Un golpe mortal a la ilusión que genera el superclásico
Los marginados volvieron a imponer su ley, destrozando un espectáculo maravilloso de una manera que causa dolor, impotencia e indignación.
Con el transcurso de las horas resulta más difícil creer y aceptar lo que pasó. Y por qué pasó. No podrá afirmarse esta vez que el desastre fue ocasionados por unos pocos, aunque la chispa que encendió la llama sí que la originó apenas un puñado. Sólo que después, todo se salió de control en cuestión de segundos. Y si bien estuvieron lejos de ser mayoría, los involucrados en los serios incidentes fueron unos cuantos, de uno y otro lado.
Difícil (e irrelevante) será determinar quién empezó, más allá de que una vez calmadas las aguas, hubo acusaciones cruzadas, responsabilizando al “otro bando”. Como sea que haya sido, un desastre por donde se lo mire.
La fiesta en las tribunas era completa, porque “milrayitas” y “tricolores”, esos hinchas genuinos que fueron a disfrutar de un clásico único, como no hay otro en el país, le habían aportado el marco ideal a lo que intentaron mostrar en la cancha los jugadores de ambos equipos (de comportamiento ejemplar, por otra parte).
Las provocaciones se iniciaron en el sector VIP del Polideportivo “Islas Malvinas”, que hizo las veces de “pulmón” para separar ambas parcialidades. La intervención de un insuficiente cordón policial hizo pensar que todo iba a quedar allí. Pero no. Bastó que uno de cada lado se atreviera a dar un paso más, y los insultos fueron reemplazados por los golpes.
El éxito de un operativo de seguridad depende tanto del número de efectivos como de su correcta ubicación y utilización. En esta ocasión, algo falló, más allá de la injustificable postura bélica de los inadaptados sociales que nunca faltan.
En el intento por ahogar el incipiente foco de violencia en el sector VIP, se descuidó el sector alto del estadio. Por allí cruzaron ambas parcialidades para encontrarse en el medio. Cuando reaccionaron los uniformados ya era tarde. El choque se produjo justo frente al sector de cabinas y pupitres de prensa. La turba enceguecida pasó -literalmente- por encima de los periodistas, arrojando objetos, sillas, destrozando butacas del estadio y golpeándose a mansalva. Un pandemónium que pudo haber sido incluso peor, porque agentes del orden ubicados en otro sector, afortunadamente, contuvieron a buena parte de la barra “milrayitas” que intentaba llegar por el anillo perimetral.
El saldo fue grotesco. Policías y simpatizantes heridos, daños materiales (que se podrán reparar) y daños a la ilusión (en este caso, irreparables). Los dos clubes quedaron expuestos a posibles denuncias y sanciones porque lo que sucedió fue realmente grave.
Ni la municipalidad (a través de la estrecha colaboración que prestaron el Emder y el Emturyc), ni los dirigentes de ambas instituciones, ni los jugadores, ni la gran mayoría del público, ni el básquetbol merecían este desenlace.
Acaso sea una utopía pretender que aquellos que solamente pregonan el camino violento puedan discernir que le aplicaron un golpe mortal al mejor clásico posible. Un enfrentamiento que por historia y el peso propio de ambas instituciones, representa hoy por hoy lo máximo dentro del alicaído producto que es hoy el básquetbol profesional argentino (por un montón de razones que ahora no vienen al caso).
Cuesta. De verdad cuesta mucho seguir. Pero lo último que se puede hacer es bajar los brazos. Defender la mística y mantener siempre viva la llama de todo lo que significa esta particular rivalidad (la bien entendida y bien interpretada) tiene que ser una bandera. Que los marginados no impongan su ley. Y que este desenlace atroz no haya sido el certificado de defunción para el amado superclásico. Ojalá.
De la fiesta, no quedó nada.
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