Sin familiares, tumba ni epitafios: el solitario final del asesino de Guillermo Ibáñez
El secuestrador y asesino de Guillermo Ibáñez fue enterrado en una fosa común del cementerio de Villa Gesell por orden judicial, sin tumba ni epitafios. La ceremonia, a la que nadie se interesó por asistir, se realizó en el marco de los protocolos previstos para casos de Covid-19.
El sepelio se realizó bajo los estrictos protocolos estipulados para los casos de muertos por coronavirus.
Por Bruno Verdenelli
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Con los miles de dólares que quiso cobrarle al poderoso sindicalista Diego Ibáñez tras secuestrar a su hijo Guillermo en 1990, Roberto Acerbi podría haberse comprado un féretro bañado en oro. Así, el día en que le llegara la muerte -la misma que él y otros hombres oscuros dieron a su víctima en forma despiadada- podría ser el más rico del cementerio. Sin embargo, el final fue otro: la ceremonia de entierro de su cadáver, ese que no reclamó nadie, fue una muestra gratis de condena terrenal.
Tres días permaneció el cuerpo inerte en la cámara frigorífica de la necrópolis de Villa Gesell. El secuestrador había vivido en esa localidad durante los últimos tiempos tras recuperar, en diciembre de 2006, la libertad perdida 16 años antes, gracias al beneficio de la vieja “ley del 2×1”.
Cuando el lunes 8 de junio LA CAPITAL informó la noticia del deceso de Acerbi como consecuencia de un posible caso de coronavirus, los integrantes de la familia Ibáñez no celebraron, pero sí consiguieron cierta sensación de alivio.
“Creo que lo mató la culpa”, declaró Alicia, hermana de Guillermo e hija de Diego, durante una entrevista concedida a este mismo medio. Pero no: a Acerbi, supuestamente, lo mató el coronavirus.
Roberto Acerbi, durante uno de sus traslados mientras estuvo detenido en Mar del Plata.
En rigor de verdad, los médicos de Villa Gesell sospechan que la causa de su fallecimiento fue el Covid-19, pero la aseveración no podrá ser hecha jamás. Es que Acerbi dio resultado positivo en el primero de los test que le realizaron, y negativo en el segundo. En el medio, se produjo su deceso el último sábado 6 de junio.
Por ese motivo, y ante cualquier tipo de dudas, las autoridades de la vecina localidad ordenaron realizar un sepelio bajo el cumplimiento estricto de las normas protocolares previstas para los casos de muertos por coronavirus. De todas maneras, a nadie pareció importarle la ceremonia: ningún familiar o allegado a Acerbi se presentó a retirar su cadáver ni pidió ser parte del último adiós.
Los restos del secuestrador y asesino fueron sepultados en la fosa 14 de la fila 4, sobre la sección 23 del cementerio de Villa Gesell.
El procedimiento burocrático
Identificar al fallecido y vincularlo con el secuestro de Guillermo Ibáñez, primero, y luego con el del empresario Roque Vassalli, cometido en 1973, les llevó dos días a los gesellinos. Y es lógico… No tenían por qué saber que un hombre con semejante pasado delictivo vivía entre ellos puesto que, para la ley penal argentina, ya había pagado sus culpas y podía circular libremente como cualquier otro individuo sobre el territorio nacional. A pesar de ello, al conocer el trasfondo de su historia la gente lo despreció.
Cuentan algunas personas consultadas que el cajón, uno común de madera, sin ornemantos dorados ni vulgaridades propias de la excentricidad, corrió por cuenta del área de Acción Social de la Municipalidad de Villa Gesell. Los gastos de la ceremonia de entierro de su cuerpo, en tanto, fueron costeados por la Secretaría de Salud de la comuna, ya que los empleados del cementerio debieron utilizar mascarillas y trajes especiales para cumplir con el protocolo mencionado. Previamente, la sepultura había sido ordenada judicialmente y la documentación burocrática completada por los empleados de la empresa Michia, una casa velatoria de la misma ciudad.
Así, los restos de Roberto Agustín Andrés Acerbi fueron sepultados en la fosa 14 de la fila 4, sobre la sección 23 del cementerio de Villa Gesell, el último martes 9 de junio.
El lugar donde fue enterrado Acerbi.
Pecados mortales
Cualquiera que crea en la justicia divina considerará, por defecto, que Acerbi comenzará ahora a pagar realmente por sus pecados. Y si se sigue esa línea de pensamiento, hay que decir que fueron dos y mortales.
