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Cultura 25 de abril de 2016

Un personaje desmesurado

Por Gabriela Urrutibehety

www.gabrielaurruti.blogspot.com.ar

El lector que escribe un diario lee “Los papeles de Puttermesser” de Cynthia Ozick y encuentra uno de esos personajes desmesurados, que se imponen por encima de la narración que los crea. Como Don Quijote, como Ignatius Reilly, dos nombres que se le imponen al lector como parientes cercanos de Ruth Puttermesser, surgidos de prosas potentes en las que lo cómico es un modo de plantarse ante la realidad.
La novela está armada a partir de cinco episodios de distintas etapas de la vida de la protagonista, incluyendo su entrada y permanencia al paraíso después de muerta. Puttermesser es una abogada judía, soltera y solitaria, cuya principal actividad es leer y su mayor patrimonio es lo que cabe en su mente. Todo lo demás es fracaso.
La primera parte la ubica, a los 34 años, en una sórdida oficina municipal, como contracara de un personaje de Kafka al que el narrador le ha quitado a lo trágico su sentido mítico, para imponérselo desde una mirada cómica. De su primer trabajo la echan y ella descubre que “era reemplazable; esa mañana había contratado a un negro inteligente”: por ahí va el tono.
La vida en la Alcaidía, un monstruo que describe como un organismo vivo, con sus propias reglas y sus funcionarios corruptos, es el marco de acción de la primera parte. Puttermesser es poco más que un cerebro que imagina (anticipa) el Edén como un lugar en el que “leerá libros de no ficción durante la eternidad; y todavía le quedará tiempo para la ficción!”.
La segunda parte narra el corazón de la desmesura del personaje: como Alonso Quijano crea a Don Quijote, Puttermesser crea un golem, en realidad, una golem. Claro que, a diferencia del personaje de Cervantes, no desaparece fundida en su criatura sino que la convierte en la herramienta con la que pelear contra su principal enemigo: el sistema burocrático. Así que con esta muñeca de barro a la que le insufla vida –tal como narra la tradición judía- cumple su sueño de ser alcadesa de Nueva York y transformar totalmente la ciudad. “Nadie rompe, nadie saquea. Nada ni nadie sufre daño”: la ciudad es (¡otra vez!) un Edén. La luz de la razón –Puttermesser se convence de que los creadores de golems “no eran visionarios, magos o brujos” sino “totalmente realistas”- se cierne sobre Nueva York con la ayuda de la alcaldesa y su ayudante, quien elige el sugestivo nombre de Jantipa, la esposa de Sócrates, conocida por ser una mujer de armas tomar.
Pero “el Edén se hunde por sobrecarga de sí mismo” y la golem se destruye por apetito sexual. Puttermesser, que creó a Jantipa luego de que su amante la abandonara, debe destruir su criatura cuando ésta es poseída por una fiebre erótica incontrolable.
A los 50 y tantos, Puttermesser se casa con un hombre más joven. Un casamiento que intenta reproducir la vida de los escritores George Eliot y George Lewes así como la de su discípulo Johnny Cross, con quien Eliot se casa al morir su marido. Reproducción de reproducción: el marido de Puttermesser se dedica a pintar reproducciones de cuadros famosos que luego son reducidas y reproducidas en postales. Toda la tercera parte habla de esta proliferación de Pierres Menard ante espejos enfrentados. Siempre, claro, en nombre de la razón, el estudio y la lectura de libros.
La cuarta parte introduce en la narración a una prima moscovita, a quien Puttermesser aloja como una refugiada, una manera de saldar las cuentas de su padre que abandonó a su familia a su suerte en la Rusia stalinista y lloró por ello en Nueva York. En uno de los capítulos más delirante, la prima rusa pondrá a Puttermesser frente al fracaso de su vida y a la más pura soledad, al tiempo que no se priva de retratar la vacuidad ridícula del ambiente que la rodea.
Finalmente, Puttermesser muere y va al paraíso, un lugar donde cumple sus asignaturas pendientes: casarse con su primer amor, tener un hijo. Pero el Edén, la eternidad, paradójicamente está bajo el lema de Salomón: “Esto también pasará”. Un Paraíso donde reina el cambio y la mutación, perpetuamente. El lector que escribe un diario no resiste la tentación de copiar uno de los párrafos finales, cuando Puttermesser “ve el alfabeto que huye tratando de no ser inventado. Ve la ciencia que anhela ser alquimia. Ve a un joven con barba, que aferra un libro donde está escrita la historia de la humanidad, llorando porque lo han transformado en un dios; lo ve llorando ante el fruto muerto de su apoteosis”.



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