Un paseo por la República de Barracas
La nostalgia pinta este relato. Su autor rememora espacios y rincones de un lugar emblemático de la ciudad de Buenos Aires. Viajes en tranvía, bares y personajes arquetípicos.
Por Sebastián Jorgi
Para Antonio Requeni y Adriana Pincetti
Barracas, con tu caprichoso gris, dice el tango del canta-autor Adrián Oberti. ¿Qué otro color puede tener Barracas? Parece ser que el humo de sus chimeneas aún se expande sobre su cielo y que el halo del riachuelo impregna sus calles. Si uno baja por las perpendiculares – Australia, Suárez o California – la geografía del medio siglo pasado aflora, caprichosamente gris, entre casonas y conventillos.
Apelo al recuerdo de don Enrique Puccia, su insigne historiador, porque la República de Barracas puede palparse en el aroma a chocolate o a café, o a galletitas recién elaboradas. O bien al tropezarse con algún viejo mercado. Para mí entonces nada es gris, ese gris que puede significar tristeza, no: ¿cómo olvidar las citas en La Banderita de Montes de Oca y Suárez? ¿O la cervecería de los alemanes al costado del puente o los bodegones llegando a Azara e Iriarte o a Coronel Salvadores?
La autopista 9 de Julio hoy semeja una cuchilla que corta en dos a Barracas, desde la Casa Cuna hasta el Puente Pueyrredón, perdón, Barracas –. Desde arriba puede verse las cúpulas de Santa Lucía, Santa Felicitas o San Antonio María Zaccaría. O la antigua estación Hipólito Yrigoyen.
Si uno se para aquí, en el andén, se aprecia la escuela Nieves Escalada de Oromí en San Antonio al 600, entre Iriarte y Río Cuarto. La velocidad de los autos por la autopista contrasta con la quietud de los conventillos y casitas viejas, con macetas curioseando en los balcones.
Yo camino y camino Barracas, para revivir aquel tiempo de fondas como La Yumba de Herrera y Brandsen, frente al majestuoso águila de piedra de una fábrica de chocolates. Me meto en la estación de tranvías en Río Cuarto y voy por la otrora Calle Larga hasta Martín García o Ituzaingó, donde estaba el boliche de “Los sanjuaninos”.
La globalización no ha triunfado todavía sobre el gris de Barracas y sus cafés de malevos de historieta: el barrio de Eduardo Arolas siempre está.
Recuerdo mis viajes en tranvía 3 desde la esquina de mi casa (Pringles y Salta, Lanús Este), cuando yo trabajaba en la Fábrica Águila Saint Hnos de Herrera 855, casi llegando a Suárez. Esta esquina inspiró mi Tango “Para Barracas” que tiene música de mi hermano Adrián Oberti (en aquel tiempo firmaba Alberto Lander).
Dos cuadras más adentro, estaba el café “La Banderita” de Montes de Oca y Suárez, donde llegué a ver reunidos a Cátulo Castillo, Joaquin Gómez Bas, César Tiempo y Julián Centella, entre otros. Yo me sentía como un polizón, escuchando en mesa contigua lo que conversaban, hasta que un día me deschavé con César Tiempo (que iba a la Escuela Argentina de Periodismo donde yo cursaba) y me acercó a Julián Centella.
Yo había entrado a trabajar en el Águila un 13 de diciembre de 1961 y no había rincón de Barracas que no conociera, bodegones de piso de madera y estaños, cervecerías alemanas, fondas de papel blanco y pizzerías clásicas como “Los campeones”, “Cinco y Cinco” y “El Tuñín” (en Montes de Oca casi Martín García), no debe confundirse con la de La Boca.
Años después, a fines de 1966, tuve la ocasión de conocer a Mario Luis Descotte, quien me corrigió y publicó un cuento en la Revista de la Unión Personal Civil de la Nación. Un cuento rosa, con el título “Un día de vida”, un pecado original escrito a los 23 años.
Al tiempo, me entero que Mario Luis Descotte (narrador, poeta y dirigente de SADE central) resultó ser hermano de María Herminia Descotte, madre de Julio Cortázar. Las vueltas de la vida, de esta vida literaria llena de vaivenes y matices, grises y también de colores vivos.
Hablando con Antonio Requeni, con quien suelo reunirme ya que compartimos el mismo barrio, me confirma que conoció a Descotte, del que encuentro una foto en el libro de Antonio “Cronicones de las Peñas de Buenos Aires”, editado por Corregidor hace unos 20 años.
En mi novela “Gotángel” me explayo sobre aquella época de los 60 en Barracas, con personajes imaginados y otros calcados por mi observación desde la ventana de los boliches o de mis paseos por los mercados, donde los tanos verduleros y puestos de pescaderías tallaban a diario.
Ya a fines de los 60, me reunía con compañeras del Profesorado Mariano Acosta a estudiar algunas materias, allí por Hornos y Olavarría. Y sí, siempre Barracas, a través del tiempo. Con el poeta Héctor Miguel Ángeli—que vive en La Boca—solemos recordar lugares y cines, qué él con su memoria me ha mencionado.
El pasaje Jénner (borrado por la autopista), por ejemplo, tenía un almacén y despacho de bebidas, piso de madera y estaño.
Cómo no recordar el Normal 5, en Arcamendia, a la que he llamado la cortada blanca, plena de guardapolvos que portaban futuras maestras, bonitas pibas de delantal que desparramaban sus voces alegres, bromeando a la salida camino a Suárez para cruzar la calle Salmún Feijóo.
Y la Escuela de Artes Gráficas en Martín García, donde ha llegado a estudiar en esta época mi hijo Pablo.
Y sí, parece que Barracas siempre está y sigue presente en mi vida, desde muchachito, en las incursiones primerizas cuasilunfardas, aún como letrista de baladas o tangos.
Temas que si bien no trascendieron, formaron parte de una bohemia que culminaban en “La casa del Tango”(Corrientes y Talcahuano) donde sí entablé una relación más cercana con Cátulo Castillo. Allí paraba el maestro Edgar Spinazzi, Héctor Negro, Osvaldo Avena, Alfredo Carlino(el autor de “Chau Gatica”) y mi hermano Alberto Lander. Música y poemas en noches inolvidables.
Después de esta digresión, necesaria se me ocurre, ya que con el correr de los años compuse con Julio De Caro el tango “Para Cátulo”, editado por Julio Korn… vuelvo a Barracas, que todavía está impregnado de gris y del olor a Riachuelo sucio y que espera ser limpiado, gobierno a gobierno. Vuelvo, a través de esta recordación.
Uno de los encuentros últimos más emotivos fue en el 2003, en el Loft del artista plástico Pérez Celis, en California y San Antonio. Me mostró en la Biblioteca un par de libros de mi autoría, acompañados de otro par de Luisa Mercedes Levinson. Precisamente, la escritora de “La casa de los Felipes” me lo había presentado en los 80 en su casona de Belgrano.
Me regaló algunos pósters y una ilustración para mi novela “Gotángel”, aún inédita en aquel momento. Invitó a mi hijo Pablo -a quien había ido a buscar a la salida de la Escuela de Artes Gráficas– con un choripán y tomamos un café.
Sí: siempre regreso a Barracas. Porque el barrio de Eduardo Arolas siempre está.
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