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Opinión 1 de septiembre de 2019

¿Quién tiene la culpa?

por Jorge Raventos

El último viernes, con el riesgo país muy por encima de los 2.000 puntos y el dólar superando los 62 pesos, todavía en el vértice del gobierno se vacilaba al borde de medidas más ásperas de control financiero. Ese camino ya se había emprendido, sin embargo, cuando se decidió la “reperfilación” unilateral de la deuda, interpretada por los analistas como un default light (que no modifica capital ni intereses, pero sí los plazos de pago comprometidos). Más tarde se agregaría la limitación impuesta a los giros de utilidades de los bancos.

Elegir entre lo malo y lo peor

El gobierno mira con un ojo el almanaque (las elecciones son el 27 de octubre; el cambio de turno presidencial, en diciembre) y con el otro, las reservas. En la segunda mitad de agosto el Banco Central perdió 11.500 millones de dólares (382 millones el último viernes) tratando de paliar la divisa americana pero el mercado se muestra insaciable.

“Si las decisiones económicas no logran el efecto buscado se abre la posibilidad del control de cambios”, había admitido el mendocino Julio Cobos al salir de una febril reunión política en la residencia de Olivos. “De las alternativas malas que se podían adoptar se quiso empezar por las menos agresivas, pero no hay nada descartado”, explicó una fuente muy confiable.

Mientras el gobierno se esfuerza por evitar o demorar la adopción de alguna forma de cepo, el sector más intransigente del oficialismo se empeña en culpar de sus desventuras a la oposición, apuntando de a ratos a la “imprudencia e irresponsabilidad” de Alberto Fernández, cuando no a su conjeturada dependencia de los halcones kirchneristas o directamente de los dictados de la señora de Kirchner.

Pero cuando llueve, no resuelve nada acusar al cielo; mejor es buscar un paraguas… o quedarse bajo techo.

Política y verdad

¿Cuál sería, en todo caso, la culpa de Fernández: haber entregado a los responsables del FMI un documento que repetía opiniones que viene reiterando desde antes aún de ser candidato? Nadie podía sorprenderse por ese hecho.

En esta columna lo adelantamos un domingo atrás: “Es probable que tanto desde la entidad financiera como desde el gobierno se pretenda presionar a los triunfadores del 11 de agosto para que proclamen coincidencias con los acuerdos firmados por ambos. No sería razonable esperar que eso ocurra. Si se admite que fue la marcha de la economía la causa principal del repudio electoral al oficialismo -como de hecho lo confirman Nicolás Dujovne al renunciar y el gobierno al tomar medidas que contradicen aquellos acuerdos-, parece justificado que los ganadores preserven la cuota de esperanza que la mayoría de los ciudadanos expresó al votarlos y no debiliten ese crédito asociándose a una experiencia que recibió el castigo de las urnas y fue abandonada en la emergencia por uno de los firmantes”.

Curiosa autocrítica

Los voceros oficialistas toman esa conducta (previsible) del candidato opositor como el punto de inicio de una etapa de incomunicación y agresividad que daría como resultado el empeoramiento de las dificultades financieras del país. La noche triste del 11 de agosto la culpa fue asignada al voto mayoritario, que provocaba el castigo de los mercados. Después vino una autocrítica. Ahora no se habla de los votantes, sino de quienes fueron elegidos. Curiosa autocrítica.

Es cierto, con todo, que el clima político que parecía imperar una semana atrás -diálogo entre el Presidente y Fernández, despido o despedida de Dujovne, contactos entre los economistas opositores y las nuevas autoridades de Hacienda- se ha modificado. En el medio ocurrió la manifestación de apoyo a Mauricio Macri del sábado 24 de agosto.

La Plaza del Sí y el mercado del no

Se ha comparado esa demostración, convocada desde Madrid por Luis Brandoni y Juan José Campanella, con aquella Plaza del Sí de abril de 1990 que promovió el periodista Bernardo Neustadt en respaldo del gobierno de Carlos Menem. Efectivamente, pueden hallarse varios puntos en común en ambas jornadas: las reuniones fueron gestadas por personajes ligados a los medios, congregaron a un público mayoritariamente ajeno a la política activa y se concretaron al margen de aparatos partidarios (más allá de los discretos apoyos prestados por los respectivos gobiernos).

“Con aquella Plaza pretendí devolvernos ánimo y autoestima”, explicaría Neustadt años más tarde. Seguramente los mismos objetivos persiguieron ahora Brandoni y Campanella, alarmados por el profundo abatimiento que trasuntó el oficialismo a partir de la dolorosa derrota experimentada en las PASO.

Quizás la principal diferencia entre ambos hechos resida en que mientras la Plaza de Neustadt ocurrió cuando la presidencia de Menem apenas comenzaba, la de Brandoni y Campanella se produjo en el crepúsculo del mandato de Macri, cuando sólo sus simpatizantes más fervorosos o empecinados alientan la esperanza de descontar significativamente las diferencias en contra que arrojaron las recientes primarias, para peor ensanchadas después del escrutinio definitivo.

