Por Sebastián Chilano
En Entre Ríos, unos días después de la Noche Vieja y dos semanas pasadas del solsticio, tres caballos entraron en el campo de mi suegra. Eran las doce y poco más de la noche y la reunión que se prolongaba (como todo siempre se enlentece y prolonga en Entre Ríos) se vio interrumpida por la furia de los perros. Cuando nos asomamos del quincho no vimos ningún auto desandando el camino, no vimos luces ni visitas, no había excusas para el ladrido y sin embargo los perros ladraban enloquecidos bajo una luna creciente y la ausencia del viento. Uno de nosotros vio los caballos y los señaló. Yo no vi nada. Otro confesó que se había olvidado de cerrar el portón. Había que salir, sacarlos del campo y cerrar la tranquera. Uno salió así, como estaba, rumbo a donde los perros ladraban, otro se fue a buscar una linterna antes de meterse al monte y yo bajé con las mujeres por el camino de pedregullo, alumbrando a la noche con esa mísera luz que sale de la parte de atrás de los teléfonos modernos y que tiene el descaro de llamarse linterna. Los perros se dispersaron, el que salió sin nada en las manos se perdió en la oscuridad del monte y entonces los vi. Y fue hermoso. Sinceramente pensé que nunca había visto algo tan hermoso y que nunca más volvería a ver algo así. Tres siluetas perfectas recortadas en una loma, con la luna detrás y el horizonte con un tono gris perfecto. Tres sombras moviéndose a un compás antiguo, onduladas en el ritmo hipnótico que nunca tendrá esta narración. Fueron segundos, después los caballos se perdieron en el monte y no los volví a ver, pero la sensación de ver un mundo prohibido persistió. La sangre de ancestros innombrables enloqueció. Si existe el aleph de Borges no es un punto estático, está en esos movimientos repetitivos. En mí vivieron los hombres monos que vieron correr a los caballos libres por el campo. No dije nada cuando volvimos al quincho, sí, comenté, que tenía la sensación de haber presenciado una escena antigua. Me sentía un privilegiado, alguien que se pudo maravillar en tres segundos más que durante todo un año frente a la pantalla de una computadora. Y que sentía que no me volvería a pasar algo así. Me equivoqué. Al día siguiente los caballos no estaban y nuestras vacaciones a contramano terminaban, viajamos de regreso a Mar del Plata un domingo, cuando en general todos se vuelven de la ciudad Feliz. En Mar del Plata, para quienes no somos turistas la rutina del verano nos suele aplastar. Para evitar ese peso inventamos horarios medidos. Tenemos las horas justas para escapar al mar y llevar a nuestros hijos pequeños para que se cansen y, en algún momento de la alta noche, nos dejen leer, escribir, dormir, soñar nuestros propios sueños y no siempre los suyos. La niñez es una tiranía hermosa: tiene el salvoconducto de la inocencia. En una de esas primeras tardes de enero hice un lugar para llevar a mi hijo a la playa, su madre tenía que trabajar de tarde y nosotros decidimos estirar la permanencia en la orilla del mar el tiempo suficiente para pasarla a buscar sin tener que volver a casa. Y estando ahí, sentado en una reposera amarilla a orillas del mar y en medio de una muchedumbre, sucedió la segunda magia del año. Mirando la misma escena que he visto mil veces: un mar lleno de turistas, vigilando los movimientos de mi hijo entre las olas, con el sufrimiento y la anticipación de los padres que respetan demasiado la furia de las olas, tuve una segunda imagen que contradijo la primera. Lo que pensaba hermoso no lo fue tanto, de pronto el recorte perfecto de los caballos en la noche no tenía comparación con la silueta ya difusa de mi hijo saltando las olas y cayendo, a veces en la espuma, a veces detrás. Mientras el atardecer se volvía crepúsculo y los turistas pensaban dónde ir a comer yo pensaba que eso podía ser el Tlalocan, el cielo nahual: ver a mi hijo saltar una y otra vez la próxima ola, ver su felicidad, el horizonte recortado contra su cuerpo inquieto, y al sol escondiéndose de nosotros, asombrado de no poder soportar semejante resplandor.
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