El lector que escribe un diario lee dos novelas de Marcial Gala, un autor que no sólo cuenta sino que también canta. Lee “La catedral de los negros” y “Sentada en su verde limón” en el orden en que se publicaron aquí, inverso al de la aparición en Cuba. Son dos canciones distintas: la primera, un potente poema coral; la segunda, una triste balada de amor. Cualquiera de las dos, piensa el lector que escribe un diario, bellas.
“La catedral de los negros” tiene algo de los cuadros holandeses: una escena en la que una gran cantidad de personajes desarrollan sus acciones cotidianas. Una escena que transcurre en un barrio pobre de la ciudad cubana de Cienfuegos, del que sus habitantes pueden decir que “ya desde entonces no teníamos futuro. El que cae en este barrio, no sale”. Una escena que pone en marcha a una multitud de voces que, sumándose, superponiéndose y, a veces, contradiciéndose, arman la historia.
En realidad se trata de dos tramas: la que involucra el proyecto de Arturo Stuart de construir un templo evangelista en Punta Gótica y la carrera criminal de El Gringo, que involucra a varios de los personajes que cuentan su versión en la novela.
Aunque básicamente el encanto del libro está en el cómo se cuenta: los vecinos que relatan a modo de testimonio qué pasó desde que “un día llegaron en un viejo camión Ford con chapa de Camagüey a Punta Gótica” los Stuart: el pastor, su mujer y sus tres hijos. Y esa intrusión en la vida cotidiana de una barriada marginal de Cienfuegos pone en marcha la máquina de contar. De todos lados surgen voces y esas voces tienen una tonada caribeña que encanta, aunque el lector que escribe un diario, desde el frío del Atlántico sur, tenga que aguzar el oído para entender la marejada de palabras y los giros cotidianos, coloquiales, adivinadamente groseros, siempre sabrosos.
En este sentido, leer La Catedral de los Negros es ampliar la frontera lingüística para meterse en un universo “universal”. El viejo apotegma de “pintar tu aldea” se extiende, entonces, a “hablá tu lengua”.
Bajo el impulso de Arturo Stuart, en Punta Gótica comienza a construirse una catedral. Con donaciones, préstamos y el trabajo voluntario de los fieles cienfueguinos. De la misma manera, con las voces donadas, prestadas, voluntarias de los personajes, se va construyendo esta historia, como una catedral que crece hacia la desmesura. Con la diferencia de que la palabrería continua y permanente que va leyendo el lector a medida que avanza hacia el final, conforma un esquema meticulosamente organizado, donde Gala no sufre el destino de Rogelio Roca Cuervo, el arquitecto al que el proyecto se le va de las manos.
Tras su habla colorida y desprejuiciada, tras el sentido del humor y del sarcasmo que hace de primera capa reconocible en la lectura, los personajes hablan desde el destino y el desaliento, desde el desánimo y el dolor de un hecho vivido que los atraviesa, como los atraviesa Cuba, el período especial, la pobreza. Un mundo en el que hablan los vivos y los muertos, un mundo lleno de poetas y artistas que buscan al hablar, producir las catedrales del futuro, como menciona el epígrafe de Lezama Lima.
El lector que escribe un diario copia la última intervención de Berta, cuando después del apocalipsis del planeta lleguen extraterrestres y vean los restos de la catedral: “Pensarán que un día fue el templo principal de una ciudad de seres felices y que por sus pasillos corrieron los hijos de los feligreses, y al cabo del tiempo, ¿acaso importará que no haya sido así?”. El relato es como la catedral: inconcluso en tanto abierto a la polifonía y a la proliferación del sentido.
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