A la luz de la experiencia de Cambiemos ciertos analistas políticos tienen la oportunidad de interiorizarse de que la existencia de tendencias contradictorias (y a veces enfrentadas) en el seno de un mismo oficialismo así como los procedimientos para encauzarlas no son rasgos exclusivos del peronismo (o, si se quiere abusar de las generalizaciones, de “los populismos”), sino que puede darse también en fuerzas de otro signo, inclusive aquellas que gozan de mayor respetabilidad a los ojos de esos intérpretes.
Con dos años de ejercicio del gobierno, con inflación maníaca y encuestas depresivas a pocos meses del lanzamiento de un nuevo proceso electoral, en las filas de la coalición gobernante han empezado a manifestarse tironeos que, aunque naturales, comprensibles y previsibles, provocan vértigo (sobre todo a algunos comunicadores indigestados de simplismo). La política siempre supone divergencias, conflictos. Y siempre necesita ejercicio de la autoridad.
Las contradicciones de Cambiemos
El radicalismo y la Coalición Cívica (simplificando: Elisa Carrió) expresaron enfáticos reparos a la escalada de aumentos de tarifas de los servicios públicos y ácidas críticas a su encarnación emblemática, el ministro de Energía, Juan José Aranguren. Simultáneamente, el núcleo duro de la Casa Rosada declaró innegociables los aumentos y sostiene a Aranguren a capa y espada. Radicales y lilitos le reclamaron al PRO que aplique a las tarifas el gradualismo que predica en otros campos. Sus técnicos consideran que, en materia de tarifas, el Ejecutivo quiere resolver en un mandato los atrasos que el kirchnerismo procesó en más de una década. Para Aranguren, efectivamente, incluso el ritmo de “sinceramiento tarifario” que asusta a los aliados del PRO es demasiado lento; en eso coincide hasta con ultraliberales como José Luis Espert, un crítico ácido del gradualismo oficialista.
Para ciertos macrólogos (sedicentes expertos en el pensamiento presidencial) Aranguren expresa “lo que Macri verdaderamente cree” y no hace otra cosa que aplicar con disciplina sus instrucciones.
Lo cierto es que la espuma creada por las críticas de radicales y cívicos puso de manifiesto que la coalición oficialista no ha encontrado todavía un nexo doctrinario que la suelde y le permita compartir una estrategia más allá del obvio deseo de conservar (y eventualmente ampliar) el poder que le concedieron sus logros electorales y de la certeza de que para concretarlo es preferible sostener la unidad (“¿desparramados?, ¿qué hacemos?”).
En un acto que el sábado 21, protagonizaron altos referentes de las tres fuerzas principales de Cambiemos, donde se buscó escenificar la paz interna que aquellas divergencias pusieron en duda, el jefe de gabinete Marcos Peña, admitió de hecho la orfandad doctrinaria: “Tenemos que repasar por qué estamos juntos y demostrar que estamos juntos”,arengó. Y al preguntarse “qué nos une”, respondió: “además del mandato de la gente, es una vocación de mayoría. Queremos ganar y demostrar que podemos ser un buen gobierno (…) jugando con una sola camiseta”.
Por el momento las tensiones quedaron neutralizadas por el ejercicio de la autoridad presidencial y la sensata invocación de los quebrantos que produciría una quiebra de la unidad societaria. El gobernador mendocino Alfredo Cornejo, líder de la UCR que venía haciendo gala de energía en sus reclamos, había sido colocado por Macri frente al ministro Aranguren; después de una larga conversación ante los ojos presidenciales Cornejo confesó con franqueza: “No habrá ninguna marcha atrás en el plan tarifario”.
En retribución por esa buena conducta, el gobierno aceptó aplicar la tarifa con anestesia local: se financiarán los aumentos (el financiamiento no será gratuito). Evidentemente Macri se hizo entender: el plan de actualización tarifaria no puede ser más gradualista ni puede ponerse en discusión la disminución del déficit fiscal.
