Kirk Douglas junto a su hijo Michael.
El actor estadounidense Kirk Douglas, quien en su plenitud se erigió como una de las estrellas más recias e intensas del firmamento de Hollywood, con sus elogiadas interpretaciones en el western y el drama urbano y contemporáneo, murió este miércoles a los 103 años.
Pelo rubio, bien marcados los huesos del rostro y un hoyuelo en el mentón, al que muchas espectadoras consideraban irresistible, la “pinta” con que Douglas conquistó la pantalla distaba del “baby face” anglosajón que la Meca del Cine subrayaba como ideal de la apostura masculina.
En verdad, los jóvenes rasgos de Douglas retrataban orígenes eslavos y semíticos: su dramático rictus parecía expresión de una previa odisea de carencias y penas.
Cuando sus papeles se lo exigieron, Douglas era un nervioso volcán de pasiones, tan gesticulante que solía ponerse al borde de la sobreactuación.
Si frecuentemente Douglas actuó como poseído por una furia vengativa, la vida pudo moldearlo así: hijo de una humilde pareja ruso-judía emigrada a Estados Unidos, el actor nació en 1916 en Amsterdam (estado de Nueva York), único varón entre seis hermanas, bajo el nombre real de Issur Demsky Danielovitch.
Empleos de canillita y mozo de café lo ayudaron a mitigar las privaciones que en su hogar eran historia antigua -y que Douglas, ya adulto y adinerado, evocó en “El hijo del trapero”, un libro escrito por él-, y a alternar con un microcosmos humano del que resonarían ecos en algunos de sus torturados personajes.
Sus limitaciones monetarias no le impidieron completar la secundaria -“Tuve que aprender a vivir y superar el gueto”, contó después- y egresar de la Academia de Arte Dramático de Nueva York. En 1941 debutó en los escenarios de la Gran Manzana y, durante la Segunda Guerra Mundial, se enroló en la Marina.
Gracias a su amistad con la ya consagrada Lauren Bacall -por entonces, pareja de Humphrey Bogart-, Douglas logró en 1944 una carta de recomendación para el productor de cine Hal Wallis, quien lo hizo debutar en la pantalla grande como la contrafigura de Barbara Stanwyck, en “El extraño amor de Martha Ivers”.
Pero recién en su octavo filme, “El triunfador”, rodado en 1949, Douglas se vio catapultado a la celebridad: a las órdenes de Mark Robson, encarnaba allí a un boxeador que no se detenía ante nada con tal de alcanzar la cima en ese deporte.
Los años 50 empezaron mal de amores para Douglas -en 1950 rompió con su primera esposa, Diana Hill, con la que había tenido dos varones, Michael y Joel-, pero con un suceso tras otro en lo laboral: “Luz y sombra”, donde animaba a un trompetista; “Cadenas de roca”, donde era un inescrupuloso periodista; y “Antesala del infierno”, donde interpretó a un amargado detective.
En “Cautivos del mal” fue un productor de Hollywood; en “Veinte mil leguas de viaje submarino”, un marinero; en “Ulises”, el héroe griego que vuelve de Troya; en “Sed de vivir”, el pintor Vincent Van Gogh; en “La patrulla infernal”, un militar de la Primera Guerra Mundial; y en “Espartaco” encarnó a un gladiador rebelde.
Durante los 50 y los 60, Douglas fue una de las luminarias del cine hollywoodense dentro y fuera de fronteras, pero esa fama le significó estar prácticamente preso de alguno de los grandes estudios, para los que debía protagonizar entre tres y cuatro películas por año.
El western fue otro género donde Douglas se movió cómodamente: personificó a un granjero en “Hombre sin rumbo”; a Doc Holliday en “Duelo de titanes”; a un alguacil en “El último tren”; a un vaquero en “Los valientes andan solos”; y a un asesino a sueldo en “Duelo de gigantes”.
Desde los 70 y cuando su físico ya no era el de antes, filmó más fuera de su país, diversificó sus papeles -hizo ciencia ficción en “Saturno 3” y terror en “Furia”-, intensificó sus funciones como productor e hizo más frecuentes sus apariciones en telefilmes.
A diferencia de tantos y tantas colegas, la vida amorosa y social de Douglas evitó los escandaletes y los chismes: en 1954 reincidió en el matrimonio -esta vez con Anne Buydens-, unión de la que nacieron otros dos varones, Peter y Erik.
Douglas llegó a los 103 años viviendo en su mansión de Beverly Hills, fruto de sus acertadas inversiones, jurando una y mil veces que no le importa no haber ganado nunca el Oscar, y feliz de que sus cuatro hijos -sobre todo el Michael de “Atracción fatal” y “Bajos instintos”- hayan seguido sus pasos en el cine. Finalmente este miércoles murió y se convirtió en leyenda.