Por qué el gobierno se encuentra a la defensiva
Alberto Fernández.
Por Jorge Raventos
En vísperas de un pronunciamiento importante de la Corte Suprema, que viene asimilando por ese motivo todo tipo de presiones encontradas, Alberto Fernández ha desafiado al alto tribunal haciendo blanco en su titular, Carlos Rosenkrantz.
El próximo martes, según dispuso el número uno de la Corte, el cuerpo deberá tratar la situación de tres jueces que, tras asumir controvertidamente sus cargos durante el gobierno de Mauricio Macri, fueron devueltos a sus ubicaciones anteriores por una iniciativa del Consejo de la Magistratura, el voto del Senado y un decreto del Presidente, después de que varias instancias judiciales rechazaran sus recursos y amparos.
Los tres magistrados esperan que la Corte suspenda el desplazamiento y los ratifique en las posiciones que acaban de perder, y han solicitado que el tribunal superior se aboque a ello a través del recurso de per saltum. La convocatoria de Rosenkrantz pretende dar “una respuesta adecuada a derecho” al pedido de los tres magistrados y pone al cuerpo en el brete de pronunciarse ya, algo que le reclama con vehemencia un sector de la opinión pública y de los medios y que los jueces supremos parecían inclinados a postergar.
Alberto Fernández creyó pertinente y oportuno cuestionar airadamente a Rosenkrantz por su iniciativa “¿Cuál es la disyuntiva que tiene el presidente de la Corte, que tiene tanto ahínco? – se encrespó- ¿Qué está buscando?”. Es probable que esa reacción del Presidente no tenga otra consecuencia que disimular con un apremio inconducente la presión en sentido opuesto que se ejerce tanto sobre el alto tribunal como sobre la intención del gobierno de reformar la justicia federal.
Reaccionar equivale a haber perdido la iniciativa. El gobierno nacional se ha transformado en una estructura a la defensiva y el símbolo de la etapa es el cepo, que busca -como apuntó el ministro Martín Guzmán- “aguantar” la escasez de dólares en las reservas hasta que lleguen dólares “genuinos” (en marzo, del campo) o prestados (antes de esa fecha, para lo que hay que conversar amablemente con el FMI).
Eduardo Duhalde ve groggy a Alberto Fernández (lo compara con Fernando De la Rúa y con él mismo cuando preparaba su retirada) y para desmentir esa imagen tóxica, el Presidente apela a gestos de combatividad que -a la inversa-, confirman su endeblez actual.
Exhortar a los argentinos a “ahorrar en pesos” justo en el momento en que cuatro millones de pequeños ahorristas se ven frustrados en su intención de comprar los pocos dólares que el gobierno hasta una semana atrás les admitía, parece una muestra de ingenuidad o de confusión. La falta de confianza en el peso requiere remedios más eficaces que el discurso voluntarista.
La falta de confianza se traslada al gobierno. Probablemente porque éste suele encapsularse en una atmósfera interna tensada por pujas de influencia y, en esa dialéctica, la figura presidencial se desdibuja mientras crece la de su gran electora, la vicepresidente, que ante el espacio desierto y por mero efecto gravitatorio establece sus preocupaciones y afanes como prioridades.
El gobierno alega que es la influencia mediática la que induce esa imagen. “En el diario de ustedes le echan de todas las culpas de lo que sucede en Argentina a Cristina Kirchner” -les reprochó esta semana el jefe de gabinete, Santiago Cafiero, a dos periodistas del grupo Clarín.
CLIMAS ACIAGOS
Una cosa no es óbice para la otra y un dirigente político debería comprenderlo. El conflicto con los medios dominantes es sencillamente otro dato objetivo que converge en el decaimiento general del gobierno, más que su causa. Conviene quizás considerarlo un síntoma. Habitualmente en tiempos de dificultades se observan esos indicios, esos climas.
Cuando un columnista tan establecido como Joaquín Morales Solá -presidente de la Academia Nacional de Periodismo, nada menos- escribe un artículo como el que firmó un domingo atrás en La Nación vale la pena preguntarse qué está pasando (o qué está por pasar).
