Salvando a Nemo
por José Santos
Sofía permanece congelada, con su vista de la foto. Martín Cormac, su esposo, está de vuelta. Treinta y nueve años, delgado, traje italiano, camisa ceñida. Francisco lo ve entrar, deja la PlayStation y corre a colgarse de su padre. Hablan, se abrazan. Después Martín busca a su esposa en la cocina, encuentra los ingredientes de la cena. En solitario, Sofía solloza en el escritorio. Martín prepara un café y con voz afectada y aguda, grita:
– ¡Oh, no mi Dios, arroz otra vez no!
Francisco lo imita: -¡Oh, no mi Dios, arroz otra vez no!
Mientras Martín espera su café se ve reflejado en el vidrio espejado de la cocina. Está un tanto despeinado y pareciera que sus labios aún brillan. Abre la canilla, humedece sus manos y se acomoda su pelo castaño, se quita el brillo de sus labios. Se encamina hacia el escritorio donde ignora que Sofía aislada, permanece llorando. Francisco, frente a la pecera, observa los peces alimentarse, lo requiere. Se detiene junto a su hijo. Juntos miran la pecera.
Mientras le acaricia el cabello repasa su última decisión. Es cierto que está harto de Morando Investement, la financiera multinacional donde trabaja hace años, pero está a punto de dar un gran vuelco en su vida. Otra vez, vuelve a preguntarse si hizo lo correcto. No lo sabe. Imposible saberlo. Francisco le señala un pez rojo, con una aleta radiada.
– Tengo miedo, papá. El Betta creció muchísimo. Se comerá a Nemo.
Martín lo arropa, acercándolo a su cuerpo, siente su fragilidad. Lo sujeta con fuerza contra su pecho. Como su padre aún hoy, a menudo lo hace con él. Le dice:
– Es así, los grandes se alimentan de los chicos.
– ¿En las peceras también hay capitalismo?
Martín quita la vista de los peces y lo mira extrañado. Francisco aclara: -El libro que me dio el abuelo dice que comerse a los más chicos se llama capitalismo.
Martín sonríe y asiente. Francisco insiste: -¿El Betta se comerá a Nemo?
– No, si lo mantenemos alejado. Lo pasaremos a otro estanque.
Toma la red y con un movimiento certero, apresa al pez payaso y lo traspasa a un subestanque separado por un filtro plástico.
– Con los asesinos a distancia, no hay peligro.
Le da un beso y vuelve por su café. Intenta despejar su mente. Aún debe escribir el informe que su jefe, Burt Thomas, le pide sobre el mercado de petróleo. Eso piensa, cuando ve la torta de chocolate que Sofía compró en Los Sorianos. Cuatro segundos demora en notar que omitió su aniversario. En doce años jamás lo hizo. Sale de la cocina, apresurado, taza en mano. Cuando ingresa al escritorio, Sofía sigue inmóvil, frente al monitor. Ensaya una broma: -No fue olvido, es principio de Alzheimer.
Pero Sofía permanece muda, no lo mira. La oye sollozar. Cuando se acerca ve la foto y en la foto distingue a Annalisa. La gitana como le dicen, aunque es húngara. En la foto se besa con un hombre. Y ese hombre es él. Sofía no dice nada. Martín abrumado, rompe el silencio, admite:
– Sofi, hace tiempo que no estamos bien. O por deudas o por Morando, siempre estamos discutiendo. No sé… vivimos mundos paralelos.
Ella escucha. Después hace un mínimo movimiento con sus manos, como si las palabras de Martín se hubieran amontonado en sus piernas y las barriera, quitándoselas de encima.
– Esa mujer… si no hubiera aparecido… es que vivimos una letargia crónica.
Termina de decir letargia crónica y se maldice por usar las palabras de Pogolotti, su amigo desquiciado. Sofía llora calladamente. Con la obligación de remediarlo, Martín dice: -Fue algo pasajero. Ya se terminó.
Y sabe que miente. Pero no puede evitar conmoverse por la reacción de su esposa, que cabeza gacha, gime desolada. Entonces, potencia la mentira: -Te sigo queriendo.
Aunque de inmediato se arrepiente por persistir el juego de las apariencias. Ella deja de gemir y lo mira a los ojos. ¡Por Dios, no debió haber mentido así! Sofía permanece callada, en una actitud de pena y aflicción. Esa actitud lo convence a desarrollar hipótesis. Alguien quiere verlos peleados. En Morando Investement lo están persiguiendo.
Hay varios Betta codiciosos que se lo quieren devorar, y él es apenas un pez payaso. Termina de decirlo, y sabe que fue un ejemplo ridículo, aunque siente que al menos, en eso no miente. Por último, intenta abrazarla, pero Sofía se escabulle y escapa del escritorio.
Martín queda solo. Mira la foto en el Mac donde está besando a Annalisa. Sigue sin entender por qué se la enviaron a Sofía. Sabe que Annalisa no fue. Y lo sabe, porque ella viajó a Perú para no volver a verlo. La foto está en un correo electrónico. Busca el remitente. Lee la dirección del correo de origen. Es cuando siente un vahído porque la sorpresa lo impacta y le da una descarga de acetilcolina, los vasos sanguíneos se dilatan, la presión arterial cae, la sangre no llega al cerebro. Un mareo avisa el desvanecimiento inminente. Su vista se nubla. Una tufarada de calor y debilidad en sus piernas, es lo que le sigue. Va a caerse desmayado. Pero antes de perder el conocimiento, descubre que la dirección de origen es su propio correo. En ese momento torta de chocolate en manos y doce velas encendidas, aparece sonriendo Francisco. Sofía detrás. Alcanza a ver a su esposa y a su hijo, justo antes de perder el conocimiento y desplomarse al piso. Se hiere la cabeza. Se suceden espasmos violentos. Y la sangre brota de sus oídos y comienza a esparcirse.