La Justicia ha abierto otro paréntesis al incremento de las tarifas de energía. El Gobierno aguarda ahora un pronunciamiento rápido de la Corte Suprema.
La velocidad, sin embargo, es un concepto relativo: en este asunto, el gobierno quiso ganar tiempo evitando pasos que parecen ineludibles (las audiencias públicas para informar y escuchar a todos los sectores interesados, principalmente los usuarios) y lo que ha conseguido hasta el momento es pagar un precio de desgaste para quedar inmóvil (y, seguramente, para tener que retroceder cabizbajo al primer casillero cuando la Corte falle).
Cacerolas y antipolítica
Tres semanas atrás el gobierno de Mauricio Macri sufrió su primer cacerolazo por culpa de las tarifas y el jueves 4 la experiencia se repitió en escala menor (probablemente porque las facturas, a esa altura, estaban inmovilizadas en un limbo cautelar). El domingo 7 las organizaciones piqueteras marchan entre la iglesia de San Cayetano y la Casa Rosada. Claman contra los aumentos tarifarios y también por el desempleo, la inflación y la pobreza.
El Gobierno se preocupa. Desde 2001 las protestas callejeras y las cacerolas –no sólo en Argentina- suscitan la inquietud de los gobernantes. Es que se producen en el contexto de una reacción antipolítica que recorre el mundo como una epidemia y que desestabiliza poderes y nutre el crecimiento distintos tipos de outsiders que pueden transformarse, inopinadamente, en emergentes del disconformismo y la decepción. Sobran ejemplos de todos los colores.
En la pequeña Islandia, por ejemplo, está actualmente en condiciones de alcanzar el gobierno el Partido Pirata, una fuerza cuyo origen es un movimiento sueco de hackers informáticos (que se extendió y ya alcanzó representación en el parlamento europeo); en Estados Unidos hoy la antipolítica se encarna en la candidatura republicana de Donald Trump pero también en el movimiento que apoyó la precandidatura demócrata de Bernie Sanders (que peleó de igual a igual con Hillary Clinton); detrás de esos fenómenos están, respectivamente, el movimiento Tea Party por derecha y Ocupar Wall Street, por izquierda. En Francia se ha convertido en primera fuerza en la opinión pública el Frente Nacional de la familia Le Pen; en España se expresó en el movimiento de Indignados y electoralmente en la corriente Podemos. En Gran Bretaña, en las tendencias que impulsaron el Brexit. Hay más casos.
La antipolítica refleja la preponderancia de las simplificaciones y el cortoplacismo sobre las necesidades estratégicas y los procesos más complejos. Revela también el desencanto y la contrariedad de de los ciudadanos ante la impotencia de los poderes nacionales, incapaces de controlar las fuerzas mayores de la época, que tienen sustancia transnacional y reflejan el establecimiento de una sociedad mundial y una economía globalmente integrada.
La gestión aséptica
Irónicamente, Mauricio Macri, que hoy sufre reacciones antipolíticas, llegó a la Casa Rosada sostenido en una coalición con base en una endeble estructura partidaria y convergiendo con una ola de opinión pública no sólo contraria a la continuidad del kirchnerismo, sino escéptica frente a la política en general.
Una Argentina en la que las fuerzas políticas tradicionales (radicalismo y peronismo) han sobrellevado fuertes tropiezos y serias deficiencias de gestión en sus últimas experiencias de gobierno (la Alianza que hizo presidente a Fernando De la Rúa y vicepresidente a Chacho Alvarez; el período K en sus dos versiones, con el derroche estéril de recursos y oportunidades y los rastros de su corrupción), dio la chance a que se afirmara una corriente sesgada hacia la antipolítica y encandilada con la pura “gestión”.
El gobierno de Macri vacila y oscila entre esa antipolítica a la que lo incita buena parte de su base electoral y el desarrollo de una nueva política; entre un formato antipolítico, “líquido” (gestión y comunicación vía redes; compromisos tenues, vínculos circunstanciales basados en articulaciones esporádica de intereses prácticos) y la aceptación (no menos práctica, si se quiere) de la realidad, que indica la necesidad de estructuras todo lo novedosas que se quiera pero suficientemente simétricas con la presencias de actores menos “líquidos”: organizaciones sociales, sindicatos, estructuras empresarias, poderes municipales y provinciales, Congreso, Justicia, instituciones.
