Pandemia, política y juegos de masacre
por Jorge Raventos
Es posible que la batalla de las clases presenciales a la que se han empujado los gobiernos de Alberto Fernández y Horacio Rodríguez Larreta constituya para ambos un juego de masacre, en el que uno y otro se desgastan en beneficio de terceros. También es posible que las partes interesadas estén tomando nota de esa situación.
En principio, este último zafarrancho con escenario en la región metropolitana va a ser dilucidado en la Corte Suprema. En diciembre señalábamos en esta columna: “Allí donde está mal asentado y dividido el poder político(…) su dispersión puede llegar a regalarle amplias cuotas de protagonismo a la Justicia (y a sus jerarquías)”.
La judicialización es una derrota de la política o, si se quiere, una manifestación de debilidad o impotencia de sus actores más lúcidos.
Más allá de los hechos objetivos que fundamentan los posicionamientos, la discusión “escuela versus salud” que se ha esgrimido como relato de estos episodios encubre, en verdad, una pulseada de poder en la que dos gobernantes de talante moderado y dialoguista se trenzan por impulso de fuerzas que no controlan pero sobre las que se apoyan.
Paralelas que se tocan
Si bien se mira, en términos de educación y de salud, las diferencias entre Fernández y Larreta son irrisorias. El presidente se declara a favor de la presencialidad, ha dicho que comparte las ideas de su ministro Trotta y ya trabaja con él en la “presencialidad administrada” que espera aplicar a partir de mayo. No fue por amor a la virtualidad que suspendió por dos semanas las clases presenciales, sino alegando la situación sanitaria.
De su lado, Larreta no duda de los datos centrales en los que se apoya el gobierno nacional: coinciden con los que proporciona su muy idóneo ministro de Salud, Fernán Quirós, quien ha señalado que hay una “curva tremendamente acelerada de casos”, que “el sistema de salud se ha estresado muy rápido” y que las unidades de cuidados intensivos del sector privado porteño “están arriba del 95% de ocupación”.
Los estudiosos coinciden en que la situación sanitaria es muy amenazante: la distinguida columnista científica Nora Bär publicó, en un medio claramente opositor al gobierno nacional, una extensa nota sobre las proyecciones computacionales de un investigador de la Facultad de Ciencias Exactas -Rodrigo Castro-; allí se sostiene que la tasa de reproducción de infecciones de Covid en la provincia y en la ciudad de Buenos Aires es muy similar (1,7 versus 1,5) y que “de mantenerse la tendencia (…), podríamos alcanzar alrededor de 50.000 casos diarios en 15 días”. Eso, cuando los recursos hospitalarios ya están prácticamente desbordados: la presidenta de la Sociedad Argentina de Terapia Intensiva, señaló esta semana que esta vez sí “puede haber un colapso del sistema”.
Cualquiera puede entender que, con esos denominadores comunes, no hubiera sido difícil llegar a acuerdos que evitaran la cinchada de esta semana. Pero sucede que, en rigor, lo que se discutía con la excusa de la salud y la educación era una cuestión de poder.
El decreto de necesidad y urgencia de Fernández estuvo impulsado por el dramatismo de las cifras sobre infecciones y muertes (y por sus perspectivas más alarmantes, que pueden convertir en una catástrofe sanitaria los sectores más vulnerables del conurbano). El gran Buenos Aires (eje del poder del Frente de Todos) es funcionalmente inescindible de la Capital: el AMBA es una realidad.
La ciudad de Buenos Aires es, por su parte, el eje de poder de Juntos por el Cambio y la principal plataforma geográfica de la oposición (no sólo de la oposición política). Y en ese ámbito (como en franjas del conurbano, principalmente el corredor norte) han crecido posturas de fuerte enfrentamiento con el gobierno de Fernández así como la vehemente sospecha de que el oficialismo nacional se propone sofocar la autonomía porteña y, en general, aplastar a quienes se le opongan.
Ante el DNU de Fernández -que no fue anticipado ni siquiera a su gabinete (y, por cierto, tampoco al jefe de gobierno porteño), Larreta se vió arrastrado a una reacción más dura que la que en otras circunstancias hubiera adoptado, porque un sector intenso de la heterogénea base que lo sostiene (halcones partidarios, opinadores mediáticos y de redes, caceroleros vocacionales y no tanto) que lo venía esmerilando y cuestionando su “falta de actitud”, le reclamaba ahora que defendiera “la autonomía porteña”.
Aún en esas circunstancias de confrontación objetiva hay espacio para acuerdos mínimos. La semana última escribíamos en esta página: “Estos tirones se producen en la misma semana en que negociadores del gobierno y de Juntos por el Cambio avanzaron en un acuerdo para postergar un mes las elecciones primarias y las generales. En la esfera de la política, la tensión y los acuerdos son paralelas que se tocan”. Esta semana se confirmó la coincidencia sobre la postergación electoral (que muchos analistas daban prematuramente por muerta).
