Norma me contó la situación afuera. Es terrible, la calle se volvió tan violenta… Los jóvenes, la policía, los adultos… todos perdieron la línea. No puedo creer que tenga que esconderme en mi propia casa. Aún tengo la fuerza suficiente para bajar y subir la escalera una vez al día.
Es cierto que Norma me ayuda bastante, pero todavía no soy una inútil. ¡Es que me da tanto miedo…! desde la ventana les veo las caras endemoniadas a esos chicos. Sé todo lo que pasa en la calle, es mi pasatiempo. Igual que el de cualquier vieja que está sola, más precisamente de aquellas que se deshicieron de los relojes de sus casas y ya no sienten el paso del tiempo.
Hay un momento en la vida, ya entrado el deterioro terminal, que la inercia hace que uno pierda cuidado de muchas cosas en la vida. Con suerte, aparece el cuidado personal. Yo por lo menos me cuido de la violencia en la calle. Pero no hay cómo escaparle a la muerte, no a mi edad. Y sé que cuando eso pase mis hijos se van a acercar y van a volver a hablar entre sí para organizar la burocracia de la herencia, la limpieza de la casa, el destino de mis cenizas y otras cosas que cuando estén resueltas quedarán olvidadas en un cajón de aire.
Así que le pedí a Norma que me mantenga la casa limpia y me ayude a guardar en cajas todos los libros, fotos y electrodomésticos. Siempre me gustó estar lista de antemano para todo. Ya desconecté el timbre, el teléfono y separé la ropa de salida. Y desde que levanto la persiana (todavía eso me hace sentir viva) por la mañana hasta que la cierro, que serán unas doce horas de diferencia, me siento a ver por la ventana y a dar gracias de que la muerte no me encuentre en manos de ese chico Martín o de los conductores violentos.
Es todo lo que puedo pedir. No hay nada que hacer a esta altura más que recordar lo que se puede y dejar que pase el tiempo. Y casi me olvido de Norberto. Lo mismo va a pasar conmigo. Sólo espero que Norma no se aproveche de mí. En tal caso, ella tiene un apartado en mi testamento… ¡Pero qué locura pensar en esto! Tantos años queriendo convencerme de que es algo natural y ahora, pisando los ochenta o más (ya no recuerdo) me tiemblan las piernas. No me quiero morir… ¡No quiero morir ahora!
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