La UCR y Carrió deberán redefinir sus preocupaciones. Ellos empiezan a oir ruido de cacerolas en barrios que votaron por el oficialismo, leen encuestas y ven allí que el respaldo a la gestión oficial sigue cayendo, y los temores a la inflación crecen tanto como el escepticismo sobre la capacidad del gobierno para controlarla. Notan que muchos de quienes votaron a Cambiemos no comparten la acción del Ejecutivo (principalmente en materia tarifaria) y que allí se abre una grieta por la cual puede reinstalarse la oferta de la “avenida del medio” que en su momento esbozó Sergio Massa y que de aquí a las elecciones podría corporizar un peronismo diferenciado del kirchnerismo.
Las críticas a Aranguren y a los incrementos tarifarios de radicales y cívicos parecían, así, destinadas a contener una fuga de votantes en dirección del peronismo racional y a abrir un espacio de crítica interior a Cambiemos: la coalición actuaría así como oficialismo y oposición al mismo tiempo.
Esta jugada táctica -que en otras circunstancias se le imputaba y cuestionaba al peronismo- quedó sin embargo abortada por la intransigencia del Ejecutivo: con las decisiones estratégicas resueltas por el PRO no se negocia. O, si sus promotores insisten en la queja (“oportunista y demagógica” para la Casa Rosada), deberán enfrentar a Macri.
Por complacer al Ejecutivo los críticos internos quedaron con pocos logros para exhibir ante sus bases. Para disimular ese hecho,el núcleo duro del gobierno se comprometió a darles oxígeno comunicacional. Los medios amigos comenzaron a definir como “achatamiento tarifario” la refinanciación con intereses y describieron las gestiones de radicales y cívicos como un “éxito moderado” que, “en un clima de diálogo franco”, obtuvo “ dos de las tres reivindicaciones que pretendía”.
La movida del peronismo y la oposición destinada a gradualizar los incrementos tarifarios, vincularlos a los porcentajes de aumento salarial y aliviarlos de la carga impositiva que duplica los beneficios de la caja estatal (ahorro de subsidios + impuesto sobre los aumentos) resultará ahora más difícil y políticamente costosa de neutralizar.
Más allá de las tarifas
En rigor, la discusión apenas iniciada (y sólo en parte explicitada)en el seno de Cambiemos, parece económica pero su motivación tiene otras raíces, vinculadas a los rasgos de cada una de las fuerzas allí asociadas.
El PRO elude las doctrinas, se atrinchera tras el pragmatismo de la eficacia gestionaria y confía más bien en la homologación y sellos de calidad que ofrecen instituciones mundiales (OCDE, FMI, etc.); así, la ideología queda desdibujada o maquillada bajo la forma de compromisos internacionales adquiridos. Desde ese terreno y buscando la mayor flexibilidad posible avanza en su operación de poder sobre la base de pactos y acuerdos prácticos tanto hacia adentro como hacia afuera de la coalición eludiendo mayores compromisos de mediano o largo plazo.
El radicalismo, por su parte, tiene un capital territorial extendido por el país y una tradición ideológica que a veces se refugia en el populismo democrático de Hipólito Yrigoyen, a veces en el democratismo liberal de Marcelo T. de Alvear, y en otros casos en el dialoguismo y la búsqueda de acuerdos de gobernabilidad reflejados en el último Ricardo Balbín (su encuentro con el último Perón) y en el Raúl Alfonsín que supo pactar en Olivos con Carlos Menem y en la provincia de Buenos Aires con Eduardo Duhalde.
Tomando un poco de cada fragmento de ese capital (de lo que quedaba de él después de ruinosas aventuras que lo encogieron a un mezquino porcentaje electoral en 2003) el radicalismo actual revivió en Cambiemos a la sombra del PRO. Pero no se resigna a ser un apéndice del macrismo: quiere ser un socio respetado y consultado.
