Desde joven consideré insalubre el fanatismo nacionalista. No equivale al patriotismo, porque lo deforma. Fui y me considero patriota -no nacionalista-, de tres identidades: argentina, judía y universal.
Esta última, la más fuerte, se la debo principalmente al humanista y celebrado escritor Stefan Zweig, que leí con fervor durante mi juventud.
En el último grado de la escuela primaria me clavaron un puñal contra una de mis identidades. El director se llamaba Gordillo, un escribano de vigorosa estampa, piel oscura y voz grave. Solía hacer formar a todo el alumnado en el patio central antes de comenzar la primera hora de clase, saludaba con afecto y narraba una breve historia edificante, a veces provista de humor. Lo queríamos. Su firma tenía un pico al comienzo y otro en el medio, unidos por una ondulación que parecía formada por letras susurrantes. Influyó en la creación de mi propia firma, que también comienza con una elevada M seguida por ondas que llegan al salto de la A y siguen con un leve temblor hasta el final.
Una mañana faltó mi maestra y él se hizo cargo de la clase dedicada a geografía. Consideró importante referirse a dos pueblos que no figuraban en el mapamundi.
“Son los apátridas”, dijo. Formuló sus nombres y luego los escribió en el pizarrón: gitanos e israelistas. Escribió israelistas con una “s” interna que sacudió mi cabellera.
Entendí que la condición de apátrida denunciaba minusvalía. Era insultante. Los “israelistas” (es decir, los judíos) no tenían patria, insistió. ¡Pero por ella están sacrificándose!, hubiera querido gritarle. No advertí algo más importante: esa hiriente referencia inauguró mi vocación intensa por la historia y la política.
Apenas mudados a Córdoba, inducido por Isidoro, compré la Historia del pueblo judío de Margolis y Marx, que leí detenidamente, con fruición, dos veces en el curso de un año. No exagero al decir que esas páginas me sabían a un manjar. Era un libro de tapas duras forradas en tela azul, pero con hojas demasiado delgadas, casi de papel biblia. Aún lo conservo, pese a su vejez. Hace unos años quise recuperar la emoción de mi adolescencia releyendo algunas páginas, pero caí en la cuenta de que el texto carece de magia. ¿Cómo pudo haberme gustado tanto? En cambio el placer volvió a inundar mis ojos unos años después, al navegar con buen viento en otras obras, especialmente La historia de los judíos del católico liberal inglés Paul Johnson.
Vuelvo a señalar que papá había vertido en mis oídos esponjosas anécdotas antes de que yo realizara mi Bar Mitzvá. Recuerdo gestos y ondulaciones de su voz
cuando narraba las peripecias de Sansón contra los filisteos o las audacias de David, que era un hábil disparador de honda y gran músico al mismo tiempo: dos profesiones que luego pasaron a ser tres cuando se convirtió en rey y en cuatro al consagrarse como escritor de los Salmos. Varias profesiones, como llegaría a ser mi caso.
Una suerte de profecía o llamado a la modestia: yo no era único.
Mi infancia estuvo acompañada por la certeza popular de que la sopa era el más nutritivo de todos los platos.
La cocinaban espesa, con carne, verduras y queso. No me gustaba, como tampoco a la mayoría de mis amigos; luego fue un rechazo institucionalizado por Mafalda, la perspicaz creación de Quino. Para conseguir que abriese la boca mi padre contaba esas historias con el plato hondo lleno en su izquierda y la cuchara atenta como una lanza en su derecha, siempre próxima a mis labios. A medida que avanzaban las anécdotas, se iba terminando la ración. En torno se sentaban mis amiguitos, también extáticos. Por eso evoqué a papá en la dedicatoria de La gesta del marrano, porque hubiera disfrutado la heroicidad del personaje.
La medianera de casa lindaba con la Biblioteca Pública Jorge Newbery, como ya dije. Adherido a ella, fue construido el corral del caballo que se uncía a nuestro sulky.
Era el animal que me permitía soñar cabalgatas feroces haciendo girar el lazo sobre mi cabeza, igual a los cowboys de las películas. Cumplí once años cuando mis padres compraron el Ford 36 fabricado en Inglaterra, con el volante a la derecha, amplios estribos junto a las puertas y un baúl que sobresalía en la parte posterior. Hasta entonces sólo usaban el sulky, incluso para las emergencias.
Tras cansarme de mirar cómo papá y el peón de la mueblería cuidaban a Negrito, exigí que lo dejasen a mi cargo. Era mi caballo, y yo, su jinete. Con un balde de agua jabonosa y un cepillo de cerdas amarillas lo empecé a limpiar hasta dejarlo brillante. Los enormes ojos del animal me miraban agradecidos y de cuando en cuando su boca liberada del freno lanzaba un relincho feliz. Después yo abría los grandes bloques de alfalfa y los desparramaba sobre un cajón colgado de la pared, a la altura de su cabeza. Mientras masticaba ruidosamente, le agregaba
unos chorros de maíz seco. No me olvidaba de llenar su bebedero con agua limpia.
El corral tenía dos partes, una cubierta por el techo de cinc que lo protegía del sol y de la lluvia, y otro donde solía orinar y defecar. Tenía buena educación. Con un rastrillo juntaba el guano y con una pala lo cubría de tierra.
Al terminar me dirigía hacia una pileta de cemento provista de un potente grifo, lavaba mis alpargatas impregnadas de orina, frotaba las suelas entre sí y, por último, las colgaba de una soga.
Los bloques de alfalfa estaban guardados en una galería. Solía trepar hasta la parte superior, cercana al techo. Allí me ataba un toallón como si fuese una capa y saltaba al piso convertido en Batman o Superman. Además de jinetear sobre el bruñido cuero de Negrito, sabía volar. Mi agilidad permitía cumplir la hazaña sin inconvenientes, embriagado por el penetrante olor de la alfalfa. Hasta que una vez me enredé cuando estaba por lanzarme al vacío, agité las inútiles manos y no fui sostenido por la capa. En lugar de aterrizar sobre mis pies, lo hice sobre la frente. Chillé antes de tocar el cemento y fugué hacia la nada. Me despertaron las lágrimas de mamá. Con el plano de un cuchillo ella trataba de aplastar el chichón que emergía bajo mi dolorida piel. El mundo giraba y yo suponía que iba a morir como los bandidos que mataban los héroes. Fue mi primer desmayo.
¿Evoco los demás? El segundo lo sufrí en un acto público, mientras los alumnos de las escuelas formábamos durante horas bajo un sol asesino para rendirle homenaje a Bernardino Rivadavia. El tercero fue cuando asistí a la castración en vivo y en directo de un conejo durante los trabajos prácticos en el Colegio Normal para Maestros Regionales, precedido por la cuchillada que sentí en mis propios testículos al estallar la identificación con el pobre animal. El cuarto tuvo lugar mientras observaba la disección de un cadáver en las prácticas de anatomía,
quizás envenenado por el formol que hedía en la sala, o quizás por la insensibilidad del bisturí que cortaba jubiloso a diestra y siniestra algo que había sido una persona. El último fue provocado por una encefalitis viral que me produjo un coma de dos semanas e instaló en el umbral de la muerte. De todas esas fallas cerebrales, curiosamente -dicen mis próximos-, salía mejorado, como si hubiera estado en un spa.
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