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Opinión 26 de abril de 2020

Otras pestes: bonismo especulativo y defaulteadores compulsivos

Martín Guzmán, ministro de Economía.

Por Jorge Raventos

Sin descuidar la atención a la guerra contra el Covid19 (que exige todavía administrar la cuarentena seguramente durante un largo tiempo), Alberto Fernández libra estos días partidas simultáneas: conduce los movimientos de su ministro de Economía, Martín Guzmán, en las negociaciones destinadas a reestructurar la deuda y despliega amplias maniobras en distintos tableros para contener y dar respuesta a la ansiedad y las presiones de quienes reclaman un rápido fin de las medidas que resguardan la salud pública y al mismo tiempo paralizan la economía. Una economía que ya venía maltrecha antes de la pandemia.

La virtualidad del default

El miércoles 22, el gobierno decidió subrayar con un hecho la dura estrategia negociadora que eligió para afrontar la presión de los acreedores: decidió saltear el pago de cerca de 500 millones de dólares que vencían ese día, de modo que transcurridos 30 días desde ese incumlimiento quedará gatillado el default: el 22 de mayo. Si hay negociación por el total de la deuda con jurisdicción extranjera, esos 500 millones quedarían incluidos. “Ahora es el momento de los acreedores de definir”, lanzó Guzmán, que los emplazó a definir su respuesta antes de aquella fecha, en la primera quincena de mayo.

El lobbying de los bonistas se expresa por boca de un número de analistas que resuenan en medios importantes, adelantan el rechazo de los fondos más fuertes y cuestionan a Guzmán por “jugar con fuego”. El ministro quiere de los acreedores, más que una negativa seca o implícita, una contrapropuesta. Hasta el 22 de mayo quedaría tiempo para una puntada final de negociación.

El Presidente ha reiterado que no busca el default. Guzmán, por su parte, expone los motivos de su dureza táctica: “Ya considerábamos que la economía estaba en virtual default (…) no es que Argentina hoy tiene acceso al mercado de crédito internacional y entonces luego de no poder hacer frente a los pagos de deuda que se vienen en los próximos días va a perder ese acceso. No, eso no es así, Argentina ya no tiene acceso al mercado de crédito internacional y eso va a seguir ocurriendo pase lo que pase”.

No cabe desechar que ese tono intransigente sea el eco de presiones internas de sectores del frente oficialista fascinados con la idea de que un paguediós a los bonistas es un camino hacia un “crecimiento autónomo y justo”, a primera vista diferente de lo que el Presidente ha declarado deseable.

Tampoco hay que descartar que el discurso del ministro incurra en una exageración retórica cuando (con la expresión “pase lo que pase”) iguala las consecuencias de pagar o no pagar. Hay diferencias claras. Es seguro que el default mantendría no sólo al estado argentino, sino a las empresas privadas del país desubicadas o marginadas del mercado de crédito internacional. En cambio, evitar el default implicaría un alivio relativo en materia de costo del financiamiento en los mercados para las empresas privadas argentinas (en principio para las más competitivas) y, en cuanto al estado, le permitiría aspirar a los eventuales planes globales de reestructuración económica que hoy se debaten en el mundo, una opción que estaría clausurada si se produce una nueva cesación de pagos. No es lo mismo defaultear que no hacerlo, y esa ha sido -y seguramente sigue siendo- una convicción del presidente Fernández.

La deuda debe ser reestructurada porque en sus condiciones actuales es impagable, como lo ha testimoniado el propio Fondo Monetario Internacional. Pero el país necesita esa reestructuración y también necesita inversiones para volver a crecer. Y esas inversiones no se satisfacen con ahorro interno ni con ocurrencias impositivas. Se necesita financiamiento internacional.

Bienvenido, Mr. Marshall

El formidable parate al que está sometida la economía argentina es análogo al que padece la economía del mundo por culpa de la pandemia de coronavirus y está determinando, junto con el confinamiento de las poblaciones, la angustia y los padecimientos de las víctimas actuales y potenciales, una serie de transformaciones e innovaciones en la acción de los gobiernos y los agentes económicos. Se ha vuelto esencial el papel del Estado y de las políticas públicas para sostener a empresas y trabajadores que han quedado sin actividad, sin facturación, sin demanda. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) acaba de estimar que el 80 por ciento de la fuerza de trabajo mundial está en cuarentena. El FMI calcula que el PBI mundial caerá un 3 por ciento.

El gobierno de Estados Unidos (Ejecutivo y Congreso, oficialismo y oposición) aprobó un paquete de estímulo fiscal de más de 2 billones de dólares para tratar de contener el impacto económico del coronavirus. Se ha subvencionado a millones de estadounidenses con cheques (“dinero en el bolsillo de la gente”) de 1.200 dólares.

El Consejo Europeo busca con dificultades llegar a algún acuerdo sobre un Fondo de Reconstrucción de grandes dimensiones, que llegaría al millón y medio de euros (una suma parecida a la que dispusieron los estadounidenses). En el viejo continente las decisiones toman más tiempo que en Estados Unidos, pero esta está en marcha y cuenta con el visto bueno de Angela Merkel, la respetada líder alemana, aunque es resistida por los sectores más ortodoxos (con el gobierno holandés a la cabeza), que no quieren que los países gastadores (léase: Italia, España) sean tratados con la misma vara que los austeros. Los franceses y los españoles consideran que sin ese fondo los mercados interiores estallarán. Las propuestas que se discuten consideran una duplicación del techo de gasto de la Unión Europea, pero mientras algunos pretenden que los montos acordados para los estados que los requieran no sean reembolsables, otros reclaman que, así sean muy benignos, deben revestir el carácter de créditos y deberán ser pagados oportunamente. Un tercio de la suma del fondo de reestructuración se dedicaría a financiar inversión en los países de la Unión, es decir a estimular la actividad económica.

