El conductor mueve el volante y la camioneta deja la calle de tierra y se sube al pasto frente a la casa donde dos hombres, sentados afuera, toman cerveza. El conductor frena la camioneta y apaga el motor, pero no se baja. Ni él ni la mujer a su lado se mueven. Los hombres que toman cerveza los miran. Por la misma calle de tierra aparece un auto y estaciona detrás de la camioneta. Las puertas del auto se abren y todos sus ocupantes -cuatro hombres, incluido el conductor- bajan y caminan hasta la camioneta. Dos de esos hombres se suben a la caja, corren una lona y se agachan.
Los que toman cerveza ven que los hombres agachados tiran de nudos que unen cuerdas y chapas y notan que, cuanto más tiran de los extremos, los nudos parecen estrangular lo que retienen. Los hombres en la caja de la camioneta se impacientan, y el apuro los hace parecer torpes, inexpertos, sencillamente inútiles. La demora termina por inquietar a todos, a los que toman cerveza y no pueden dejar de prestar atención a cada nuevo movimiento circular de las manos y los nudos, al conductor de la camioneta que tiene la vista fija en las figuras que se contorsionan en el espejo retrovisor, a la mujer que abandona la inmovilidad para darse vuelta y ver cómo los dos hombres deshacen, al fin, el nudo más importante, el que les permite tirar y destrabar la telaraña. Cuando terminan de quitar las cuerdas, los dos hombres en la caja de la camioneta levantan algo, que no parece muy pesado, y con cuidado se lo pasan a los que esperan abajo.
Elías y El Flaco toman cerveza en la puerta de la casa. Se paran cuando los hombres bajan de la camioneta. El Flaco trata de contarlos pero el sol le da de lleno en los ojos y no puede distinguir si los cargadores son cuatro o cinco. Sí sabe que lo que cargan los hombres es un cadáver. Aunque esté envuelto, aunque podría ser algo absurdo o trillado, como una alfombra, sabe que traen un cadáver, que la cabeza cuelga para adelante y los brazos caen hacia los costados. Sabe que dos hombres agarran al muerto de las axilas y otros dos, o tres, de las piernas.
– ¿Cuántos son? —pregunta El Flaco.
– Uno —responde Elías.
– Ya sé que hay un muerto. Lo que quiero saber es cuántos lo cargan.
– ¿Cinco?
– Para mí son cuatro.
– ¿Apostamos algo?
Cuando están más cerca, El Flaco puede ver bien que son cuatro y pregunta qué habían apostado.
– Nada.
– Pero gané.
Elías le palmea la espalda. Su movimiento es lento. Sus dedos son cuerdas imaginarias que se enlazan al cuello y parecen estirarse y envolver los hombros y todo el cuerpo de su amigo para maniatarlo como al cadáver mientras era víctima de la complejidad de los nudos en la camioneta.
Como el cadáver, el mes de marzo atraviesa La Caleta, lánguido, impuntual. Cada nuevo amanecer en ese barrio a orillas del mar es el contradictorio punto de encuentro que contiene por igual a los alumnos apáticos que bostezan en sus primeros días de clases y a los turistas rezagados que aprovechan las económicas ofertas de alojamiento para fin de temporada. Marzo es el mes de la memoria, pero también contiene la negación y el desprecio. Es el mes de los suicidios estadísticos y la depresión más sincera. Es el momento calendario de ofrenda y arrepentimiento.
Devuelve la noción del tiempo perdido y contiene los días de cuaresma: es el mes purgatorio, el mes que le permite a los habitantes de La Caleta vivir en una postergación indefinida. Pero la postergación, como todo, es aparente.
Hay cosas que ya fueron resueltas: los trabajadores de temporada son golondrinas que partieron y los artesanos se fueron con ellos, los turistas a pesar de las ofertas de alquiler son tan pocos que caben en la palma de una mano, los policías estivales volvieron al conurbano y el tránsito dejó de ser ruido y pasó a convertirse en una rareza. Solo quedan los indelebles, los que viven todo el año y que ahora parecen devotos que se encerraron en sus sótanos a rezar mientras afuera llueven, como hojas del otoño, los ángeles apocalípticos de la rutina. Solo los jubilados persisten en sus hábitos: los viejos bajan a la playa y desnudan sus cueros en la arena sin importarles que el sol de marzo sea ya un sol tibio y que ese mar frío, negro y revuelto que miran seguros de entender, no sea el que ellos conocen, no sea el que incluye en una ola toda la historia del mar.
El Flaco levanta la mano y se hace visera para mirar a los vecinos que salen de sus casas. No son muchos, porque las casas están dispersas y todos viven como si cada terreno lindara con el borde del mundo, pero los vecinos que se asoman lo hacen porque son curiosos y no quieren perderse ningún detalle del improvisado cortejo fúnebre. No son turistas ni son golondrinas, son sus vecinos. Los que ve todo el año.
Los que lo conocen, los que saben quién es El Flaco.
– Cuervos -dice Elías.
Comparar a los vecinos con esos pájaros los convierte a ellos en sepultureros y a la bruma del horizonte en una resina capaz de embalsamar la tarde y no dejar caer el sol.
La comparación le parece justa, si los bañeros, los actores de teatros y circos ambulantes, los cocineros y los pungas expulsados de la gran ciudad son todos golondrinas, bien pueden ser ellos cuervos y quedarse a soportar el invierno haciendo equilibrio en las cruces del cementerio.
– Andá a tu casa —le dice El Flaco.
– Me quedo a ayudarte.
– Andá a tu casa.
– En serio, te ayudo.
Mientras Elías y El Flaco hablan, ven que el conductor de la camioneta y la mujer discuten. El conductor, que ahora distinguen pelado, baja y le hace un gesto a la mujer, pero ella no se mueve. Ahora también se ven dos cabezas más bajas: niños.
Elías le pregunta si conoce a alguno y El Flaco le dice que no. La mujer y el pelado discuten. O eso parece. Los que transportan al muerto se detienen y miran hacia la camioneta.
Todos, incluso los vecinos, están pendientes del desenlace de esa discusión.
– ¿No querés que te ayude? -insiste Elías-. Mirá que tomamos toda la tarde. No creo que tengas buen pulso.
El Flaco le dice que todas las tardes toman cerveza, que eso no cambia nada. Elías estira la mano. Firme. No tiembla. El Flaco aplaude, despacio.
– Muy bien. Ahora contestame, ¿cuándo aprendiste a coser?
Elías se levanta de su silla. Se despereza. Le cuenta que empezó a practicar con mandarinas y naranjas. Eligió las mandarinas porque creyó que la cáscara sería igual a la piel de los hombres. Al principio le molestó que el jugo escapara con cada puntada y le chorreara los dedos, pero lo pudo ignorar.
El problema fue que cuando aprendió a no mancharse sintió que las mandarinas, o las naranjas, eran pequeñas, insignificantes. Lo que al principio creyó ventajoso terminó siendo una ridiculez. Entonces paso a la siguiente etapa, más sangrienta pero también más real: coser animales muertos.
Se le ocurrió cuando encontró un carancho, lo levantó y lo llevó a su casa, pero el revuelo de plumas y la carne magra entre huesos diminutos no fue una ventaja con respecto a las naranjas. Después pasó a ratas, conejos y cualquier animal que encontrara al costado del camino, despedazado por los autos en la ruta.
– Los bichos no son lo mismo -lo interrumpe El Flaco.
Elías mira a los vecinos que comparó con cuervos.
– No, claro que no —contesta.