“Mirá si te voy a creer que viste a Mirtha Legrand comiendo pochoclos a la madrugada en Alem…”
El principal y hasta único objetivo de estas líneas es reivindicar a Valentín, joven turista proveniente de Alta Gracia, Córdoba, y a otra veintena de jóvenes que fueron catalogados como mentirosos, fabuladores, fantasiosos y hasta beodos no solo por amigos y conocidos, sino hasta por sus propios familiares. Que se haga justicia.
Para Valentín -18 años, cordobés-, la mañana de sus primeras vacaciones sin familia en Mar del Plata comienza entre las 10.30 y las 11. No más de seis horas de sueño en el departamento de un ambiente en Colón y Alsina, que comparte con cuatro amigos más, entre bolsos abiertos y ropa desparramada por cada rincón.
Esa mañana-mediodía se levantó en calzoncillos y semi dormido tanteó en la heladera la botella de agua mineral fría. La segunda acción del día fue encender el celular. Tenía varias llamadas perdidas provenientes de su ciudad natal y cuatro Whatsapp de “ma”. Antes de que llegara el quinto se adelantó.
—Hola, vieja.
—Hola, Valen. ¿Todo bien por allá?
—Sí. Perfecto.
—Che, contá algo…
—¿Qué querés que te cuente?
—Algo, qué se yo… ¿Cómo la están pasando?
—Todo bien, ma.
—¿Cuando te escribe tu novia contestás con tantas ganas?
—No jodas, ma, recién me levanto…
—¿Qué hicieron anoche?
—Nada. Fuimos a pasear por Alem y estuvimos con Mirtha Legrand que estaba comiendo pochoclos a la una y pico de la mañana.
—Está bien, cuando tengas ganas de hablar con tu madre, avisame…
Valentín siguió leyendo y respondiendo otros mensajes.
Fue entonces cuando entró el Whatsapp de su padre.
—¿Qué hacés, zapallo?
—Hola, pa.
—Dice tu vieja que estás en pedo, que le dijiste que estuviste comiendo pochoclo con Mirtha Legrand…
—No estoy en pedo. Tampoco le dije que comí pochoclos. Le dije que la vi comiendo a la una de la mañana.
—¡Mirá vos! Acá vinieron a comer milanesas Messi y Antonela y preguntaron por vos. Pero le dijimos que estabas en Mar del Plata cenando pochoclos en Alem con Mirtha Legrand.
—Ok. Chau, pa, nos vamos a la playa.
“Mové que el día está alucinante”, lo apuraron los amigos para huir de esos 20 metros cuadrados.
Valentín releyó los mensajes y moviendo la cabeza de un lado al otro, tiró un “si no me creen, que se jodan”, que apenas se escuchó.
Como cada verano, Mirtha Legrand, la verdadera diva del espectáculo argentino, la embajadora de la ciudad, la que a lo largo de numerosas temporadas promocionó a través de sus almuerzos televisivos las obras y los atractivos de la cartelera, ya desembarcó en la ciudad.
Asistió a un par de obras teatrales, lo que generó el lógico revuelo entre movileros y turistas de distintos puntos del país que pugnan por un saludo, una foto o simplemente tocarla. Su presencia siempre impone respeto y cariño en las entradas o salidas de los teatros.
El pasado miércoles, en una de sus salidas más tranquilas, se trasladó hasta el departamento de su amigo y exproductor, Carlos Rottemberg. Otro enamorado de la ciudad, que está cumpliendo 45 años ininterrumpidos trayendo obras a la ciudad y ya pensando en la cartelera del próximo verano, en el cumpleaños 150 de Mar del Plata.
La cena en el departamento de Rottemberg es otro clásico de cada verano. El empresario y productor teatral, siempre acompañado por su esposa Karina, tiene una rutina nocturna de cenas con invitados prácticamente todas las noches.
Algunas con actores de sus elencos, otras con amigos de la ciudad, algunas con periodistas. Muchas se concretan en distintos restaurantes -no más de cinco o seis- y otras en su departamento de Playa Grande con vista al mar.
Rottemberg se siente cómodo recibiendo visitas en su casa. Tan cómodo que lo hace de pijama. ¿Recibe a Mirtha Legrand en pijama? Recibe a Mirtha Legrand en pijama.
“¡Carlitos, no podés cenar así vestido con un pijama!”, lo reta, divertida, año tras año la estrella. Aunque le cuesta creerlo. Justo ella, que ha llegado a cambiar de vestuario cinco o seis veces en una misma jornada.
“¡Sí puedo! De hecho, hoy me puse este pijama nuevo solo por vos!”, la chicanea Rottemberg mientras deja sus dos teléfonos sobre la mesa.
Lo de las cenas en ese departamento, el pijama de Rottemberg y los contratos que se firmaron solamente estampando el dedo en un papel en blanco con decenas y decenas de actores da para otra nota.
Volvamos a la cena. Distendida charla sobre la marcha de la temporada, elogios de Mirtha para la obra “Laponia” que acaba de presenciar y anécdotas del productor desfilan por esa noche.
Tras el postre, helado, a la una de la mañana, sorprende Mirtha Legrand lanzándole una pregunta al dueño de casa.
—¿A dónde vamos ahora? —dispara.
—Yo no sé vos, Chiquita. Por mi parte, derechito a la cama.
La oriunda de Villa Cañás, impecable como siempre, entonces se despide, besando a Karina, a “Carlitos” y le pide al chofer que antes de ir al hotel “demos una vueltita por Güemes”.
Y allí se van. En Güemes a esa hora prácticamente no hay movimiento. Es tarde, aunque la noche invita a seguir el paseo.
—¿Le pido un favor? ¿Podemos pasar por Alem? —dice Mirtha desde el asiento trasero.
Casi la una y media de la mañana. La conductora televisiva parece no tener sueño. Eso mismo debe pensar el chofer, quien ya transitando por Alem recibe un nuevo pedido. Esta vez que detenga el auto entre Quintana y Saavedra. “Quiero comer pochoclos”, dice en voz alta.
Marcelo, pochoclero desde hace más de treinta años, se aprestaba a ordenar y comenzar a cerrar su puesto móvil por el que desfilan miles de marplatenses a lo largo de todo el año.
“Viene floja la venta estos días. Es extraño”, le comenta a su joven ayudante y se queda sin palabras cuando desde un auto estacionado una mujer baja la ventanilla y hace su pedido.
“¿Puede ser una bolsa de pochoclos?“, escucha una voz que es familiar en cualquier hogar de la Argentina.
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Valentín, el cordobés, y otros pibes que están tomando cerveza en un bar a escasos metros de allí escuchan a una chica que comienza a gritar “Mirtha, Mirtha”. En cuestión de segundos, están rodeando el auto. Son casi veinte y cantan alborozados.
Le cambian la letra a uno de los hits del Mundial. Reemplazan el “abuela, la, la, la” por el “Mirtha, la, la, la” y arman una fiesta surrealista.
Alem, una y media de la mañana. Pibes y pibas saltando y cantando, y Mirtha Legrand comiendo pochoclos y sonriendo con ganas.
El auto finalmente arranca. Emprende lenta marcha. Durante tres cuadras, como si fuera la custodia presidencial, los jóvenes siguen caminando tomados del auto ante la mirada sorprendida de la estrella que disfruta a pleno el momento. Se escucha algún bocinazo de alguien que también se sorprende por lo que está sucediendo.
Valentín no alcanza a sacar una foto. Salta y ríe como los otros. Una lástima. Su vieja no va a creerle. Pero esa es otra historia.
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