Esa mañana, el Pastor Anderson abrió la ventana y miró al campo. La tierra estaba habitada por la nieve. Examinaba el paisaje y no quería pensar en nada. Anderson era un hombre de mediana estatura, robusto y se sentía un anciano. Luego de la muerte de su mujer Liza había envejecido de una manera abrupta.
El silencio era tan contundente que aturdía en cada rincón de la cabaña. Se sentó en el sofá y comenzó a leer la Biblia. Un cuarto de hora después se levantó, encendió la estufa y continuó leyendo: “Bienaventurados los que lloran porque ellos recibirán consolación…”
Se sobresaltó cuando escuchó un ruido extraño. Abrió la puerta y sintió un olor nauseabundo. El Pastor pensó: “¿Ya llegó?”. El cuervo lo rozó dando un graznido ensordecedor.
– ¡Bicho asqueroso, fuera de aquí! ¡Todavía no ha llegado mi hora!- gritó Anderson, revoleando el bastón con escasa puntería.
– ¡Vete de aquí, muerte maldita, o si no te voy a arrancar la cabeza!
Su corazón se había acelerado. Tanteaba el aire con su bastón dando movimientos irregulares. La muerte lo observaba con ojos brillantes. El Pastor percibió esos ojos amarillos que querían devorarlo. Se dejó caer de rodillas, apoyando el bastón sobre el suelo. Abrió la Biblia en Mateo 11:28, cerró los ojos, levantó la cabeza y comenzó a orar: -Ven Jesús, ven Jesús…
Luego de unos minutos, sintió una brisa en su cuerpo y el Espíritu Santo lo consolaba. Abrió los ojos y vio dos ángeles que lo abrazaban. Anderson se sintió aliviado. Entró a su casa y se acostó a dormir.
(*): Periodista, escritor, dramaturgo y actor.