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Cultura 12 de septiembre de 2017

Salones de la extinción

por Odda Schummann

Un amigo y yo alquilamos un piso en una calle empinada que baja hasta la costa de Massawa y abrimos un local clandestino de venta de animales. A decir verdad, solo teníamos unas aves y algunos roedores de pequeño tamaño. El capital provenía del padre de mi amigo, y al principio solo pudimos comprar unas cuatro jaulas y siete pajarracos de contrabando que llegaban desde Etiopía. Luego durante dos semanas nos echamos a esperar que el negocio ruede. Y tuvimos algo de suerte hacia fines del primer mes. Con el dinero que ganamos compramos archiveros y mesas de metal, colocamos aire acondicionado y pagamos varios meses de alquiler por adelantado. Incluso costeamos alguna coima a la policía cuando el barullo de los pajarracos avivó a la encargada del edificio. Si el negocio hubiera sido más grande hubiéramos tenido que matarla.

El edificio estaba casi vacío. Era propiedad de un excéntrico magnate que estaba esperando que se vaciara para detonarlo y construir un zoológico. Solo quedaban algunos viejos en los últimos 4 pisos y nosotros en el segundo. Nuestra idea era prosperar antes de que nos echaran. Con nuestros veintitrés años y sin planes de irnos, el magnate no tenía chance de construir el zoológico en vida; le quedaba poca mecha. Pero nos fuimos de mambo. Alquilamos los departamentos aledaños al nuestro y trajimos animales más grandes.

Llegó un momento en que hasta el más sordo y ciego podía dar cuenta de que había algo raro con nosotros. A la encargada la habíamos callado por las buenas, pero los viejos tuvieron que “padecer ciertos imprevistos administrativos”. Para fin de año estaban todos muertos. Teníamos vía libre y el negocio crecía sin parar. Pero nos volvimos un poco idiotas, éramos ambiciosos patológicos y nos convertimos en un problema para el excéntrico, que ya tenía encargadas las jirafas, cien toneladas de maní para elefante y pasto sintético para decorar la sala de estar. Por primera vez mi amigo y yo dividimos las ganancias de forma equitativa. Era mi gran meta cuando anteriormente me llevaba cuatro de las diez partes.

Tiempo después el magnate resultó ser el padre de mi socio. El edificio estaba lleno de animales ridículos y faltaba el broche de oro, algo por lo que valiera la pena construir un zoológico en pleno siglo veintiuno: la atracción final. Pasé once años en una jaula sin luz solar, comiendo lo mismo que los cerdos mutantes que cruzaron en Siberia y con algo en la garganta que no me dejaba emitir ningún sonido. Luego morí de inanición.
Ni siquiera sé quién escribió esto.

(*): www.paramatarlapoesia.com



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