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Opinión 1 de agosto de 2020

Remembrando a Manuel Torres Cano

Por Guillermo Eciolaza (*)

Se fue Manolo, y no voy a escribir sobre él desde un currículum, o recuperando el balance de su producción profesional, académica o de sus gestiones institucionales con todos los claroscuros que pudieran interpretarse. Habría mucho que contar para quienes no lo conocieron y otro tanto que evocar para quienes hoy lamentamos su pérdida. Prefiero compartir las remembranzas que me despierta su partida, seguro de que son muchísimos los y las colegas de la Arquitectura, el Diseño Industrial y la Gestión Cultural que podrían suscribir estas palabras como lo hago yo, en primera persona, pero del plural.

A Manolo lo conocí unos tres años antes de entrar a la Facultad. Fue en junio de 1988, un sábado a la tarde, en la Biblioteca Pública Municipal, donde dio una charla de historia de la arquitectura marplatense. Dos cosas supe aquella tarde: que definitivamente iba a estudiar arquitectura y que quería ser docente universitario como ese profesor. Otras cosas que me iban a ligar a Manolo durante más de 3 décadas las supe mucho después.

A quienes no lo conocieron como profesor les cuento que era metódico y un muy eficaz maestro. Imposible no aprender con él. A pesar que era un orador discreto, muy poco histriónico a decir verdad, su consistencia y rigurosidad narrativa lograba siempre cautivar a la audiencia. Manolo era dueño de un discurso pleno de detalles, de pequeños hallazgos que hacían, siempre, de un relato académico una experiencia esperada y a la vez sorprendente. Nunca defraudaba. Sus clases eran entretenidas hasta para quienes detestaban la historia (personas a las que yo nunca entendí, pero me consta que existen). Trabajaba por sus estudiantes y por sus docentes a los que siempre alentaba a seguir formándose. Con una sonrisa, un gesto amistoso, una calidez que, a medida que se fue haciendo más grande, también crecía y lo volvió un profe entrañable.

Como investigador y divulgador, a través de sus trabajos, le ha contagiado su pasión por la historia de la arquitectura a cientos de personas. El pintoresquismo marplatense, el ferrocarril en el sudeste bonaerense, se destacan como temas que han ocupado muchísimos años de su labor académica compartida con otros docentes, becarios y buena parte de la sociedad marplatense con la que se vinculaba. Como profesional también ha sido prolífico, buen proyectista, perfeccionista en la ejecución de obra. Ha sabido asociarse con otros colegas para hacer una arquitectura comprometida que ha envejecido muy bien, y que ya forma parte de la identidad marplatense.

Como gestor universitario supo ser un presidente de centro de estudiante rebelde, capaz de organizar y sostener una huelga de hambre reivindicando derechos estudiantiles. Renunció como docente repudiando el Golpe de Estado del ‘76 y la intervención, para volver tras la dictadura convertido en un constructor institucional como el secretario académico que acompañó a Roberto Fernández en el decanato.

Ante todo, Manolo era un demócrata peronista de amplio espectro. Participé en 1992 de la asamblea estudiantil que discutía entre los diferentes candidatos quien sería el que los representantes en el Consejo Académico votarían, no puedo recordar exacto el resultado, pero no me equivoco por mucho si arrojo un 280 a 15 como resultado final a favor de Manolo en aquella noche. Franja Morada y El Muro, es decir el radicalismo y el peronismo universitario, coincidían en eso. En un momento en que la facultad apenas pasaba de los 500 estudiantes, una asamblea de 300 era realmente representativa. Finalmente, hasta la minoría docente declinó su candidato y apoyó su nominación. Manolo fue el único decano electo por unanimidad en toda la historia de la Facultad, merito extraordinario, nada sencillo de lograr.

Sus 8 años como decano fueron mis 8 años como estudiante, y tuve la inmensa fortuna de acompañarlo durante 4 años como consejero académico estudiantil, otros 2 como presidente del centro de estudiantes y otros 2 como consejero superior estudiantil. Nos veíamos a diario en decanato, en el mismo despacho que muchos años después ocuparía yo como decano, trabajábamos con la convicción de hacer lo mejor por la Universidad. Cuando dejó el decanato yo ya me había recibido. Mi título tiene su firma, me lo entregó el mismo, 10 años después de aquella premonitora charla en la biblioteca.

A mediados del año 2000, a un grupo de muy jóvenes arquitectos y arquitectas nos pareció que era una buena idea que Manolo, habiendo dejado recientemente el decanato de la facultad, fuera candidato a presidente del CAPBA IX. Había 4 listas, todas muy representativas de diferentes miradas colegiales, era una moneda de 4 caras volando en el aire. Y, contra todo pronóstico, salió bien. En el peor momento. La crisis profesional se profundizó en medio del corralito, y durante 6 meses prácticamente se detuvo toda la industria de la construcción. En todo sentido fue el peor momento para estar al frente de cualquier organismo, por lo económico, lo social, lo político, lo institucional y -en este caso- por lo personal porque sobre el final de aquel mandato la vida volvía a golpearlo muy duramente a Manolo con otra pérdida imposible de aceptar. Nunca se le escuchó una queja, un reproche, un resentimiento. La entereza de Manolo para hacerle frente a todas las adversidades también fue ejemplar. Seguíamos aprendiendo.

Tiempo después fue director del Instituto de la Vivienda y continuó en la gestión de la arquitectura social hasta su jubilación. Nunca se desvinculó de la Facultad. Continuó dando clases y actuando como asambleísta o consejero superior de la UNMdP, alternativamente. Protagonizó fuertes discusiones universitarias con mucha valentía para sostener sus puntos de vista, a veces disonantes para la voluntad mayoritaria. Hasta el año pasado (sin cuarentena quizás lo hubiera vuelto a ver este año), solía pasar a visitarme por mi (su) despacho, charlábamos un poco de política, de gestión universitaria y de historia de la arquitectura. Creo que él lo necesitaba y a mí me hacía bien reencontrarlo, conversar un rato, salir de los temas urgentes, mirar indulgentemente para atrás y más lejos para adelante. Me hacía preguntas inesperadas, reafirmaba algunas lecturas, me aconsejaba, me dejaba pensando. Como toda la vida.

Manolo gozaba de una actitud, de un modo de hacer las cosas que merece ser valorado desde el sentir más profundo de lo que representa el culto a la diversidad, a la convivencia, a generar lugar para todos, a incluir, a respetar, a no tener que declamar la tolerancia, sino a naturalizarla, podía inspirar desde una humildad para nada impostada, cariño y respeto por su sola presencia.

Construyó una red de afectos de gente que lo ha seguido durante años. Todos los que trabajamos con él nos hemos nutrido de su ejemplo. Sus consejos y comentarios, lejos de pretender ser infalibles eran sugerencias amables, que nos ayudaban a pensar y tomar decisiones mejor meditadas. No tuvo vocación por apropiarse de los logros ajenos por mucho que hubiera contribuido a alcanzarlos.

Todos los que pasamos cerca suyo nos llevamos algo. Dicen que recordar es volver a pasar por el corazón los momentos que se quedaron allí. Si fue ejerciendo la arquitectura, la docencia, haciendo investigaciones o publicaciones, si fue gestionando o discutiendo de política, da lo mismo, lo que hoy tiene valor es ese tiempo que compartimos y la huella que nos ha dejado la oportunidad de transitar con él una parte de nuestras vidas. Seguiremos extrañándolo allí, donde su presencia sigue siendo imprescindible.

(*) Decano de la Facultad de Arquitectura, Urbanismo y Diseño