por Gabriela Urrutibehety
El lector que escribe un diario lee cuentos de terror para chicos. Y tacha la última parte de la frase: el lector cuentos de terror para chicos.
El título es amable: Cuentos de terror de mi tío, de Chris Priestley, lo que lo lleva a pensar en las etiquetas editoriales y otros artilugios del marketing. Los de Priestley, piensa el lector que escribe un diario, son muy buenos cuentos de terror, no importa para quién sean.
El libro tiene la vieja estructura de las compilaciones de relatos enmarcados en una historia general, como las de Bocaccio o Chaucer. Aquí hay un narrador, el tío Montague, que hilvana relatos para su sobrino Edgar, cuando va a visitarlo en las vacaciones. Pero, mientras se desatan los cuentos, se va a armando la historia del propio tío Montague que, como corresponde, es también una historia de terror.
La voz que narra el relato marco es la de Edgar (como Poe, claro), un niño, y los protagonistas de los relatos son niños o muchachos muy jóvenes también. Qué predilección tiene el género de terror por los niños y los jóvenes, piensa el lector que escribe un diario. ¿Qué tienen los niños que los hace tan misteriosos, que los convierten a veces en unos desconocidos? Si el no saber es algo que siempre genera inquietud, la incertidumbre de ese “qué” es precisamente una de las fuentes de miedo que los adultos suelen reconocer.
En la historia hay una casa extraña, de un personaje extraño y solitario, en medio de un bosque: el territorio apropiado del género. La vida cotidiana en grandes ciudades, llenas de gente y de ruido, anestesia la posibilidad de ver lo que realmente sucede y tranquiliza con la certeza que trae la ignorancia. Por eso el apartamiento -lo sabían los místicos y los melancólicos- lleva al conocimiento, aunque es poco probable que de eso pueda decirse nada bueno. No hay mayor felicidad que la del que no sabe nada.
El bosque, lugar oscuro, la niebla, la noche son tópicos frecuentes del terror, sabe el lector que escribe un diario, y en este libro se acude a ellos. Una forma de contradecir la metáfora iluminista, la de la luz de la razón en lucha victoriosa contra las tinieblas de la ignorancia. Es en la oscuridad donde se revelan los misterios y los secretos más esenciales, los que verdaderamente valen la pena, pero que deben ser escamoteados a la vista de todos porque de otra manera no se podría vivir.
Saber es una catástrofe, es la fuente de cualquier angustia, como lo marca el cuento de Mathew, el niño que se encuentra con su destino. O el propio tío Montague, que debe escuchar insistentemente las historias que los espectros (usemos los términos habituales del género, se dice el lector mientras escribe su diario) y saber, permanentemente saber.
¿Cuál es el alivio? Encontrar un interlocutor y trasmitirle el saber. Un alivio perverso que implica compartir con otro la carga. Todo saber debe ser comunicado, dicen las leyes éticas de la ciencia. Pero el poseedor del saber oscuro, profundo (¡vaya metáfora!) sabe también que esa trasmisión no puede hacerse de cualquier manera ni a cualquier persona. Como los talismanes, los objetos malditos, los poderes secretos requieren de un receptor apto, escogido cuidadosamente, a menudo por razones que escapan al entendimiento de los seres comunes y corrientes.
Esta trasmisión convierte al narrador, al poseedor de la historia, en un mero instrumento, en un resonador necesario para que la historia circule, nunca en un creador. Algo que conoce “incluso un muchacho como yo en esa época”, según dice Edgar. Como sabían Boccaccio o Chaucer, las historias no son de una persona sino de una entidad mucho mayor, el sujeto impersonal del verbo “dicen”, un sujeto en busca de un alguien a quien ofrecerle su objeto directo, la historia.
Por eso, con esta lógica gramatical renga de (S-OD)-OI, el tío Montague elige a Edgard y, en el mismo mecanismo, a cada uno de los lectores que, a solas, se enfrentan al tránsito por las páginas. Niños o adultos, más allá de las etiquetas editoriales.
Porque, de última, como dice el tío Montague, “¿crees que existe una edad en la que tal vez te vuelves inmune al miedo?”.