I.
– ¿Por qué la juventud sería un valor en sí misma? –preguntó el funcionario.
– Porque trae una perspectiva nueva del mundo, no tiene los prejuicios ideológicos del pasado, e impulsa el movimiento de las sociedades hacia un futuro mejor –le respondió su joven interlocutora.
– ¿No le parece que eso tiene más que ver con las virtudes de cada persona que con la edad que tienen?
– Pero ser joven puede aportar a su gestión herramientas innovadoras, que usted no conoce porque…
– ¿Porque soy viejo?
– Porque es de otra generación.
– ¿Qué edad tiene usted?
– Voy a cumplir 30.
– ¿Y quién será dentro de 10 años?
II.
Históricamente variable, la cuestión de la edad siempre ha sido un argumento para la valoración de las personas: hubo un tiempo en que había que venerar a los mayores, otro en el que empezaron a molestar, pero todavía vivía en ellos la sabiduría, y se los consultaba; y también está la perplejidad de hoy, que la gente vive mucho tiempo, todavía está sana, pero con relativo espacio social.
Hay un discurso frecuente, hoy revitalizado, que sostiene que la juventud es una dignidad en sí misma. Se utiliza, incluso, como “valor de marca” para empresas y también para los gobiernos, sus funcionarios, y sus iniciativas. En todo el mundo el promedio de edad de las autoridades ha bajado considerablemente, y eso se expresa como un signo de virtud.
En la gestión pública que se valúa moderna y eficiente, los perfiles de funcionarios tienen –con excepciones, pero casi de manera excluyente- dos características centrales: la juventud y la hiperprofesionalización. En la primera línea del gabinete nacional, por ejemplo, hay dos ministros que no han cumplido los 40 años: Marcos Peña y Fernando De Andreis; Carolina Stanley cumplirá este año 41; otros cinco aún no tienen 50 (Triaca, Frigerio, Esteban Bullrich, Garavano, Dietrich) y Avelluto los cumplió hace apenas unos meses.
Algo similar ocurre en la Provincia de Buenos Aires, en donde la propia gobernadora tiene 42, Federico Salvai tiene 39, Fabián Perechodnik tiene 42, Hernán Lacunza 47, y siguen los nombres. Todos con un alto grado de profesionalización en sus especialidades, estudios en el exterior y carreras de posgrado.
Está claro que ambos gabinetes no se habrán reunido en torno al único criterio de la edad, sin embargo, en las valoraciones propias de sus protagonistas la variable de la perspectiva joven está expresada como una fortaleza. Parece haber algo de exageración, y hasta cierta impostura, en las bondades de la juventud, entendida como un baluarte sin diferencias específicas. Como una virtud que se poseyera por la simple pertenencia cronológica. Esa virtud de la jovialidad trae, incluso, una estética y un comportamiento: una manera de vestir, un decir, y –quizá los más llamativo- se vuelve un fin en sí misma.
Algo cambió: hoy la noción de juventud está por encima de la de experiencia, que reinaba hace años en las solicitudes de los empleos más calificados. Miles de jóvenes protestaban que jamás recabarían experiencia si no se les daba la oportunidad de comenzar, porque ese requisito excluía. Aquella apelación a los años de trayectoria suponía otra forma de reduccionismo: quien mucho ha vivido no necesariamente es asistido por ninguna virtud, ni tiene por ello las herramientas para actuar con solidez.
Plantear las virtudes y los defectos en términos generacionales es un error que recuerda a la novela de Adolfo Bioy Casares “Diario de la guerra del cerdo” (1969), en la cual la vejez es despreciada por ser el lugar de la decadencia, y hasta de la repugnancia, la juventud se impone cómodamente en la tarea de exterminar ancianos, y goza de una victoria casi segura. Pero esa superioridad encierra una trampa: matar a un viejo es matarse a uno mismo en el futuro, “una forma de suicidarse”, dice Bioy. Es una escupida que tardará poco en caer del cielo.
“Un lugar para vivir cuando seamos viejos” es el título de la muestra de Ana Gallardo, que acaba de inaugurarse en el Museo MAR, y que no tiene que ver con estas cuestiones. Sin embargo, es una bella frase que encierra una preocupación, una promesa: la anticipación de la vejez durante la juventud, la incómoda premonición de ese tiempo, de esas condiciones que tendremos (y seremos) cuando la prepotencia de ser jóvenes nos quede atrás.
III.
– ¿Cómo dice?
– En 10 años usted será otra.
– No le entiendo, disculpe.
– No hay nada que pueda llamarse “los jóvenes”. Una edad nunca es una virtud, porque las virtudes no son generalidades, sino que son disposiciones estables y específicas.
– Entonces ser viejo tampoco lo es.
– No, no lo es.
– Bueno, estamos a mano…
– No se crea. Yo ya aprendí que tener 25 años es una ventaja que pasa muy rápido; en cambio, el ejercicio del pensamiento, esforzarse por distinguir la belleza en el caos, o aprender a conjugar bien los verbos duran para siempre. No se olvide de empezar por ahí.
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