Larreta y Fernández, aun en la discordante reunión que ambos mantuvieron en Olivos una semana atrás, alcanzaron al menos un acuerdo discreto. Aunque Fernández, el miércoles 14, en su discurso, había dicho que de las resoluciones que adoptaba “me hago cargo yo, y son las fuerzas federales las que tienen que hacer cumplir esto”, en la aplicación de las medidas se cuidó de avanzar sobre la actuación de las fuerzas federales en territorio porteño, que habría sido considerada una intervención, habría colocado a Larreta en una situación de mayor debilidad frente a los exponentes más inflexibles de su propia coalición (y, por otra parte también habría dañado al presidente en su propio electorado porteño, tanto el que mantiene como el que se ha ido decepcionando). Antes de jugar con estos temas, conviene siempre recordar que las batallas entre fuerzas nacionales y porteñas por la federalización de Buenos Aires produjeron en 1880 más de 10.000 muertos.
Cada uno de los gobernantes estaba forzado por su propia realidad a mantener la postura con la que habían iniciado sus conversaciones (Fernández, su DNU; Larreta, su insistencia en la presencialidad); por eso, un segundo acuerdo implícito fue mantener la discusión dentro del marco institucional. Es decir: acudir al arbitraje de la Justicia.
Fallos fallidos
Razonablemente, Larreta presentó un recurso ante la Corte. Pero simultáneamente sus aliados alentaron a un sector de padres a presentar ante la justicia porteña un recurso, formalmente dirigido a exigir que la Ciudad no cumpliera con el DNU de Fernández y a que, por lo tanto, abriera las escuelas… por disposición judicial.
Fue una astucia para esperar la palabra de la Corte sin retroceder de la presencialidad y, de paso, para exhibir la bandera de la autonomía (se obedecía a la justicia del distrito para desobedecer el decreto nacional).
En verdad, el ardid suponía también una inconsistencia: si había alegado ante la Corte, la Ciudad no podía pasar por alto que una justicia local, menor, no podía ser autoridad ante un decreto de orden federal con fuerza de ley. Ante el DNU, ese tribunal local tenía tanta competencia como el tribunal de penas de la AFA.
A partir de esa situación la pelea se transformó en una discusión sobre el acatamiento del gobierno al DNU presidencial.
Del sector más inflamado del oficialismo surgió la propuesta de intervenir la Capital por ese desacato. No era, por cierto, la opinión de la Casa Rosada. El procurador del Tesoro, Carlos Zannini, optó por otra vía: planteó la inhibitoria ante el Juzgado Federal en lo Contencioso Administrativo. El magistrado actuante dictaminó, plausiblemente, que la competencia originaria en esa discusión era la Corte Suprema, pero -incoherentemente, puesto que estaba declarando su propia incompetencia en el asunto- revisó y revocó la medida cautelar de la justicia porteña. Así, el gobierno nacional tuvo un fallo favorable, igual que el porteño. Y en ambos casos los fallos han sido incorrectos y desatinados. Puro pretexto.
El texto válido lo proveerá la Corte, sobre la que recae ahora la presión: se le reclama que resuelva rápido aunque debe esperar que las partes se pronuncien en los tiempos procesales que les corresponden.
Para Larreta ya es una victoria institucional que el asunto se trate en la Corte, lo que ratifica que, a estos efectos, a la ciudad se la equipara con una provincia (un punto sobre el que la Corte ya se había pronunciado pero que el oficialismo nacional no termina de digerir, lo que reiteró el procurador del Tesoro esta semana, cuando actuó en otro contencioso: el referido al recorte de fondos de la coparticipación al distrito porteño).
La Corte y un fallo salomónico
Es probable, sin embargo, que la ciudad deba resignarse a lo evidente: no puede negarse a cumplir un DNU presidencial (mucho más si este, como ha ocurrido, es ratificado en el Congreso). Por otra parte, aunque seguramente la Corte señalará que no sería pertinente que el estado nacional intervenga en cuestiones atinentes a la educación, que son atribución de las provincias o, en este caso, la ciudad autónoma, no es constitucionalmente objetable que el Ejecutivo nacional disponga sobre cuestiones sanitarias, particularmente en una situación de emergencia y ante una pandemia como la que se está sufriendo.
La Corte arbitrará. Pero la política necesita encontrar sus caminos propios de acuerdo, resolución razonable de los conflictos y abordaje conjunto de los problemas comunes.
La opinión pública no necesariamente se expresa a los gritos, a los bocinazos, a los golpes de judicialización o en las redes. Por algo se habla en sociología de la mayoría silenciosa. Las encuestas indican que esa mayoría silenciosa no desea ni aprueba la confrontación permanente, espera que haya sensatez y buena gestión, diálogo, cooperación. Sentido común. Principalmente ante la agresividad de la pandemia.
Los últimos conflictos y sus consecuencias quizás ayuden a los políticos a mantener el oído receptivo ante esa mayoría silenciosa más que al ruido y la furia.
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