Mozart mendigo
La ópera "La Oca del Cairo" volverá a escena en el teatro Colón. La obra reconstruye el contexto de creación del músico y se detiene en el estado de penuria y mendicidad casi permanente con el que vivió.
por Pablo González Aguilar
Con la música de Mozart ocurren cosas curiosas. En general sus melodías, francamente cantables, su agilidad, y su constitución típicamente clásica, permiten un acceso fácil, que las han vuelto muy populares. Esto, desde luego, no quiere decir que toda su obra sea conocida.
Lo cierto es que en lo personal, me he podido acercar a Mozart desde muy chico, atraído por las razones antedichas, para luego alejarme, detrás de la búsqueda de otros compositores, pensando que su música no deparaba demasiadas sorpresas y por lo tanto, no generaba demasiada emoción.
Volver a encontrarme con Mozart mucho años después, particularmente a través de sus últimas óperas, fue posible, quizá por el paso del tiempo, y por una sentida madurez, que de algún modo coincidió con la paciencia y el gusto por lo moderado, por lo equilibrado.
Quizás precisamente esa misma perfección y sencillez antes devaluada, me produjo –y lo hace hoy día- una emoción tan intensa como serena.
A pesar de sus licencias históricas y algunas omisiones que algunos no perdonan, pienso que Amadeus de Milos Forman, reproduce increíblemente la constitución paradójica de Mozart: genialidad/puerilidad; clasicismo/revolución; ligereza/profundidad; vulgaridad/refinamiento; opulencia/miseria; y otros cuantos pares contradictorios que se fueron mostrando a lo largo de una vida vertiginosamente corta.
Viena, la corte y los italianos
Mozart viaja a Viena a fines de 1782 a los 26 años, luego de haberse peleado con el reciente arzobispo de Salzburgo, Hyeronimus Colloredo. Este último, al parecer, un ser odioso, de quien se dice, trataba a sus artistas como sirvientes, lo expulsa del puesto mediante un enviado, el conde Arco, quien según el propio Mozart “me echa por la puerta y me da una patada en el trasero. Bueno, en alemán eso quiere decir que no tengo nada que hacer en Salzburgo”.
Confiaba, sin embargo, en que al residir en Viena, la fortuna se le acercaría fácilmente. Lo cierto es que su vida vienesa se inicia con el pedido de un préstamo, que -confiaba- podría devolver poco después. Deseaba componer y enseñar, enseñar y componer, y así ganar (mucho) dinero.
Y no dejó de ser así de algún modo. De su primera época en Viena surgen un sinnúmero de obras, particularmente la ópera “El rapto en el Serrallo”, un singspiel (un tipo de ópera cómica cantada en alemán y con fragmentos hablados).
La obra es un éxito de público, pero no cautiva al emperador, quien, conversando con Mozart le recrimina de algún modo que la obra tenga “muchísimas notas” (a lo que Mozart le responde: “¡Las necesarias!”) La bonanza inicial les permite a él y a Constanze, su mujer recién casada, alquilar una casa mucho más espaciosa, y luego otra, más lujosa aún. Pero no importaba cuánto dinero ganara, parecía que nunca era suficiente. De hecho, sus casas, con mayor o menor opulencia, siempre fueron ciertamente abiertas a amigos -y quizá a vividores-.
Se jugaba al billar hasta la madrugada; se comía mucho y frecuentemente a deshora. Y se bebía mucho más, sobre todo, vino, con Wolfgang a la cabeza. La corte vienesa -y Viena misma- eran en cuanto a lo musical, terreno de propiedad italiana.
La mayoría de los músicos de la corte eran italianos consagrados, con mayor o menor genialidad y originalidad y, como es natural, muy celosos de sus puestos, del reconocimiento imperial y de sus logros. Independientemente de que la historia de rivalidad con Salieri haya sido un producto un tanto idealizado por obras literarias posteriores, se sabe del recelo que Mozart sentía por él, según puede verse en algunas de las cartas que Wolfgang le escribía a su padre. Refiriéndose a Da Ponte, el libretista, decía: “…si está aliado con Salieri nunca obtendré nada de él.”
Es posible que esa Viena musical “italiana” haya desafiado a Mozart hasta el punto de obsesionarlo con la búsqueda artística, con la sed de éxito, con el deseo de adentrarse y triunfar en el género de la ópera cómica cantada en italiano: la ópera buffa. Se trata de un terreno que había abandonado unos cuantos años antes, en su adolescencia. Y se decide a hacerlo, luego del éxito resonante obtenido con “el rapto”, paradójicamente cantada en alemán.
