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Opinión 9 de noviembre de 2018

Trump no pudo con la historia

Donald Trump.

por Jorge Elías

Donald Trump no pudo con Donald Trump. En su primera prueba electoral después de haber ganado la presidencia en 2016, los republicanos mantuvieron la mayoría de número en el Senado, pero perdieron el control de la Cámara de Representantes. Un riesgo para Trump, expuesto a la posibilidad de que los demócratas inicien investigaciones y exijan comparecencias por cualquiera de sus desatinos: desde sus dudosas declaraciones impositivas, los negocios familiares y su affaire con la actriz porno Stormy Daniels hasta la obstrucción de la justicia en la pesquisa sobre el vínculo entre su campaña y Rusia, a cargo del fiscal Robert Mueller.

Un eventual impeachment queda lejos: requeriría el apoyo de dos tercios del Senado. El reequilibrio de fuerzas refleja la polarización de la sociedad. Pocas veces tan marcada. Las grandes ciudades votaron por los demócratas y las regiones rurales se inclinaron por los republicanos. O, en realidad, por preservar el lema America First de Trump. La economía marcha viento en popa, pero no influyó tanto como otros factores. En el Congreso habrá más mujeres y diversidad racial y religiosa que nunca. Demócratas y republicanos ven la realidad con prismas diferentes. Los de CNN y los de Fox News, diametralmente opuestos a la hora de evaluar si el vaso está medio vacío o medio lleno.

En una sociedad partida al medio hasta la propia tropa de Trump se ha rebelado. Más de 20 legisladores de su partido tiraron la toalla. Decidieron retirarse. No reincidir. La derrota de los republicanos en Estados del Medio Oeste como Michigan, Kansas y Wisconsin, así como la elección en Colorado del primer gobernador gay, trazan un mapa no necesariamente uniforme. El sistema de pesos y contrapesos, volcado por Madison, Hamilton y Jay en el libro El Federalista, publicado en 1780, fundamenta el equilibrio y la separación de poderes. Fija un límite que Trump se ha visto tentado a transgredir.

Trump no pudo con la historia. Las elecciones de medio término de 1994 en Estados Unidos cambiaron en forma drástica el curso del gobierno de Bill Clinton. La llamada revolución republicana, encabezada por Newt Gingrich, aprovechó la fallida reforma del sistema de salud y los escándalos de corrupción en la Casa Blanca y en el Congreso para imponerse en las legislativas y ganar una docena de gobernaciones. Entre ellas, la de Texas. La de George W. Bush, cuya presidencia, marcada en 2001 por la voladura de las Torres Gemelas, también sufrió un cimbronazo. Fue en las elecciones de medio término de 2006, fatales para el ala dura de su gobierno. La del vicepresidente Dick Cheney.

Fatales también resultaron para Barack Obama las elecciones de medio término de 2010. Las primeras después de la resonante victoria de 2008. “Ha sido una paliza”, admitió tras la derrota frente a los republicanos. Frente al Tea Party, en realidad. Una constelación de ultraconservadores que, en defensa de los valores, rechazó la agenda de Obama. El sacudón y el reconocimiento de los errores, como ocurrió con Clinton y con Bush, les permitieron enderezarse y ser reelegidos dos años después. Esa es la esencia de las elecciones de medio término: sintonizar con la ciudadanía después de un par de años en la burbuja de la Casa Blanca.

La campaña más cara de la historia también ha sido una de las más agresivas. Trump, en el centro de la controversia, llamó “la peor escoria del mundo” a los hondureños, guatemaltecos y salvadoreños que marcharon hacia México con la intención de ingresar en Estados Unidos. La inminente invasión de extranjeros indocumentados, supuestamente alentada por los demócratas, iba a ser facilitada por candidatos a gobernador que, según Trump, pretendían suprimir el derecho de portar armas emanado de la Segunda Enmienda de la Constitución. Fake news (noticias falsas), a tono con su léxico. Una autoridad estatal no tiene potestad federal.

El partido del presidente, republicano como el de Trump y el de Bush o demócrata como el de Obama y el de Clinton, ha perdido bancas en el Congreso en casi todas las elecciones de medio término desde 1789. Las de 2018 tuvieron un componente especial: el temperamento de Trump, desentendido de su partido, y la rara participación en la campaña de un ex presidente, Obama. ¿Un revival a la inversa de 1858, cuando los demócratas del presidente James Buchanan fueron aplastados por el partido de los nuevos republicanos de Abraham Lincoln? La fractura derivó entonces en la Guerra de Secesión, entre 1861 y 1865.

Un disparate hoy, más allá de los crímenes de odio y de los frustrados atentados con paquetes bombas contra Obama, Hillary Clinton y otros demócratas. Un invento de la prensa, según Trump. Su versión 2018 no dista de la versión 2016. Nunca dejó de estar en campaña. De avanzar los demócratas, ha dicho con argumentos menos sólidos que el viento, Estados Unidos estaba en vías de convertirse en la Venezuela de Nicolás Maduro y en un paraíso de narcos, asesinos y violadores. Lo peor de lo peor, como supo entonarse en su momento contra los mexicanos en su afán de amurallar la frontera sur. Su mejor aliado ha sido el miedo, parteaguas de una sociedad de por sí dividida.

(*): Periodista, dirige el portal de información y análisis internacional El Ínterin, y es columnista en la Televisión Pública Argentina.