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Cultura 31 de enero de 2025

Mis días con Tomás: a 15 años del fallecimiento del escritor Eloy Martínez

Un homenaje de Juan Pablo Neyret a su mentor periodístico, literario y académico.

Tomás Eloy Martínez (1934-2010) publicó, entre numerosas obras, "La novela de Perón", "Santa Evita", "El vuelo de la reina" y Lugar común la muerte".

Por Juan Pablo Neyret

Tomás Eloy Martínez, el autor de “Lugar común la muerte”, falleció el domingo 31 de enero de 2010 a la hora del cierre de los diarios. Acostumbrado como estaba a ser el centro de atención en cuanto hecho lo convocara, monopolizó las tapas y las secciones de Cultura de los periódicos en papel del 2 de febrero siguiente.

Nuestro primer encuentro tuvo lugar a principios de 2002 por un correo electrónico que le dirigí a Rutgers, The State University Of New Jersey, donde era Profesor Distinguido y Escritor Residente (eloy@rci.rutgers.edu), para que acompañara mis investigaciones sobre su obra en la carrera de Letras de la Universidad Nacional de Mar del Plata, que dirigía la doctora Elisa T. Calabrese. Inesperadamente, la botella al mar de microchips volvió al día siguiente con su aval y la previsión de que, para presentar su libro “El vuelo de la reina”, “Estoy a punto de iniciar una gira demencial”. Todos nuestros encuentros estarían signados por sus viajes en derredor del país y el mundo, como se lo requería ser el autor de “Santa Evita”, la novela más traducida de la literatura argentina.

En rigor, la primera vez debe remontarse a fines de la década de 1990. En el Aula Magna “Silvia Filler” de la Universidad se desarrolló un seminario para estudiantes y periodistas titulado “Del Modernismo al Boom: periodismo y literatura en América Latina”, a cargo de la catedrática venezolana Susana Rotker. De experiencias como ésta surgiría su libro “La invención de la crónica”, dedicado a Tomás Eloy Martínez, a la sazón su marido. Asistí a esa actividad y entre brumas recuerdo una tarde en la que Ignacio Zuleta, por ese entonces docente de la Nacional, me llevó a tomar un café con Tomás y Susana en el Hotel Provincial.

La primera reunión consciente –de mi parte– en persona fue a mediados del mismo 2002 en su departamento de San Telmo, ataviado con apuntes y borradores en computadora de una seriada de textos sobre Eva Perón, donde le hice una entrevista, la única que tuvimos. Dialogamos durante dos horas con énfasis en la novela histórica, dentro de la cual se resistía a ser incluido, y la recurrencia de la agrupación Montoneros en su literatura, en particular el llamado caso Aramburu, que rige “La novela de Perón”. El producto final, que luego descubrí se extendió por el ámbito hispanoamericano, fue titulado por él “Novela significa licencia para mentir” a partir de una de sus definiciones. Cuidé el principio de no mostrar mis entrevistas a los reporteados excepto en este caso y él, uno de los mayores entrevistadores latinoamericanos con su sed periodística de conocimiento, me confió que también lo había hecho solamente una vez, con Julio Cortázar, para la nota “La Argentina que despierta lejos”, que instaló en el imaginario de nuestra lengua desde la revista Primera Plana nada menos que a Rayuela. Nos hallábamos más cerca: teníamos un pecado compartido.

Tomás Eloy Martínez.

Tomás Eloy Martínez.

Amigo de sus amigos

No fui amigo de Tomás; sí su discípulo. Era un hombre afable y extremadamente generoso pero reservado –lo que no significa parco– en el trato personal. Capaz de compartir sus más entrañadas intimidades a través del e-mail, la siguiente vez que lo vi, en la casa de su colega y amiga Marcy Schwartz en New Brunswick, en una reunión con tesistas doctorales argentinos y chilenos que trabajaban sobre su obra, nos tomamos unas fotos en las que lo abracé mientras él se mantenía impertérrito, eso sí, con una amplia sonrisa. Era noviembre de 2003 y yo había viajado a New Jersey a fin de dictar un seminario sobre crónica dentro de otro mayor que él ofrecía en su universidad, junto con profesores de Harvard y la Simón Bolívar de Caracas. Tuvo una deferencia de esas de las que no hablaba: mientras mis prestigiosos colegas fueron recibidos durante una semana, me concedió dos de trabajo.

