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Opinión 20 de marzo de 2016

Quedar solo

Por Fabrizio Zotta

[Sábado, cerca de las 5.]

– “Sentado al borde de una silla desfondada, mareado, loco, casi vivo…”

No sabía de quién eran esos versos, de casualidad los recordaba y ahora se le repetían en la cabeza, como un loop insoportable. Con la mano derecha hizo el dibujito para desbloquear la pantalla de su teléfono, lo miró con atención. Siempre fue como un acto reflejo, mientras estaba en las reuniones o esperaba a la gente que venía a verlo; pero en estos días se había vuelto muy intenso. La pantalla devolvía una foto de sus hijos, y ninguna novedad.

Abrió el WhatsApp. Pensó en una frase ingeniosa, que pudiera iniciar un diálogo sin la presión del caso, aunque de todos modos tendrían que hablar de ello. No se le ocurrió tal frase. Buscó entonces otra idea: un mensaje de voz. Sería más personal, y tendría más recursos para explicarse.

– Hola, soy yo, o lo que queda de mí. Llamame y hablamos. No quiero hacer nada sin consultarte, te mando un beso.

Dudó. Tenía un instante más para borrarlo y grabar otro, pero decidió que no. Así estaba bien. Era la forma de tantear cómo estaban las cosas con ella. Imaginó que no estaría contenta, pero si había una posibilidad, con este mensaje, ella sabría qué hacer.

Hacía dos días que había regresado a la ciudad, y se había recluido en su casa. Miraba televisión, y cuando volvían los chicos simulaba. Con su mujer, un silencio raro. Sólo conversaciones cotidianas, y ella desviaba la mirada, por encima de su hombro, o por ahí. No lo miró más a los ojos.

Mientras consideraba opciones seguía mirando el teléfono. En el chat se habían puesto en celeste las dos tildes: una de las nuevas formas de la indiferencia. Es como si alguien te estuviera mirando a la cara, te escuchara, y no decidiera no responder, pensó.

Con sus colabores más cercanos no había querido hablar todavía. Primero quería hacer control de daños más arriba. Le molestaba la tibieza en lo más alto de la jerarquía; el silencio, podía llegar a entenderlo, era un contexto difícil, pero nunca hubiera esperado la tibieza en él. En política, a veces se tiene la idea de que no hablando de los temas desaparecen. Él lo había hecho también alguna vez.

Mejor lo llamo al Gordo, se dijo. Con él habían armado un vínculo más estrecho, y además no se asustaría ante un contratiempo como el que le había pasado a él. Llamó, pero el Gordo no respondió. Podía justificarlo, era un dirigente activo, ocupado.

Empezó a pensar en que quizá no haya vuelta atrás. Si sus aliados no le respondían, ya habían tomado posición. Es uno de estos casos donde no importa la verdad, sino lo que ya todos creen que es verdad; ante eso es poco lo que se puede hacer. En el fondo lo sabía, pero no quería creerlo.

Pensaba. La soledad es también la contracara del poder. Porque el poder siempre viene con mucha gente alrededor. Hay pequeñas cosas, detalles ínfimos que son gloriosos: te llaman para pedirte una entrada de esas que no se consiguen, y vos tenés; están todos los números en tu agenda, podés estacionar en cualquier lado, te invitan a lugares y no vas, y -como le están haciendo ahora- te das el lujo de decidir a quién atenderle el teléfono… Son pavadas, pero que generan una adicción enorme.

– ¿Sabés qué es la soledad? Haber sido y ya no ser.

Se lo dijo en voz alta al teléfono: al Gordo, a las tildes azules y los que ahora lo ignoraban. Y seguramente también a él mismo.

Estaban por llegar los chicos, y había que mostrarse sereno, tranquilo y sin presiones. Igual que ante la prensa.