Mientras el Senado estadounidense investigaba la posible interferencia de Rusia durante la pasada campaña electoral, el presidente Donald Trump sorprendió al mundo con el bombardeo a la base aérea siria de Al-Shayrat, el anuncio del envío de una armada nuclear a la Península de Corea y el lanzamiento de la “madre de todas las bombas” sobre un sistema de túneles de Estado Islámico (ISIS) en Afganistán.
Con estas demostraciones de fuerza, el imprevisible mandatario abandonaba el aislacionismo declamado durante la campaña electoral para realizar un giro de 180° en su política exterior, siempre orientada a reafirmar su preeminencia en un mundo multipolar.
Las declaraciones de Trump y su Secretario de Estado Rex Tillerson afirmando que la era de la “paciencia estratégica” que caracterizara a Barack Obama llegó a su fin y que Estados Unidos está preparado para la acción militar a fin de hacer cumplir las reglas si alguien cruza la “línea roja”, anuncian el regreso de Estados Unidos al papel de “sheriff” global. Sin embargo esto no significa un regreso al idealismo mesiánico sino a los viejos socios de la Guerra Fría.
La nueva Guerra Fría
Luego del ataque a la base aérea siria, Rusia condenó el bombardeo y suspendió la línea directa de comunicación con Estados Unidos, llamado Memorándum para la Prevención de Incidentes en el Espacio Aéreo de Siria. La intromisión de Estados Unidos en lo que Rusia considera su área de influencia malogró rotundamente la otrora amistosa relación entre Putin y Trump.
Es esperable que Rusia defienda a Siria; en primer lugar porque los unen lazos de diversa índole: política, histórica, estratégica, económica y cultural. En segundo lugar, porque tratándose de una intervención de Estados Unidos, Rusia sabe captar el mensaje con la suspicacia propia de la Guerra Fría, como sucedería en Estados Unidos si el caso fuese a la inversa.
Seis años atrás, en el contexto de la Primavera Árabe, cuando cientos de miles de manifestantes reclamaban la renuncia de Asad y otros líderes autoritarios de la región, Rusia atribuyó las revueltas a una supuesta confabulación estadounidense y decidió apoyar firmemente al régimen de Bashar al-Asad, que garantizaba en Siria importantes intereses estratégicos de Rusia. Su padre Hafez al-Asad había sido un gran aliado de la URSS en la Guerra Fría, desde 1971 hasta su muerte en el año 2000, cuando lo sucedió en el gobierno su hijo. Ambos le han permitido a Rusia construir desde un gasoducto que cruza el territorio sirio hasta una base naval en Tartus, la última de Rusia en la región del Mediterráneo y Medio Oriente, además de la nueva base aérea en Latakia.
Licencia para matar
Si bien Siria siempre fue un estado totalmente laico, en los últimos años proliferó una división entre la mayoría sunita y las minorías chiitas. Asad pertenece al grupo de chiitas alauitas y a nivel regional cuenta con el apoyo de Irán y del grupo chiita libanés Hezbolá, cuyo armamento proviene de Irán cruzando territorio sirio. En contra de Asad hay varios grupos de insurgentes; principalmente sunnitas islamistas y yihadistas como ISIS, al-Nusra (rama de al-Quaeda en Siria) y otras facciones armadas financiadas por Arabia Saudita y Qatar para contrapesar la influencia de Irán.
Así el terrorismo ha involucrado a potencias regionales e internacionales en una de las guerras civiles más complicadas de la historia, expulsando millones de refugiados. La complicación es aún mayor en la medida que el terrorismo le siga resultando funcional a Asad para perpetuarse en el poder como única alternativa al terrorismo, el caos y la desintegración, concediéndole licencia para matar civiles impunemente.
Si Asad volviera a usar armas químicas, agravaría el conflicto, incitando a Estados Unidos a emprender otra intervención militar y poniendo a Rusia en el compromiso de decidir si derrocar a Asad o defenderlo. La primera opción es poco probable porque equivaldría a doblegarse ante Estados Unidos. La segunda originaría una espiral de violencia interminable que podría desembocar en catástrofe.
El comienzo de una hermosa amistad
A principios de la década del ’70, unos años después de la ruptura de relaciones de China con la URSS, el presidente estadounidense Richard Nixon y su par chino Mao Zedong iniciaron un vínculo diplomático mutuamente beneficioso, que a partir de 1978 perfeccionaría Deng Xiaoping con una serie de reformas económicas que permitió a China alcanzar un crecimiento económico extraordinario que la convertiría en una potencia mundial. Por su parte, a Estados Unidos le resultó conveniente que en plena Guerra Fría China no se alineara con la URSS sino que contrarrestara su poder.
Hoy las máximas prioridades del gobierno chino son la prosperidad económica y la estabilidad social. Por eso, antes de que su crecimiento comience a aminorar, China se beneficiaría de una nueva asociación cooperativa con Estados Unidos a través de nuevos acuerdos comerciales. A la vez, a Estados Unidos le conviene la cooperación diplomática de China en cuestiones estratégicas. Una de las cuestiones a abordar es el programa nuclear de Corea del Norte, que hace peligrar la seguridad y el equilibrio regionales –a China no le conviene una Corea unificada aliada a Estados Unidos, ni un Japón con armamento nuclear, ni la inundación de refugiados que un eventual colapso norcoreano podría acarrear. La intermediación de China es de fundamental importancia, razón por la cual su presidente se comprometió a trabajar en estrecha coordinación con Estados Unidos con el fin de lograr la desnuclearización de Corea del Norte por medios pacíficos.
Por todo esto, es muy probable que el momento del lanzamiento de los misiles a la base siria, durante la visita de Xi Jinping a Donald Trump, no haya sido casualidad sino una muestra de la inexorable determinación de este último de cambiar el rumbo de su política exterior.
Hoy una promesa, ayer una traición
Así como durante la Guerra Fría Estados Unidos se había acercado a China para contrabalancear a la URSS, posiblemente Trump se haya acercado a Rusia desde un principio para contener el crecimiento económico de China. A su vez Putin necesitaba desbaratar a la UE, que le había impuesto sanciones por la anexión de Crimea, y a la OTAN, que le impedía expandirse hacia Europa, y conseguir que Estados Unidos acepte el régimen de Asad. Esto puede explicar a grandes rasgos los motivos de la errática política exterior de Trump hasta el momento del cambio.
Ahora, en sintonía con la actual reorientación de su política exterior, Trump tendrá que revisar sus imprudentes promesas y declaraciones sobre numerosos temas: alianzas, derecho internacional, multilateralismo, cuestiones comerciales, medioambientales, etc.
De hecho, ya tuvo que rectificarse y negar públicamente que China manipule su moneda y que la OTAN sea obsoleta. Asimismo, después de haber respaldado el Brexit y haber apoyado a partidos políticos que pretendían desmantelar la Unión Europea, tendrá que revertir su desafortunada hostilidad hacia la UE e incluso promover su fortalecimiento, que será la mejor contención pacífica a Rusia en Europa del Este.
Por último, más allá de que las recientes intervenciones militares hayan servido para recuperar la capacidad disuasiva de Estados Unidos, Trump tendrá que comprender algo: Que tanto en Corea del Norte como en Siria, la acción unilateral no soluciona los conflictos, sino que los agrava y perpetúa. La única solución duradera pasa por la diplomacia y por una muy estrecha y cuidadosa cooperación con otras potencias, en el primer caso China y en el segundo Rusia. No existe otra solución posible.
(*): Licenciada en Relaciones Internacionales.
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