Las evidencias subrayan que es difícil gobernar sin hacer política. En especial si las fuerzas parlamentarias propias son insuficientes, la mayoría de los gobernadores son peronistas y la calle es un territorio ajeno. Pero también si un actor de la propia coalición es un partido tan enraizado como el radicalismo, que se resiste a vivir separado de las de cisiones centrales y asilado en la coalición parlamentaria o en posiciones provinciales y municipales.
Política y acuerdos
Gobernar implica negociar y acordar. Los acuerdos se revelan indispensables para avanzar. Cuando el gobierno acuerda, las decisiones fluyen (holdouts, designaciones en la Corte, blanqueo, jubilaciones). Cuando eso no ocurre, el gobierno tiene que demorar sus propuestas, se ve obligado a vetar los proyectos ajenos o es paralizado por el cepo de la impotencia. Necesita acordar inclusive en el seno de su propia coalición, donde se resisten muchas de sus decisiones. Escuchen a Elisa Carrió.
El dispositivo de poder, para funcionar, necesita que las piezas fundamentales trabajen en conjunto.
El gobierno, a través de sus figuras más políticas y razonables, ha conseguido armar un entramado básico de poder, cuyos hilos son los núcleos de gobierno (de Nación, provincias, municipios). Allí hay una coincidencia objetiva: todos necesitan afirmar gobernabilidad y asociarse para sostenerla. Desde esos poderes territoriales el sistema se extiende al Congreso, particularmente al Senado, donde el peronismo ejerce la mayoría.
Pero lo que hay que dilucidar es si ese sistema de poder puede, por sí solo, restablecer puentes estables de confianza con la sociedad y elaborar coincidencias que ofrezcan una plataforma estable a la etapa de cambios que el país necesita encarar.
Tradicionalmente eran los partidos el tejido conjuntivo de la vida política, los transmisores de la inquietud social y los conservadores y desarrolladores de valores e ideas comunes.
Pero los partidos hoy solo cumplen esas funciones precariamente. Fueron colonizados y se transformaron en meras maquinarias paraestatales antes que en laboratorios de ideas y puentes entre las preocupaciones y aspiraciones de la sociedad y las respuestas del Estado. Así, la democracia queda vaciada de dinamismo y de capacidad para generar nuevas propuestas, iniciativas y mecanismos constructivos de participación ciudadana.
Sucesos y procesos
Limitado a una articulación de poderes nacional y subnacionales, sin apoyaturas dinámicas con la sociedad, el sistema de poder queda alienado de los vínculos que lo legitiman y pueden sostenerlo en momentos críticos. Un sistema político debe tener más dimensiones que la mera asociación de poderes estatales. Debe estar integrado con fuerzas políticas sólidas y vivas. Custodios y productores de ideas y valores.
Las protestas, de su lado, funcionan como erupciones de demanda o de veto, pero hacen falta partidos que filtren y elaboren los reclamos con criterios que los conduzcan más allá del pataleo momentáneo.
La estrategia de una sociedad necesita ir más allá de la urgencia. La fugacidad, la inmediatez son el territorio de los medios y las redes, que registran sucesos.
La política implica proyectar el mediano y el largo plazo y empezar a construir lo que se verá como obra más adelante.
Hoy, por ejemplo, es preciso consolidar tarifas que la sociedad pueda pagar y un régimen de producción, distribución y uso racional de la energía compatible con el desarrollo del país y el bienestar de las personas. Hay que elaborar soluciones legítimas que den respuesta al hoy y al mañana. Y hay que conducir a la sociedad a aceptarlas y ponerlas en práctica.
La política, tiene que actuar en un tejido de sucesos y procesos, que necesitan persistencia, organización y acuerdos para perfeccionarse.
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