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Opinión 10 de julio de 2017

Pobreza, trabajo y salud

por Julio César Tuseddo

Pobreza y salud son dos factores sociales indiscutiblemente relacionados. Especialmente el individuo en condición de pobreza tiene en general como único capital su humanidad con la que desarrolla su tarea productiva: “el trabajo”. Con él aporta sus ingresos al hogar a partir de lo cual podrá darse posibilidades de desarrollo a sí mismo y a su grupo familiar. Trasladado al colectivo de la comunidad, las oportunidades de salud que la sociedad va ganando o perdiendo se traducen en el tiempo en mayor o menor capacidad de trabajo y finalmente de desarrollo productivo de la persona, de la familia y por extensión del conjunto de una área geográfica.

Esta relación pobreza/salud no es menor y traduce el valor del concepto “estar sano” como condicionante de la capacidad productiva de un colectivo y en consecuencia de la posibilidad de reducción de la pobreza, dolorosa realidad que nos afecta en estos tiempos y que hoy castiga a un alto porcentaje de compatriotas.

La condición de sociedad sana depende entre otras cosas de una adecuada estructura de saneamiento, de provisión de agua potable, de un buen medioambiente, de un ecosistema cuidado, de protección de las condiciones laborales y también de un apropiado acceso al sistema de salud.

Lamentablemente la evolución en el tiempo de nuestro sistema de salud ha condicionado que los servicios ofertados en salud pública hayan sido organizados comúnmente en función de los requerimientos del recurso humano, especialmente de los profesionales y no necesariamente de las necesidades de la población a la cual debe dar respuesta. La historia de nuestros hospitales explica que la satisfacción de las necesidades integrales de los verdaderos usuarios más allá de lo exclusivamente técnico-terapéutico, no haya sido el centro de la preocupación y desarrollo, con el corolario de dejar un usuario frecuentemente insatisfecho con el servicio recibido. Por otro lado en medicina privada, la organización de la atención se orienta por lógica al lucro, que desde el punto de vista ético empieza a ser cuestionable en función de las inequidades existentes, por ser la salud en nuestro país un bien social y porque el negocio con ella es una condición inmoral en ese contexto.

Para toda esta estructura el objetivo finalmente es cortoplacista, puesto que resuelve (a veces) el problema coyuntural y no capitaliza en salud integralmente al individuo y la población. En general, el diseño y organización de todos los servicios de salud tienden a mirarse el ombligo, debiendo las personas adaptar sus problemas y necesidades a lo que se le ofrece en lugar de ser a la inversa, perdiendo en este escenario la esencia de su existencia: estar al servicio de la comunidad para contribuir a que goce de salud. La organización de nuestros Hospitales y Centros Salud, públicos y privados, así como las relaciones que se establecen entre ellos (la Red de Atención) generan serios problemas a la población a la que dirigen su asistencia. La realidad nos muestra un sistema que se ha establecido para atenderse a sí mismo y no a la población de la que es responsable, situación que explica los malos resultados que tenemos a pesar de una inversión económica elevada.

Se necesita de políticas sanitarias que superen la mirada tradicional del paternalismo implícito en la “beneficencia” clásica, y que empiecen a reconocer en el usuario los derechos que emergen de su condición humana, reconocer a las personas asistidas su condición de libres con responsabilidad y autonomía, individuos a los que además debe satisfacerse en sus expectativas de calidad de atención, para que se capitalice en su máximo rendimiento las consecuencias sociales positivas de estar sana. Se necesita un Estado que entienda y cuantifique los problemas, que gestione acciones y que mida resultados, pero sobre todo se necesita un Estado que garantice el acceso equitativo a los servicios de salud.

No es entendible en la era en la que las comunicaciones son tan fluidas, que una persona deba perder un día de trabajo (con sus consecuencias sobre la economía y organización familiar) haciendo una cola para pedir un turno o para resolver una consulta; no es aceptable que no haya comunicación, coordinación ni acuerdo entre los diferentes niveles y/o centros de asistencia; es inmoral que un paciente deba vender objetos personales o tomar deudas para poder hacer un estudio, consulta o procedimiento médico; no es éticamente aceptable que con argumentos económicos se niegue atención y es anticonstitucional que el Estado no cumpla su rol de garante de acceso a los servicios de salud.

En una cultura que le da más jerarquía a otros factores de menor valor social que a la salud no es extraño que no se generen mayores niveles de reclamo ante semejante escenario. Pero como dice el dicho popular “uno no va buscar la salud hasta que la salud lo va la salud a a buscar a uno”, el dilema se plantea cuando vemos las consecuencias sociales en términos de empobrecimiento que dejan las políticas que abandonan la salud a su suerte por el impacto que sobre la capacidad de producción produce la enfermedad.

Empezaremos a resolver los problemas de la pobreza cuando retomemos los principios de la justicia social:asegurar trabajo y en condiciones dignas; educación pública con estándares de calidad superiores a los privados, y servicios de salud de calidad que no dependan de la capacidad de pago para ser accesibles.
“Solo sirven las conquistas científicas sobre la salud si éstas son accesibles al pueblo”. Ramón Carrillo

(*): Ex Director General CEMA.