La Oca del Cairo, Bernucci y Da Ponte
Así como los habitantes de Cracovia buscan al pavo real con la esperanza de fortuna y felicidad, Mozart busca por esos años con desesperación un buen libreto en italiano, para componer una ópera buffa. Escribe a su padre: “He ojeado más de cien libretos pero sólo he encontrado uno que a duras penas me satisfaga, lo que significa que habría que hacer tantas modificaciones que cualquier poeta preferiría escribir uno nuevo desde el principio”.
Además de desafiar a los músicos de la corte, es posible que otras motivaciones de importancia hayan jugado un cierto rol entre los estímulos de nuestro compositor. Por esos años vivía en Viena un bajo cómico, Francesco Bernucci, por el que todos los compositores vieneses competían en seducción. Mozart no era la excepción, y se presume que componía por ese entonces teniendo al cantante en su cabeza. Pero a su música le hacía falta un buen texto.
Es así que vemos a Mozart mendigando la atención de un hombre por demás exitoso: el abate Da Ponte. Así de cierto: Monteverdi, casi doscientos años antes se quejaba con amargura del hecho de que los cornetistas ganasen mucho más que él, compositor.
Pues en Viena, Wolfgang tuvo que inventar una paciencia que no tenía, esperando -casi tres años- a que Da Ponte se dignara interesarse en él y ofrecerle un libreto para la composición de una ópera. En efecto, este bon vivant veneciano, amigo -por ejemplo- de Casanova, arbitraba para ese entonces quién entre los compositores merecía el éxito de su pluma. En esos días de 1783 Mozart le escribía a su padre: Da Ponte…me ha prometido escribir un libreto completo para mí, pero quién sabe si podrá mantener su palabra o si querrá hacerlo. Como sabes, los italianos son muy corteses cuando están ante uno. Bueno, los conocemos…”
La falta de reconocimiento de Da Ponte obliga a Mozart a recurrir a otro abad italiano, Giambattista Varesco, con quien había trabajado anteriormente en la ópera seria Idomeneo. Pero a pesar del entusiasmo inicial con su propia composición, dice: “Si Varesco supiera la música que estoy componiendo!”. Wolfgang se decepciona semanas después y abandona esta iniciativa. Al parecer, la intención del libretista era mantener a las protagonistas encerradas en la torre durante dos actos. Mozart pensaba que el público podría tolerar esto durante un acto a lo sumo.
Pero la partitura que se conserva es bellísima, muy emparentada musicalmente con su inmediata sucesora, Las Bodas de Figaro. Comprende todo el primer acto y una pequeña parte del segundo. Así en nuestros días esta ópera inconclusa y magnífica sigue tentando, tanto a los directores musicales como a los registas de todo el mundo. Y todas sus representaciones, tienen la peculiaridad de incluir fragmentos “ajenos” para lograr una cierta continuidad dramática, pero sobre todo para crear un desenlace. Con este propósito se han inventado personajes y acciones, a partir de menciones existentes en el libreto. Sea cual sea la forma, ninguno de ellos pierde la oportunidad de hacer aparecer en escena una Oca mecánica que predice el futuro mejor que un astrólogo.
Miseria y mendicidad
Otras versiones más a tono con la realidad económica de la pareja Mozart, hacen suponer que el proyecto se empantanó debido a una creciente dificultad en afrontar los honorarios del libretista.
Entre pagos más o menos cuantiosos, y deudas que lo eran aún más, la familia saltaba de préstamo en préstamo, de mudanza en mudanza. Ramón Andrés cuenta en su libro sobre Mozart que “según su fortuna, se le veía junto a Constanze y sus criados entre fardos, recorriendo las calles con un carruaje repleto de percheros, candelabros, muebles, el forte piano, el perro, partituras, sombreros de capelina y platos de loza”.
Lo cierto es que eran épocas precarias. Y lo eran en más de un sentido. Por ejemplo, en el de las comunicaciones. Wolfang y Constanze, estando de viaje en Linz y Salzburgo, tardan más de cinco meses en enterarse de que su hijo Raymund Leopold había muerto.
Con enormes oscilaciones en cuanto al reconocimiento tanto material como de fama, Mozart terminará su vida en la absoluta miseria. ¿La causa más probable? Una enfermedad estreptocócica diseminada, una sepsis. No será enterrado en una fosa común, como cuenta la historia idealizada. Constanze decidirá que el entierro sea lo más barato posible. Se le dará la bendición al aire libre, fuera de la iglesia, debido al hedor de su cuerpo.
Ninguno de los asistentes acompañará el cuerpo al cementerio de San Marx. En el 5 de diciembre de 1791 -según escribe Stefan Zweig – se murió, lo que en Mozart había de mortal.
(*): Director escénico de ópera y médico.
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