Ahora la UCR pretende que Cambiemos avance desde su condición de coalición electoral y parlamentaria a la de coalición de gobierno, un formato que, llegadas las circunstancias, debería definir las futuras candidaturas y jefaturas proporcionalmente a la fuerza política y electoral de los socios. Y que, antes aun, debería otorgarles a los partidos coaligados una participación más amplia y formalizada (no decorativa) en la definición de las políticas.
El núcleo duro del PRO está, en rigor, muy lejos de ese tipo de imaginerías. Aunque ya no abusa del concepto “vieja política”, con el que durante todo un período, para recortarse como epítome de lo nuevo, ninguneó amablemente a los partidos preexistentes (UCR incluida), el pensamiento cifrado del Pro concibe a su propia fuerza como beneficiaria de un paulatino trasvasamiento de cuadros y electores del radicalismo, en el que el centenario partido iría cumpliendo un papel análogo al que jugaban los sellos políticos aliados al comunismo en el mundo de las “democracias populares” de Europa Oriental.
El papel de Carrió en la coalición oficialista es singular: su capital político es la acreditación moral, el aval o la censura y la denuncia. Amplios sectores de la clase media le conceden esa virtud y esa capacidad, con las que suplanta la ausencia de una estructura política propia. Esta última carencia es una debilidad pero también es funcionalmente positiva para el papel que ella desempeña: la expone menos al cumplimiento de favores y ayudas que comprometen a toda fuerza política orgánicamente conectada con la sociedad.
Si los responsables de estructuras políticas deben contraprestaciones a sus cuadros y afiliados, la doctora Carrió -sin dejar por ello de ocuparse del posicionamiento de sus acompañantes más fieles- cuida principalmente tanto la función de árbitro ético como el vínculo con su electorado. Cambiemos es el espacio que le permitió poner en valor su capital simbólico: hace sentir su peso en la coalición con denuncias y sonoras diferenciaciones tanto como con apoyos y halagos (sabe también que la figura presidencial constituye, mientras no se demuestre lo contrario, el límite mayor para cualquier desborde verbal).
Carrió necesita simultáneamente demostrar a su base electoral (ubicada en las clases medias urbanas, particularmente en el área metropolitana) que la espada de sus denuncias sirve para defenderla tanto frente a “los de arriba” como frente a “los de abajo”. Estos sectores, que no son receptores típicos de subsidios, se irritan tanto por la “búsqueda de votos pobres” (que sospechan en el mantenimiento de beneficios al conurbano más expuesto) como por la idea de que el incremento del precio de los servicios engorda las arcas de “las grandes empresas”.
Paralelamente, los aliados del PRO sospechan que la necesidad del Ejecutivo de acordar gobernabilidad con los mandatarios provinciales y el llamado peronismo racional del Legislativo, puede inducir al partido del Presidente a privilegiar a esos sectores en distintos escenarios, particularmente en algunas situaciones provinciales donde se dirimirán gobernaciones en 2019. ¿Hay acaso, con eje en la provincia de Buenos Aires, una intención de “peronizar” al PRO y, por esa vía, a Cambiemos?, se inquietan.
Todas esas incógnitas y preocupaciones bullen en el seno de una coalición novedosa y precipitadamente exitosa, que necesita mejorar los materiales y las ideas que la mantienen unida pero que muchas veces parece vacilar ante esa tarea, como temerosa de jugar a la verdad.
Las fuerzas políticas más extensas (como los sistemas políticos plurales) tienen naturalmente una gran policromía y no excluyen las discrepancias y las divergencias intensas en su seno. No hay nada de malo en que existan. Eso sí, para que no sean instrumentos de dispersión y anarquía, también es preciso que estén presentes la voluntad asociativa y la autoridad capaz de contener y disciplinar las disparidades. De lo contrario hay problemas.
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