Que la oposición política y los problemas de imagen del Gobierno se circunscribieran a los ataques de una Cristina Kirchner que canta loas al venezolano Hugo Chávez mientras jueces argentinos le embargan bienes y procesan a sus funcionarios por delitos de corrupción y lavado de dinero, constituiría el summum para la Casa Rosada. El kirchnerismo se desintegra y la expresidente se amarra al espectro de Chávez justo en el momento en que los venezolanos se hunden con la herencia del caudillo: inflación, escasez, arbitrariedad. Pan con pan.
Pero, si bien una cuerda importante de la comunicación oficial (y la paraoficial) se esfuerza en polarizar con el cristinismo y en describir su herencia y sus hazañas crematísticas, el verdadero problema del Gobierno es el presente (explicar su propia gestión de los graves problemas recibidos) y el futuro inmediato (ofrecer una descripción sugestiva del camino a seguir que vaya más allá de las buenas intenciones).
Parte de ese intríngulis es afrontar el dilema del ajuste de la economía en la antesala de un año electoral y asegurarse una atmósfera de paz social y gobernabilidad mientras el propio oficialismo es reticente al escenario de un acuerdo político y social explícito. Todo ello en el marco de una sociedad golpeada por la inflación y ansiosa de gestos fuertes de la Justicia. No es tarea simple.
Señor Presidente
“Se acabó la joda” anunció el domingo 24 Mauricio Macri en conversación televisada con Jorge Lanata. Tres días después intercambiaba bromas digitales con Marcelo Tinelli en Olivos, obviamente multiplicadas en las redes y amplificadas en los medios tradicionales.
La comunicación oficial ha tenido que echar mano intensivamente a su principal recurso: la figura presidencial.
En la última semana Macri atendió a columnistas, periodistas, conductores y animadores de alto rating para hablarles sobre todo (aunque no exclusivamente) de las tarifas de energía, de la necesidad de consumirla moderada y racionalmente. Y, claro, de la herencia recibida. La Casa Rosada lee encuestas y atiende con inquietud el humor social, que, aunque no le ha cortado el crédito al titular del Ejecutivo, muestra preocupación por la inflación y los aumentos y les viene bajando la nota a los ministros.
Dos semanas atrás, en esta columna se señalaba la ausencia de “figuras fuertes en el gabinete, capaces de absorber con envergadura situaciones críticas” de modo de preservar al Presidente. Es probable que esa ausencia haya sido inspirada por una concepción de la política de baja intensidad que ha venido imperando en el Pro. La consecuencia, en cualquier caso, es que, ante tormentas fuertes, no hay pararrayos y es Macri en persona quien tiene que salir a la intemperie. No debería sorprender, entonces, que muchas veces se lo observe cansado. El país es grande, los problemas son muchos y el mayor peso del Gobierno nacional recae sobre el Presidente: él tiene que arbitrar entre ministros y funcionarios que no siempre coinciden en las propuestas y él tiene que salir a defender las decisiones más controvertidas. Las redes sociales no son suficientes.
Por cierto, la centralidad presidencial es una marca genética del poder en la Argentina, en modo alguno un invento de este gobierno, que más bien asume el hecho con sorpresa y reticencia. En la hoja de ruta que traía Cambiemos, la consigna ponía el eje en la frase “hay equipo”: una red de mediaciones técnicas y de gestión elaboraría insumos para que un pequeño comité coordinado por el jefe de Gabinete y conducido por el Presidente tomara decisiones.
Cambio de planes
En ese programa, se aspiraba a dotar a la figura presidencial de rasgos cotidianos y familiares; discurso público esporádico aunque apariciones circunstanciales frecuentes, procurando el tono coloquial, alejado del dramatismo y bien diferenciado del estilo sobreactuado de su predecesora.
Pero la realidad condujo al Presidente a hacerse cargo de más tarea que la imaginada.
En parte, por fuerza (la sociedad necesita la explicación de la autoridad acreditada por el voto; los jugadores económicos o sociales no quedan satisfechos negociando sólo con las partes de un equipo que no son las que tienen la decisión final: aspiran a conocer la palabra definitiva del árbitro). Pero también por elección propia.
El caso del fútbol pertenece a la última categoría. Macri quiso operar personalmente no sólo para enderezar el rumbo de una actividad que interesa a multitudes, consume recursos públicos y está institucionalmente hundida en una ciénaga, sino porque no ignora que el fútbol constituye una formidable plataforma de lanzamiento a la política.
Lo sabe por experiencia propia: de presidente de Boca él llegó jefe de gobierno de la Capital primero y, finalmente, a la Casa Rosada.
Una broma para Tinelli
El encuentro con Marcelo Tinelli esta semana tiene ese trasfondo. Tinelli había jugado para ser presidente de la Asociación del Fútbol Argentino y Macri prefería que eso no ocurriera. No ocurrió.
También Hugo Moyano quería llegar al trono de la AFA y vio frustrado ese deseo, que no coincidía con los deseos de Macri.
Es comprensible que el Presidente observe con prevención el ascenso a una posición de influencia de personas que ya acumulan mucho poder en sus esferas: el sindicalismo, en el caso de Moyano, los medios, en el de Tinelli.
Cualquiera de ellos que sumara el poder sobre el fútbol podría adquirir grados de autonomía e influencia inquietantes para un gobierno que todavía, si bien se precia de haber conseguido -para decirlo con una imagen del propio Macri- “frenar la caída del avión”, aún lucha por hacerlo empinarse y volar. La inflación pesa mucho, el combustible de la inversión no llega, la producción sigue frenada.
Las gastadas de Tinelli en su programa a la larga o a la corta pueden generar el desgaste de sus víctimas. El Presidente puede obstruirle al animador su acceso al sillón de la AFA, pero Tinelli cuenta con la artillería de su rating y sus imitadores. Macri tuvo que refugiarse en el clinch: una invitación a Olivos, una hora de conversación sin testigos (“Hablamos de Todo”, tuiteó el animador) y un intercambio de máscaras virtuales para las redes.
¿Aquí no ha pasado nada? Se verá. Tinelli, en principio, hizo su aporte: el Macri que dibuja en su programa ahora habla mejor, tiene los pantalones puestos y difunde los mensajes oficiales. Evidentemente era indispensable la intervención presidencial.
Los problemas persistentes y los riesgos potenciales obligan, así, a Macri no sólo a conducir la comunicación oficial, sino a protagonizarla, a ocupar el centro de la escena (o del ring). A dar y recibir. O viceversa.
Esa joda no se acabará rápidamente.
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