El primero de los delitos que se le probaron al difunto ocurrió el 21 de mayo de 1973. Esa noche, tres hombres se presentaron en la casa del empresario santafecino Roque Vasalli, recientemente electo intendente de la localidad de Firmat, y se lo llevaron amenazado a punta de pistola y con sus rostros cubiertos con capuchas. Tras ello, lo condujeron a una casilla emplazada en el interior de una villa miseria de Rosario y allí permaneció encerrado bajo la vigilancia de los captores.
Los secuestradores le hicieron vaciar los bolsillos y le quitaron los efectos personales. Entre ellos, un reloj, una lapicera y un pañuelo que luego tendrían que aparecer debajo de una estatua de un santo en la parroquia de su pueblo, como prueba de vida a su familia.
El contacto con la familia siguió por teléfono y mediante cartas depositadas en distintos bares. Luis Carati, gerente de la empresa de Vassalli, gestionó un crédito extraordinario ante el Banco de la Nación para pagar el rescate.
Según las instrucciones, el dinero debía entregarse en un lugar de la provincia de Córdoba, en la localidad de Arias, lo que se realizó sin inconvenientes, el 23 de mayo, y sin que el empresario revelara el monto pagado. Finalmente, Vasalli fue liberado cerca de San Lorenzo, y en la mañana siguiente tomó posesión de su cargo como jefe comunal de Firmat.
En agosto de 1973 la policía identificó y detuvo a los secuestradores: uno de ellos era el bonaerense Roberto Acerbi, quien volvería a ser noticia en las páginas policiales 17 años después, aunque lejos de Santa Fe.
El 6 de julio de 1990 Guillermo Ibáñez (30) tenía dos hijos y trabajaba junto a su padre, el poderoso titular del gremio de los petroleros, Diego Ibáñez. Su familia era ampliamente conocida en Mar del Plata y los vínculos con la dirigencia política fluidos hasta la amistad: sobre todo, con el entonces presidente Carlos Saúl Menem, y su vice, Eduardo Duhalde.
Todo parecía estar bien en la vida de Guillermo Ibáñez hasta que aquel día fue traicionado por el sobrino político de su tía materna, Juan Carlos Molina, quien junto a otros dos hombres planeó su secuestro. Eran Néstor Alberto Ausqui y el propio Roberto Acerbi.
Roberto Acerbi (primero desde la izquierda) fue condenado en 1991 por el secuestro y el homicidio de Guillermo Ibáñez.
La esposa de Ausqui, Carmen Pascual, convocó al hijo del gremialista en un bar bajo el pretexto de que iba a contarle rumores sobre su actual pareja, madre de su segunda hija. Guillermo Ibáñez fue a la cita pero la mujer no estaba, y cuando se disponía a subir a su camioneta Ford F-100 para irse del lugar fue llamado a gritos y señas por Molina, quien le dijo que su auto se había roto y le pidió que lo llevara hasta el barrio Libertad.
Como lo conocía, porque el hombre era sobrino del marido de su tía y hasta le había solicitado trabajo a su familia, accedió. Fue su sentencia: en el camino hacia el lugar al que supuestamente se dirigían, Acerbi y Ausqui los interceptaron y se consumó el secuestro.
Acto seguido, los delincuentes llevaron a Ibáñez a una vivienda ubicada en Brandsen al 8900. Entonces, llamaron a su padre y le exigieron el pago de un rescate de 2 millones de dólares. Pero su trágico destino estaba escrito, porque a diferencia de Vasalli, esta vez la víctima le había visto las caras a los captores.
A pesar de la intervención directa de Menem y compañía, y de que el gremialista continuamente ofrecía dinero a los investigadores para avanzar en la pesquisa e incluso intentaba reunir el monto exigido para pagar el rescate, el caso terminaría convirtiéndose en un crimen brutal: el 25 de julio de 1990 la policía encontró el cadáver de su hijo enterrado en un baldío de 210 y Beruti, a 15 cuadras de la casa donde había estado cautivo. La autopsia siguiente determinó que los asesinos golpearon brutalmente a Guillermo Ibáñez en la nuca -se supone que con un palo de hierro o una pala- y luego lo enterraron cuando aún respiraba.
El hecho conmocionó a la ciudad y al país e hizo que hasta el propio Presidente pidiera la pena de muerte para sus autores. Eso no ocurrió: semanas después, Molina, Acerbi, Ausqui y Pascual fueron detenidos y en noviembre de 1991 condenados a perpetua, con excepción de la mujer, que recibió la pena de 9 años de prisión.
En 2006, los hombres recuperaron su libertad beneficiados por la extinta “ley del 2×1”. Ausqui murió tiempo después y la semana pasada le siguió Acerbi. Y a nadie le interesó.