River, para la eternidad
River pasó por todas las sensaciones hasta que consiguió la alegría infinita. Un momento que no se borrará nunca en el partido más cosmopolita e importante del fútbol argentino.
Por Juan Miguel Alvarez
Enviado especial
MADRID.- River derrotó a Boca y se consagró campeón de América. Jamás una frase tan simple sonó con tanta fuerza, tuvo semejante peso propio. El equipo de Marcelo Gallardo se quedó con el Superclásico más importante de la historia en el mítico estadio de Real Madrid. Un combo mágico digno de un cuento de Roberto Fontanarrosa, como fue la final de todos los tiempos.
Juan Fernando Quintero lo llevó a la alfombra roja. Y Gonzalo Martínez desfila por el césped del Santiago Bernabéu, con el arco a disposición, mientras todos los hinchas de River se unen en un abrazo que durará para la eternidad.
El 3-1 no se mueve más. Terminaron los 210 minutos de fútbol más largos del universo. Pasó el estrés y el nerviosismo. Ahora hay lágrimas de alegría -y de tristeza-, corazones que laten a mil, almas que no caben en los cuerpos. Jugadores e hinchas riverplatenses agradecen al cielo como si el resultado fuera voluntad divina. Allí seguramente está “Angelito” Labruna liderando los festejos, como tantas veces desde aquí abajo. Con la mirada cómplice de su viejo compañero Alfredo Di Stéfano, quien implementó alguna pócima mágica para llevar esta definición a su casa.
El Santiago Bernabéu, templo de tantas historias, fue testigo de algo jamás visto con anterioridad. Por la trascendencia deportiva del partido, expuesto más que nunca a los ojos del mundo, y por cómo lo se vivió desde hace 40 días a esta parte, para bien y para mal. Por eso de un lado hay una felicidad desbordante y del otro una frustración indescriptible. A miles de kilómetros de distancia millones sienten lo mismo. Así es el fútbol, de emociones opuestas.
Las imágenes se mezclan en forma aleatoria. Ponzio tiene 36 años y lo disfruta como un niño. Enzo Pérez quiere tirarse de cabeza a la tribuna para sentir con mayor intensidad el calor de su gente. Maidana y Pinola, quienes siempre andan con cara seria para impresionar a los delanteros rivales, ahora no pueden borrar la sonrisa de sus rostros. Quintero y Borré bailan al ritmo colombiano. Mayada y Mora sacan a relucir la bandera uruguaya, como Alzamendi en 1986, Francescoli en 1996 o Carlos Sánchez en 2015. Gonzalo Martínez y Pratto tienen la grandeza de saludar a los perdedores antes de celebrar el momento deportivo más importante de sus vidas. Después el “Pity” se para de frente a su gente; está más loco que nunca.
Todos los jugadores se abrazan una y otra vez. Hacen casi todo por inercia, porque ninguno sabe cómo celebrar semejante acontecimiento. Jamás lo ensayaron, ni en los sueños más profundos.
Gallardo disfruta un rato a la distancia, pero nadie más que él merece estar en el centro de la escena.
Por eso más tarde pisa el verde césped y se pone la camiseta de River, esa que vestirá hasta el infinito. ¡Algunos todavía esperan su Waterloo!
Antes el protocolo al mejor estilo Liga de Campeones. El plantel de Boca, pese a la angustia, le muestra a todos que se puede perder un partido de cualquier calibre pero no el respeto hacia el rival. Así, sus integrantes aguardan cabizbajos unos minutos en el campo en medio de la coronación.
Mientras los jugadores riverplatenses suben al palco oficial uno por uno para recibir las medallas. Los dos últimos son precisamente los emblemas Leonardo Ponzio y Jonatan Maidana. También está Marcelo Gallardo. Entre los tres levantan la Copa bien alto, donde también llevaron el orgullo riverplatense. Es la cuarta para la vitrina del club, sin duda la más preciada.
Estalla la lluvia de papelitos dorados mientras suena el Himno de River Plate. La emoción es penetrante. Tanto que invade a los espectadores extranjeros que hasta hace minutos conocían poco y nada de la Libertadores.
Después los jugadores dan la vuelta olímpica a paso de hombre, para que no termine nunca. Los fotógrafos buscan captar la imagen perfecta. Y los protagonistas ofrecen alternativas: ahora corren y se tiran de palomita alrededor del trofeo.
En el estadio solo quedan los de rojo y blanco. No baja la intensidad. Todos cantan y gritan. Algunos ríen, otros lloran. Hay personas hechizadas por Gallardo, alucinadas por el “Pity” Martínez, cautivadas por Ponzio, enamoradas de River. Amor verdadero, el que dura toda la vida, el que es fruto de la pasión. El que atravesó los momentos más difíciles hace muy poco y ahora lo compensa con la mayor felicidad.
Ya quedaron atrás las vigilias, las dudas, el miedo a perder. La intensa lluvia inoportuna. El papelón mundial del 24 de noviembre, que desnudó la irracionalidad de algunos -también los encargados de “cuidarnos”-, privó a setenta mil almas de disfrutar “nuestra” fiesta y abrió la puerta al negocio más absurdo de la competición.
Pero ahora todo se olvida. Porque hoy ya no hay día ni noche, Buenos Aires ni Madrid, Monumental ni Bernabéu. Todo se llama River Plate. El fútbol quedó rendido a sus pies. Su orgullo será infinito, durará para la eternidad.
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