Susana Rotker había fallecido en noviembre de 2000 de la manera más terrible: un conductor borracho los atropelló en un camino vecinal, Tomás cayó en la banquina y ella, del otro lado de la calle, donde la arrolló otro vehículo. Él vio la mueca de su muerte. Rutgers organizaba anualmente una conferencia en su memoria, y ese año le ofrecí a Tomás hacerme cargo. Estuvo de acuerdo y me extendió la estadía. Después fuimos a cenar con su círculo íntimo y se ofreció a llevarme en su 4×4 al alojamiento de la universidad. Cuando llegamos, mientras se desabrochaba el cinturón de seguridad, le dije que esperaba haber cumplido con él. El rostro se le transformó y me dijo: “Más importante aún: cumpliste con Susana”, y me estrechó en un abrazo.

Sí fue un amigo muy cercano de pares suyos como Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y el periodista español Juan Cruz (Ruiz). Su anecdotario acerca de ellos era interminable, potenciado por su sed de conocer los más mínimos detalles. En el caso del autor de “Cien años de soledad”, fue quien diseñó íntegramente su Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano, hoy Fundación Gabo, de la que fue parte dictando seminarios. Años atrás, durante su exilio que se extendió desde 1975 hasta 1984, había creado dos diarios, uno en Venezuela y otro en México. Poco se sabe, y mucho se oculta, que también fue el responsable de darle forma al noticiero que revolucionó la televisión argentina: Telenoche. Según recordaba otro gran escritor y periodista, Juan Forn, poseía un don para organizar las comitivas de las que formaba parte en cuanto a actividades por llevar a cabo y declaración de personas gratas y no gratas, con un asombroso poder para trazar estrategias. “Le decíamos Savonarola”, contó el autor de “Nadar de noche”.

Tomás fue, concretamente, mi mentor periodístico, literario y académico. Al principio no entendía el porqué de su insistencia en que viajara a los Estados Unidos de América cuando apenas me había licenciado, y me maravilló que durante esos veinte días en New Jersey, en los cuales debió ausentarse a Buenos Aires hasta la mencionada conferencia, me dejara las llaves de su oficina y la oficina misma para que hiciera mis tareas. También, que me hubiese gestionado sendas conferencias en Boston University y la University Of Texas At Austin, merced a la acogida de sus amigos Alicia Borinsky y Nicolas Shumway. A mi regreso supe cuál era su estrategia esta vez: que cursara mi doctorado en USA y de ese modo tanto repetir su historia como hallarnos cerca geográficamente. Así fue, mientras seguía paso a paso mis comunicaciones, publicaciones académicas, periodísticas y literarias como mi pequeño libro “Cometas en el cielo: Crónicas”, sobre el que me sacudió en uno de los correos electrónicos una frase que me noqueó: “tu madurez de gran cronista”. Me sorprendió porque no era su costumbre emitir juicios de valor: se limitaba a dar cuenta de la lectura y se extendía cuando no estaba de acuerdo en algo. Así sostuvimos un intercambio postal y telefónico que hasta incluyó de parte de su generosidad una propuesta de trabajo remoto para el diario La Nación, donde él escribía quincenalmente (“te van a pagar muy bien”), hasta que el tumor cerebral que se lo llevó hace quince años –en principio se creyó que se trataba de un ACV, pero no fue el caso– frustró la iniciativa y determinó su regreso a Buenos Aires, donde siguió trabajando aun con impedimentos físicos hasta el día de su muerte e incluso organizó su propio funeral, con mozos que servían gin-tonic, su bebida favorita, y parlantes con música de Keith Jarrett.

