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Opinión 8 de agosto de 2016

Salgán y los peldaños del arte

Por Fabrizio Zotta

Y George Harrison esperando, pobre”, decía Charly García en una entrevista de televisión cuando le preguntaban sobre la bestial capacidad compositiva de Lennon y McCartney. Mientras ellos competían en sofisticación, el guitarrista melódico más importante del mundo –también definición de Charly- era un algodón entre dos cristales.

Algo similar ocurre cuando se cuenta la historia del tango. Más precisamente del vanguardismo, o la llamada renovación. Un fenómeno musical que se extiende entre 1955 y 1970, y que suele identificarse con el marplatense Astor Piazzolla. Pero detrás de la enorme atracción que produce la obra de Piazzolla –atracción posterior, casi postmortem entre los tradicionalistas del tango- la figura de Horacio Salgán queda en la misma espera a la que se refería García. La obra de Salgán, menos histriónica, menos prepotente, fruto de una mente brillante en un cuerpo frágil y delgado, es igual de poderosa.

La semana pasada, en el marco del Festival de música y reflexión, Daniel Barenboim y Martha Argerich tocaron juntos nuevamente en el Teatro Colón de Buenos Aires, junto a West-Eastern Divan Orchesta. El repertorio: Salgán y Ginastera. Dos de los músicos argentinos de la actualidad más importantes de la historia celebrando a otros dos compositores que cruzaron la línea divisoria entre la música académica y la popular.

El maestro Horacio Salgán tiene 100 años y casi dos meses. Nacido en junio de 1916 –mismo año del nacimiento de Alberto Ginastera- fue una figura de la música popular porteña desde que Roberto Firpo lo contrató para integrar su orquesta típica en 1936. Tenía 20 años. Arreglador y compositor, tuvo una primera orquesta, en la cual cantó Edmundo Rivero, pero no tuvo el suceso esperado. Decían que Rivero cantaba mal, y que la música de Salgán era “rara”.

Ambas cosas eran un poco ciertas. Rivero nunca fue el cantor que amaron los puristas del género, y menos un año después de la muerte de Gardel, la estrella que eclipsó a cualquiera entre 1925 y 1935. Y los arreglos de Salgán, efectivamente, sonaban raros: pianista de las disonancias, jugaba con las acentuaciones, las melodías y el acompañamiento, llevándolos al límite de lo conocido –y tolerado- en la época.

No hacía mucho tiempo, luego de 1924, Julio de Caro había comenzado a escribir el tango abandonando el tradicional 2×4 (un compás con la unidad de tiempo divida en dos negras o cualquier equivalente, sea una blanca, cuatro corcheas, 8 semicorcheas…) y comenzó a escribirse en 4×4 o 4×8. Esta variación, que puede parecer imperceptible para quien solo escucha, le dio un matiz diferente, una atmósfera, un clima, un “aire” que lo volvió esa música sugerente que hoy estamos acostumbrados a escuchar.

Salgán impulsó las orquestaciones de vanguardia y fundó en 1960 el célebre Quinteto Real, formación con la que realizará sus presentaciones más famosas. Unos años antes se había cruzado con Piazzolla, grabando un disco juntos, que se llamó “Solo para fanáticos”, y en donde Salgán incluye “A fuego lento”, la pieza de su autoría que hoy tocan las orquestas más prestigiosas del mundo.

Los cambios en el tango, luego de la década de oro, tienen mucho que ver con los vaivenes políticos del país: tras de la caída de Perón en 1955, se redujeron los subsidios para muchas de las orquestas y formaciones musicales. El tango comienza a transformarse y aparecen, además, otros ritmos que copan la escena bailable de la juventud de la época, que había sido exclusiva del tango hasta entonces.

Allí irrumpen las figuras de Mores, Salgán y Piazzolla, en el momento donde el tango pasa de ser una música para bailar a ser una música para escuchar. Ese es el cambio que subyace cuando Salgán está componiendo “A fuego lento” (1953), Mores “Tanguera” (1955) Piazzolla “Adiós Nonino” (1955). En los 10 años que siguen Piazzolla rompería todos los límites como orquestador, compositor y reformista del tango. Pero esa es otra historia.

Salgán dijo de sí mismo que nunca quiso inventar nada, sino tocar el tango como a él le gustaba. Logró, sólo con eso, una de las obras más estimulantes de la música argentina, no siempre tan conocida, ni celebrada por el público contemporáneo. Quizá por aquello del “tango monoteísta”, como lo definió Sergio Pujol alguna vez, en referencia a Astor Piazzolla.

La historia necesita de lo icónico para poder contarse, al menos para trascender fuera de foros especializados. Está hecha de asimetrías, que –a veces con justicia, y otras veces no tanto- ubican en peldaños diferentes a Harrison y a Lennon, y también a Piazzolla y a Salgán. Pero, como escribió Diego Fischerman “Salgán es como los dioses, anterior al tiempo e inalterable. Era maduro y era perfecto a fines de la década del 40 sin haber sido nunca antes ni principiante, ni imperfecto.”