Cultura

Para matar la poesía: Absorción

Por Odda Schumman

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Cuando me desperté eran las 5 de la mañana. Todavía no había sonado el despertador y ya había dormido lo necesario. Como siempre tengo algo que hacer quise levantarme, pero el cuerpo no me respondió. Corrí las sábanas y frazadas para asegurarme que todavía estuviera ahí, pero en eso sonó el despertador.

Eran las 6 de la mañana. ¿Ya pasó una hora? Claro, un cuerpo muerto está por fuera de las reglas del tiempo… Intenté levantarme y tampoco pude. ¿Será eso de la voluntad? Confieso que la noche anterior quería amanecer muerto, pero fue un decir. Una de esas cosas tontas que uno dice siempre cuando está enojado o desbordado.

Hice la mímica de dar ese impulso de señora venida a menos, pero tampoco funcionó. Esa mañana estaba solo. Solo en ese cuadrado de cama inmensa. Todos los límites estaban fuera de mi alcance. Pero vi a Carmencita, la gata de al lado que siempre se me mete por la ventana. Estaba muy tranquila mirándome desde lo más alto del placard.

Tuve ganas de matarla. De verdad, esta vez no fue un decir. No hizo nada, me vio inválido y no hizo nada de nada. No puedo volver a confiar en ella; incluso temo volver a confiar en mí… creí que tenía un cuerpo bien preparado y ni siquiera podía levantarme de la puta cama. Así que respiré hondo y traté de concentrarme (esas cosas raras que dicen los que no están pasando por un momento de mierda), pero me quedé dormido. Sonó el despertador de vuelta.

Eran las 5 de la mañana. Mi delirio era claro, no podía haber pasado un día entero absorbido en una cama… ¿o quizá sí? Pero ahora sí que no veía los bordes; debí haber ingresado al subsuelo porque solo llegaba a ver el techo pálido de la habitación. Sabía que había sol afuera, pero todo estaba oscuro como fin de día.

Si había pasado una noche así, Lara tenía que venir en cualquier momento por la mañana. Pero no llegó. La gata se fue y las paredes del colchón se fueron elevando a izquierda y derecha sin que yo pudiera hacer nada. El despertador volvió a sonar pero ya estaba fuera de mi rango. Mi cuerpo era de hierro puro y estaba desarticulado.

Revisé mentalmente días anteriores, pensamientos, y todo lo que pude. Poco a poco, todo eso también se volvió de hierro. Tenía la cabeza pastosa y nublada y ya no había luz. Al cabo de unos minutos me fue imposible salir de una anécdota: se trataba de un tonto sueño en que yo era Dios… Admito que ahí tuve que pegar la vuelta, aflojar y dejar de pensar a 5 mil revoluciones. Entonces sonó el despertador. Eran las 8. Todavía tenía tiempo de prepararle el desayuno a Lara y darle cátedra de la vida.

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