En cualquier caso, la Plaza del sábado 24 produjo consecuencias. En principio, inyectó entusiasmo en el propio Presidente, que ante esa muestra de respaldo de su propio público pareció persuadirse tardíamente de algo que él venía postulando con más escepticismo que convicción: que todavía sigue abierta la chance de su reelección.

La marcha del 24 reactivó en el Presidente su rol de candidato y su voluntad de pelea y su ilusión de triunfo, una actitud en que algunos se esfuerzan en compartir (no siempre con suerte: “No formo parte del gobierno. Soy candidato. Voy a acompañar al Presidente hasta octubre”, declaró esta semana Miguel Pichetto en un programa de trasnoche. “Hasta octubre” es la confesión involuntaria de su verdadero pronóstico).

Ilusiones y caras pintadas

Simultáneamente se activaron las voces más duras de la coalición oficialista, que además de reiterar argumentos clásicos sobre el kirchnerismo (agresivamente expuestos en la marcha del sábado), apuntaron contra los gobernadores peronistas, acusándolos de “extorsionadores” y cuestionando las críticas al decreto de necesidad y urgencia con el que el Poder Ejecutivo buscó ofrecer paliativos a la considerable devaluación del peso.

Se pintó a los gobernadores como reacios a ofrecer esos atenuantes, como interesados en acosar al gobierno y en desligarse de las responsabilidades ante los más necesitados; irónicamente, se les imputó asimismo incoherencia, ya que esas medidas (elevación del mínimo no imponible del impuesto a las ganancias, eliminación del IVA a los alimentos, que en su momento el oficialismo consideró demagógicas) las había impulsado el peronismo (a través de Massa y de Roberto Lavagna).

Se trataba de retórica de campaña. El 21 de agosto los gobernadores habían suscripto un documento suficientemente explícito, en el que dejaban en claro que “no estamos en contra de ninguna medida de gobierno que tenga como objetivo paliar la grave situación económica que atraviesa la mayoría de los sectores de nuestra sociedad, empezando por los trabajadores que vienen perdiendo el poder adquisitivo de sus ingresos”, y habían especificado sus quejas en que las medidas habían sido adoptadas en forma “inconsulta, unilateral y sin tener en cuenta de dónde saldrán los recursos (…) lo que el gobierno nacional no puede hacer es disponer inconstitucionalmente de recursos que son de las provincias (..) no podemos permitir que se apropien de los recursos provinciales por parte del Estado Nacional solo por el justificativo de intentar atemperar las consecuencias perjudiciales precisamente de sus propias y malas políticas económicas”.

El gobierno nacional dispuso los paliativos afectando fondos coparticipables, es decir, echó mano a recursos que no le pertenecen. Y no lo hizo conversando para tomar la vía del diálogo y el acuerdo, sino por decreto de necesidad y urgencia (cuando el Congreso está en período de sesiones ordinarias). La protesta de los gobernadores, lejos de ser extorsiva, fue primero declarativa y de inmediato, institucional: recurrió a la Corte Suprema.

Así se fue avivando el fuego de la competencia, una tensión razonable si se admite que hay una puja por el poder que, aunque parece dirimida por las elocuentes cifras de las PASO, no atravesó todavía el round legalmente decisivo de la primera vuelta electoral, que ocurrirá el domingo 27 de octubre.

La anomalía

El oficialismo subraya reiteradamente que “la elección no ocurrió”, una afirmación legalmente plausible aunque conlleve el riesgo de ignorar la realidad política. Lo que Mauricio Macri denominó “el palazo” del 11 de agosto efectivamente sucedió, y es por eso que una diversidad de actores (desde el “círculo rojo” al FMI) tratan a Alberto Fernández como virtual futuro presidente, aunque formalmente sea aún sólo un candidato.

Esta ambigüedad -esta anomalía creada por la avalancha electoral de las PASO y la distancia temporal que separa esa realidad política de la realidad legal- confunde a muchos. En primer lugar al oficialismo que, al mismo tiempo que declara innecesaria la idea de una “transición” y destaca el carácter de mero candidato de Fernández, le reclama a éste que asuma responsabilidades propias de un mandatario y que avale medidas o políticas que son las propias de quien ocupa efectivamente el cargo.

Macri y Fernández son, los dos, candidatos. Pero sólo uno de ellos es presidente en este momento.

Macri tiene perfecto derecho de moverse como candidato y de tratar de animar y consolidar el espíritu del tercio del padrón que lo votó. En todo caso, le conviene, como candidato, actuar con responsabilidad para no perjudicarse como presidente (y viceversa).

Fernández también ejerce el derecho a actuar como candidato y a proteger, en ese carácter, la esperanza de la mitad del padrón que respaldó su boleta. No tiene por qué compartir ni hacerse cargo prematuramente de un programa económico que viene cuestionando y cuyo fracaso -según la mayoría de los analistas- fue el que determinó el resultado de las PASO.