“El país vacila ante el abismo (…) El paisaje es yermo, se lo mire desde donde se lo mire (…) Cristina Kirchner se dio el lujo político de destituir a tres jueces que la juzgaron o la juzgarán con el voto de 41 senadores de los 72 que hay en total. La rendición de la dirigencia peronista es tan alarmante como la decadencia económica (…) la deserción de la Corte Suprema frente a un grave conflicto institucional, la complicidad de la Cámara de Casación Penal (que aprobó las destituciones) y las insoportables dilaciones de la Cámara en lo Contencioso Administrativo, que no resuelve nada sobre el planteo de los jueces damnificados (…) La Corte Suprema huyó de su responsabilidad institucional, que la obliga a tomar una decisión en el caso de los tres jueces destituidos de hecho por el Senado que gobierna Cristina (…) La Corte calla (..) La oposición está acorralada (…) Cristina avanza, pero el precio político es cada vez más caro para ella y para Alberto Fernández. Podría serlo también para la Corte Suprema”.
Esas ideas compactadas impresionan. El autor describe un cuadro dramático (sobre el que implícitamente reclama soluciones) que abarca no sólo a los poderes institucionales (Ejecutivo, Legislativo, Judicial en diferentes instancias, incluso la suprema), sino -si bien se mira- a su basamento, la soberanía popular, que es la que los entronizó. Es un retrato de catalepsia social e institucional.
La desasosegada perspectiva de Morales Solá no es excepcional. A juzgar por las movilizaciones que se vienen produciendo en varias ciudades del país (en primer lugar, Buenos Aires), hay un número considerable de personas que no parecen dispuestas a convivir con el gobierno, ni tampoco a admitir fallos judiciales, normas legislativas o conductas políticas que no coincidan con sus juicios (o prejuicios).
LA JUSTICIA Y EL PODER
Pequeños detalles: el gobierno no ha cumplido un año aún y, por lo demás, hay una amplia porción de la ciudadanía que votó aquellos poderes y no comparte ni las prioridades temáticas ni necesariamente las sospechas o las inquinas del sector que se refleja en aquella descripción. Dentro de ese amplio conglomerado hay, por otra parte, una legión mucho menos numerosa pero muy intensa, que expone sus propias ideas con un simétrico énfasis patético. Si para aquellos la señora de Kirchner ordena todos los fallos judiciales, las normas legislativas y las medidas administrativas de las que ellos abominan, para la minoría intensa que se referencia en la señora, las investigaciones judiciales que la incriminan son obra de lo que denominan lawfare.
Unos y otros coinciden, irónicamente, con Trasímaco (Platón, La República): “Te digo que la justicia no es otra cosa sino la ventaja del más fuerte”. Sólo que para unos “el más fuerte” es la señora de Kirchner (o el gobierno, o el peronismo) mientras los otros señalan al poder financiero (la oligarquía, los grandes medios, el imperio, etc.).
Esa es la infraestructura de la grieta, que parece volver imposible la convivencia. Un fenómeno que se incrementa con las dificultades y tensiones económicas y con el agravante de una pandemia que no parece tener fin a la vista.
Una sociedad necesita convencerse de que tiene un destino común. O, al menos, comprender que la convivencia es más redituable y lúcida que los juegos de masacre. Necesita también -mucho más en un país culturalmente presidencialista- que se ejerza una autoridad firme y legítima, capaz de suscitar confianza y respeto incluso en los fragmentos que se resisten a la unidad.
Roelf Meyer, uno de los pilares del proceso de pacificación de Sudáfrica – y hoy un prestigiado mediador en la búsqueda de salida a situaciones de conflictos ancestrales (Irlanda, Colombia) enseña que “no se puede superar enfrentamientos cuando una de las partes se siente superior a la otra. Si hay supremacismo, no puede haber redistribución del poder. Unos creen merecerlo todo y otros luchan por quitárselo todo”. Para él, el secreto para pacificar reside en “transformar la identidad de cada parte y todos sus principios irrenunciables en cuotas de poder, porque la identidad y los principios no se pueden repartir, pero el poder político, sí”. Y “el síntoma de que vas en la buena dirección es que todos dejan de hablar del pasado y sus grandes gestas y empiezan a hablar del futuro y el presente”.
Argentina ha encontrado momentos de ese tipo. Lamentablemente, siempre sobrevinieron después de alguna crisis grave. ¿Será posible evitar esa condición?
Para salir de su repliegue, y fortalecer la gobernabilidad, el Presidente debería recuperar recuperar la iniciativa, desempeñar su función con el espíritu de sus primeros mensajes, retomar los compromisos de trabajo en común con todos los gobernadores y con los sectores económicos y sociales, volver a la actitud colaborativa de los primeros momentos de la pandemia y formular un proyecto de reactivación y crecimiento. Se trata de ir más allá del aguante, más allá de las agendas del pasado; afirmarse en el presente y el futuro.
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