Entonces decreté no escribir un solo poema más con flores.
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