Si, como supone la mayoría de los observadores, Fernández va a tener que hacerse cargo del gobierno desde el 10 de diciembre, es bueno para todos que llegue a esa función con la menor cantidad de desgaste posible. Y también forma parte del menú colectivo de prudencia y responsabilidad contribuir a que este período de anomalía sea sucedido por uno que cuente con la mayor cuota posible de legitimidad, orden y autoridad. Hay sectores que ya han empezado una tarea de erosión y deslegitimación.
La pelea por el apoyo internacional

¿Expresión de ruptura?

¿El documento que Fernández dio a conocer después de su reunión con el FMI fue una expresión de ruptura con esa institución? No parece eso. El Fondo no está absuelto de rendir cuentas. Se trató, más bien, de crear las condiciones para un vínculo más realista, que tanto la entidad como sus miembros están en buenas condiciones de comprender.

Aunque el gobierno de Mauricio Macri quiso capitalizar políticamente en exclusividad el relacionamiento argentino con el mundo, y mostrarse como única garantía de ese vínculo, a partir del resultado de las urnas del 11 de agosto se ponen sobre el tablero otras consideraciones: pese a su alto costo -un apoyo financiero de más de 57.000 millones de dólares- el gobierno no pudo garantizarse continuidad. “Para nosotros, es sorprendente que el mundo crea que Macri es la solución”, declaró Alberto Fernández al Wall Street Journal, demostrando su interés por disputar y conseguir el apoyo de esa opinión internacional. Es decir: su desinterés por una política de aislamiento con la que algunos procuran asociarlo.

Cauto silencio

Los gobiernos del G20 mantienen un cauto silencio después de las PASO argentinas. Ahora el mundo parece disponerse (o resignarse) a tratar mano a mano con la Argentina no homologada.

Quizás, en ese sentido, haya que atender a la declaración del Departamento de Estado de Estados Unidos, país de máxima influencia en el Fondo, que “espera continuar la sólida asociación” con la Argentina “sea cual sea el candidato que el pueblo argentino elija como su próximo presidente”.

Otro testimonio: el vicepresidente de Brasil, el respetado general Hamilton Mourao, declaró esta semana que “aunque hay fuertes indicios de que la victoria irá del lado de (Alberto) Fernández y de Cristina Kirchner (…), Argentina es nuestro tercer mayor socio comercial, una gran parte de nuestros productos manufacturados son vendidos a Argentina, entonces tenemos que mantener esa relación”.

De Lavagna a Melconián

Que el acuerdo con el Fondo había estallado y debía renegociarse era un secreto de Polichinela. Lo venía explicando Roberto Lavagna, lo sabían la mayoría de los analistas económicos.

Un hombre tan cercano al Presidente Macri como Carlos Melconián lo proclamó a principios de semana en una conferencia pública: “El Fondo tiene que tener clarito que la continuidad virginal del Plan Picapiedra futuro es imposible”. El llamado Plan Picapiedra (por lo torpe y rústico) al que suscribieron el Fondo y el gobierno.

Lo razonable es que la renegociación sea iniciada por el gobierno de Macri, como se lo había planteado Roberto Lavagna al Presidente dos meses atrás. Si bien se mira, la definición de Fernández, que puso nerviosos a muchos operadores y agrió el ceño de muchos oficialistas, sirvió para impulsar las acciones que el gobierno adoptó el miércoles y que implican hacerse cargo de este tramo de la renegociación. Fue un paso valiente. Fue un paso obligado.

La “reperfilación” representa para un 80 por ciento del monto de la deuda sobre ley local un default temporal. Haber adoptado esa decisión fue íntimamente costoso para Macri, pero obedeció al hecho de que las reservas se estaban evaporando con la presión sobre el dólar y no había (no hay) certeza siquiera de que el Fondo aprobara el desembolso previsto para septiembre (una aspirina, de todos modos, para el ritmo de liquidación de reservas).

El rol de Lacunza

Hernán Lacunza, el ministro que ha recibido el legado de Nicolás Dujovne, parece haber comprendido que, a falta de un acuerdo explícito -obturado por las necesidades y los plazos electorales- él debe diseñar una diagonal que afronte los dramas del presente tomando en cuenta las comprensibles preocupaciones de quienes deberán hacerse cargo a corto plazo. Por ahora, para los que no se asustan con el barullo mediático, lo va logrando. Las medidas que adoptó Lacunza son discretamente aprobadas por el equipo de Fernández.

Al presentar su programa, el ministro sostuvo algo que el oficialismo no tuvo demasiado en cuenta a lo largo del período: “Ningún Gobierno puede solo, menos en época electoral”. Esas palabras parecieron un eco de otras, pronunciadas como advertencia por Miguel Pichetto: “Solos no van a poder. Todos juntos es difícil. Reflexionen sobre la relación con la oposición política. Reflexionen sobre los desafíos que tienen”. Pichetto las pronunció cuando aún conducía el bloque opositor en el Senado. Entonces fueron plegarias no escuchadas. Tenían sentido. Seguramente todavía lo tienen, por debajo y más allá de las lógicas de campaña y la batalla de las culpas.