Los dioses del ateo

Tomás fue considerado con justicia “el novelista del peronismo” pero nunca fue peronista. Sí el mayor “peronólogo” que haya existido. Según me contó, votó al justicialismo en 1973 sólo por la esperanza de que un Perón herbívoro trajera la conciliación a nuestro país, pero sabemos que no fue así y de hecho su exilio se debió a las amenazas de muerte de la Triple A (en un restorán porteño recibió un papel que rezaba “Te vamos a matar, hijo de puta”). Entrevistó al líder en su exilio de Puerta de Hierro en 1966 y 1970 como periodista pero no pudo publicar sus declaraciones, luego volcadas a un larga duración en vinilo que hoy puede encontrarse en YouTube. “La novela de Perón”, “Santa Evita” y “El cantor de tango” conforman una trilogía sobre el tema, a la que se suman los artículos, ensayos y testimonios de “Las vidas del general” (editado inicialmente como “Las memorias del general”). Se consideró siempre un hombre de izquierda y su rechazo por Perón era inversamente proporcional a su pasión por la “Evita montonera”, cuyo cadáver desaparecido pretendió ir a buscar en 1970, para lo cual quiso convencer a su amigo y colega Rodolfo Walsh. En 2003 rechazó la oferta de Néstor Kirchner para ser el embajador argentino en los Estados Unidos alegando la independencia del poder político que debe tener todo intelectual.

Años después de la muerte del amor de su vida –su oficina en Rutgers estaba llena de fotos y un bastidor con registros de su pareja con Susana Rotker, cuyos restos descansan en un cementerio de Pilar contiguo al que guarda sus cenizas– contrajo matrimonio con la escritora y periodista Gabriela Esquivada. Ella nos mantuvo al tanto a los más cercanos de la evolución de su enfermedad, hasta que en septiembre de 2009 se divorciaron. En sus últimas semanas, asistido por su familia y amigos, pidió ver por última vez el mar y fue llevado en una suerte de palanquín a mojarse los pies en Mar de las Pampas. Al momento de su partida física, se encontraba terminando una novela titulada “El Olimpo”, en la que mezclaba la religión griega con el campo de concentración de ese nombre durante la dictadura 1976-1983.

Era un amante del cine (fue crítico y miembro de la Asociación de Cronistas Cinematográficos en los 1950, estuvo en el Festival Internacional de Mar del Plata y su primer libro fue un ensayo dedicado a Fernando Ayala y Leopoldo Torre Nilsson) y en sus últimos días se dedicó a mirar películas de su admirado Gene Wilder. Cuando supo que su estado era irreversible, reeditó corregidos y aumentados “La pasión según Trelew”, testimonio sobre la masacre de 1972 en la base Almirante Zar, y “Lugar común la muerte”, su principal volumen de crónica, y compiló los ensayos periodísticos que dan forma al póstumo “Argentina y otras crónicas”. Su última nota en La Nación se publicó promediando enero de 2010 y, en un paralelo temático con otra editada por su amigo Mario Vargas Llosa en El País de Madrid, abogaba en ella por la legalización de la marihuana.

El 1 de febrero recibí en mi casa de Pennsylvania un e-mail de María Griselda Zuffi, autora del único libro dedicado íntegramente a la obra de TEM –”Demasiado real”, lanzado por Corregidor- y por ese entonces en Buenos Aires, titulado “Malas de Tomás”; supe de inmediato lo que diría el cuerpo del texto. Ese día y los siguientes me llegaron decenas de correos electrónicos de todo el mundo con el pésame de mis amigos y pares, cual si yo fuera un Martínez. Quién sabe: como nos enseñó particularmente Borges, la vida es un mar de laberintos y mi padre, fallecido a mis apenas 5 años, también era periodista y en sus manos vi mis primeros ejemplares de Primera Plana.

Tomás tenía el deseo y la voluntad de asistir personalmente a la defensa de mi tesis doctoral acerca de su obra, que finalmente tuvo lugar en febrero de 2012 tras dos años de demoras. Huelga decir que, a su manera, estuvo presente. Nuestra despedida fue el 28 de diciembre de 2009. En respuesta a uno mío, me mandó un e-mail en el que me deseaba “que los dioses del 2010 te sean propicios”. El plural resultaba del todo deliberado: era un ferviente ateo.

A tres lustros de que dejara el reino de este mundo, escribo estas líneas que no sé si pasarían por su cedazo. Después de tantos textos compartidos, se me hace extraño escribir sobre Tomás sin que Tomás me lea, a menos que su curiosidad irredimible se extienda a través de los años y el breve espacio en que no está. Por lo demás, ya lo dijo John Lennon: la vida es aquello que te ocurre mientras estás ocupado pensando en otra cosa.