Después de subrayar que “el covid-19 es la prueba más grande que hemos enfrentado juntos desde la formación de las Naciones Unidas”, el secretario general de la organización internacional, el portugués António Guterres, hizo saber que según el cálculo de la ONU “el mundo necesita una respuesta multilateral a gran escala del 10 por ciento del PIB mundial para atenuar el impacto socio-económico de la pandemia”.

No es poco dinero: el PBI mundial de 2019, según el Fondo Monetario Internacional, fue de 143 billones de dólares. Un diez por ciento superaría los 14 billones, pues. ¿De dónde saldría ese dinero?

La idea de poner en acción una reedición del Plan Marshall, el programa que capitaneó en 1947 el general George Marshall, secretario de Estado de Estados Unidos, y que puso en movimiento la recuperación económica europea.

Se trató de una gran iniciativa política. George Kennan, el gran diplomático norteamericano que colaboró con Marshall en ese proyecto, ha evocado la situación de crisis después de la guerra y la parálisis económica consiguiente : “El paciente se estaba muriendo mientras los médicos deliberaban”. La frase podría aplicarse actualmente en muchos puntos del planeta.

La iniciativa de Marshall fue decisiva: “El mero conocimiento de que algo serio iba a emprenderse ahora, no sólo en países particulares sino a escala de toda Europa, liberó importantes recursos europeos -tanto financieros como espirituales- antes de que la asistencia estadounidense hubiese empezado siquiera a llegar”. Escribió años después Kennan.

¿Hay condiciones para una reedición del Plan Marshall? La crisis provocada por la pandemia pone hoy a las naciones en la situación de jugadores del Estanciero: no se puede jugar si primero no se reparte el dinero. Pero, ¿de dónde saldrá la plata si cada país o cada bloque se dedica a resolver sus propios problemas? La realidad clama y espera ser oída, aunque no se divise por ahora la autoridad legítima capaz de una iniciativa de dimensiones equivalentes, capaz de dinamizar fuerzas retraídas.

Lo viejo y lo nuevo

El Fondo Monetario Internacional, como entidad mundial de crédito parece haber ganado conciencia sobre estas necesidades. Al menos, eso suele traslucirse en los discursos de su nueva directora general, la búlgara Krystalina Georgieva.

Ella ha insistido en que la crisis provocada por la pandemia provoca “la peor caída económica desde la Gran Depresión” de 1929 y, consecuentemente, reitera la necesidad de facilitar soluciones, sobre todo a los países más golpeados por esta crisis, que el Fondo ha bautizado “la Gran Cuarentena”. Según los cálculos del Fondo, Argentina caerá más del 5 por ciento este año, Méjico, un 6 por ciento, Brasil, un 5 por ciento.

Pero ni el FMI y el Banco Mundial juntos tienen una capacidad prestable cercana a la cifra que pronunció el secretario general de la ONU. El Fondo puede prestar 1 billón de dólares y el Banco Mundial con el 20 por ciento de esa cifra. No es poco, pero las necesidades son grandes. El Fondo ya ha recibido un centenar de pedidos de ayuda.

Multiplicar su capacidad prestable requeriría poner en movimiento la maquinita propia del FMI, que tiene su propia moneda, llamada DEG (derechos especiales de giro). Duplicar o triplicar la capacidad prestable es una decisión política que debe ser sostenida por los países miembros del organismo, en particular los más poderosos, como Estados Unidos. Por ahora esa decisión no está. Al respecto, el secretario del Tesoro de EEUU, Steven Mnuchin, acaba de sostener que la ampliación de los DEgs “no es una herramienta eficaz para responder a las necesidades urgentes”.

Ante la excepcionalidad de la crisis, todo indica que se requieren respuestas excepcionales, más que la repetición de los programas del Fondo de ayuda a países en dificultades. Mucho más.

Convendría quizás releer las palabras proféticas del Papa Benedicto XVI en Caritas in Veritate: “Para gobernar la economía mundial, para sanear las economías afectadas por la crisis, para prevenir su empeoramiento y mayores desequilibrios consiguientes, para lograr un oportuno desarme integral, la seguridad alimenticia y la paz, para garantizar la salvaguardia del ambiente y regular los flujos migratorios, urge la presencia de una verdadera Autoridad política mundial, como fue ya esbozada por mi Predecesor, el Beato Juan XXIII. Esta Autoridad deberá estar regulada por el derecho, atenerse de manera concreta a los principios de subsidiaridad y de solidaridad, estar ordenada a la realización del bien común, comprometerse en la realización de un auténtico desarrollo humano integral inspirado en los valores de la caridad en la verdad. Dicha Autoridad, además, deberá estar reconocida por todos, gozar de poder efectivo para garantizar a cada uno la seguridad, el cumplimiento de la justicia y el respeto de los derechos. Obviamente, debe tener la facultad de hacer respetar sus propias decisiones a las diversas partes, así como las medidas de coordinación adoptadas en los diferentes foros internacionales”.

Estamos lejos de ese punto, pero estamos en medio de una crisis profunda, que hace posible (y obliga a) pensar todo de nuevo.

Dejarse empujar al default no sería un paso hacia nada nuevo, sino una apuesta por la repetición. Un país capaz de darle batalla al covid19 no puede rendirse ni ante la presión de los acreedores especulativos ni ante la de los defaulteadores irresponsables, grandes organizadores de derrotas.

 



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