Por Jorge Raventos
Cinco años atrás, el 18 de enero de 2015, la Argentina se enteró, anonadada, de que Alberto Nisman, el fiscal de la causa AMIA, había sido encontrado muerto en su departamento de Puerto Madero. El país ingresaba dramáticamente en un año electoral que culminaría con el ascenso a la presidencia de Mauricio Macri.
Cuatro días antes de que su cadáver apareciera en el baño de su domicilio, Nisman había formulado una resonante denuncia contra la entonces Presidente de la Nación, Cristina de Kirchner: la acusaba a ella -y a su canciller, Héctor Timerman- de procurar, a través de un pacto firmado con la República Islámica de Irán, encubrir a los funcionarios iraníes responsables del atentado que en julio de 1994 voló el edificio de la AMIA.
En esta columna se publicaba aquel mismísimo 18 de enero de 2015: “El expediente abierto por el fiscal Nisman se tramita durante el último capítulo de la presidencia de Cristina Kirchner y se inscribe, inevitablemente, en el contexto de la competencia electoral que decidirá la sucesión.” Todavía no se sabía que, a esa hora, el denunciante estaba muerto
En el agrietado clima de la época, la denuncia quedaba inevitablemente transformada en un artefacto más del envenenado combate político en marcha: la muerte del fiscal, en ese contexto, tuvo el mismo destino y fue interpretada como un luctuoso corolario confirmatorio.
La parsimonia judicial mantiene abierta todas las conjeturas: todavía se discute si Nisman se suicidó, fue inducido a matarse o fue asesinado. En esta última hipótesis, no se señala hasta ahora quién o quiénes habrían sido los autores. Sólo hay un imputado: Diego Lagomarsino, el colaborador informático de Nisman que le entregó al fiscal el arma de la que salió la bala mortal (quienquiera la haya disparado).
Al cumplirse el quinto año, trascienden retazos de la investigación que cumple la Justicia: se habrían detectado súbitos vendavales de comunicación entre jefes de distintas fracciones de los servicios de inteligencia durante las horas en las que se estima ya estaba muerto pero su cadáver no había sido oficialmente detectado. Se sospecha que el caso Nisman ocurría en el marco de una guerra interna entre espías. En aquella nota de cinco años atrás se puntualizaba aquí: “la mera presentación de Nisman y su catálogo de elementos de apoyo – más allá de la suerte que el caso corra en Tribunales a partir de febrero- es síntoma (uno más y probablemente el más clamoroso) de una grave anomalía. En principio, esta coincidencia de sucesos inconcebibles confirma la existencia de una brecha que cruza el Estado: poderes enfrentados, ministerios copados por sectores facciosos y, además, duplicados con gestiones informales, cuerpos de inteligencia desnaturalizados que se investigan y hostigan recíprocamente. Ya advierte el Evangelio (Mateo 12:25): toda casa dividida contra sí misma caerá”.
El poder de la imagen
La serie televisiva centrada en el caso Nisman que Netflix presentó este mes sintetiza con eficacia los zigzagueos de la investigación, las explicaciones, razonamientos y rodeos de protagonistas y testigos del caso y la ausencia de respuestas claras a los interrogantes que suscitan aún la denuncia formulada por el fiscal, su muerte, la conducta de quienes debían custodiarlo, la de quienes deben esclarecer los hechos e inclusive las dudas generadas por los vínculos y movimientos financieros de la víctima.
La serie ha tenido por otra parte el efecto de devolver al primer plano polarizaciones que parecían haber sido suficientemente explotadas durante la larga campaña de 2015 pero que, evidentemente, guardan aún un rico potencial reciclable.
El acto realizado ayer en la zona de Tribunales, frente al Teatro Colón, contó, por ejemplo, con el respaldo activo de las plataformas políticas opositoras al gobierno de Alberto Fernández
En principio, el caso Nisman interviene lateralmente en la exigente conversación política que el gobierno de Fernández desarrolla con Washington (de la que hay un capítulo dedicada a Hizbollah y otro a la tensión de Donald Trump con el régimen de Teherán); el viaje del Presidente a Israel (el primero como titular del Ejecutivo) representa una iniciativa audaz y elocuente de la disposición de la Casa Rosada a evitar interpretaciones erróneas de su voluntad de autonomía. El viaje a Israel tiene dimensiones simbólicas y prácticas y tiene lecturas políticas internacionales y domésticas.
Alberto Fernández es golpeado desde la oposición y desde sectores de la opinión pública con suspicacias en un tema sensible: se sostiene que ha contraído el compromiso con su vicepresidente -la dama que lo hizo candidato- de operar en su favor ante la Justicia. Ese relato incluye el tema Nisman, cuya denuncia enchastró mediáticamente a CFK, particularmente después de la misteriosa muerte del fiscal, que estos sectores procuran colgar al gobierno K. Hasta tanto el caso quede debidamente esclarecido y haya sido zanjado por los jueces, la oposición tratará de obligar al gobierno de Fernández a conceder ese handicap. El acto de ayer en la zona de Tribunales, motorizado desde distintas plataformas opositoras, es un ejemplo en ese sentido; un intento de transformar su memoria en el emblema de una facción.
La sospecha y la infamia
Es difícil y doloroso convivir con la sospecha. En mayor medida si ésta es temeraria o inconsistente. En los cines se proyecta estos días una excelente obra de Clint Eastwood, El caso de Richard Jewell, que es una lúcida reflexión sobre ese tema basada en un hecho real.
Jewell, el personaje del filme, era un empleado de seguridad, contratado en 1996 para el resguardo de los Juegos Olímpicos realizados ese año en Atlanta, Georgia. Jewell, un tipo de familia, apegado a su trabajo y admirador de la actividad policial, descubre una mochila sospechosa en un parque público afectado a la actividad de las Olimpíadas, da la alarma y, pese a que la bomba escondida en la mochila explota, muchas vidas llegan a salvarse gracias a su conducta. Jewell se convierte en un héroe, pero su gloria apenas dura tres días, porque el sistema de inteligencia (el FBI) no consigue encontrar al responsable del atentado y, sobre la base de conjeturas y teorías, los responsables del caso deciden culparlo a él. Y filtran esa información a los medios. En pocas horas Jewell se convierte en un monstruo.
La verdad sólo saldrá a la luz seis años más tarde, cuando el verdadero autor del atentado, Eric Rudolph (un ex soldado), detenido en Carolina del Norte confiese su culpabilidad.
La conmovedora historia que Eastwood cuenta es no sólo un relato apasionante, sino también una advertencia sobre las consecuencias de los trabajos mal hechos, y sobre los relatos que -peor aún- pretenden justificar esas fallas. En este caso se trata de la colusión entre malos investigadores y malos periodistas.
El caso Nisman, que es un capítulo del caso AMIA, expone hasta ahora mucha ineficiencia, mucha distracción, mucho relato destinado a justificar conclusiones alcanzadas o urdidas de antemano. En la serie de Netflix, refiriéndose al caso AMIA, centro de la investigación de Nisman, un ex representante en Buenos Aires de la CIA aventura: “No quiero pensar en teorías conspirativas pero no podrían haber arruinado mejor esta investigación (lo cual) me hace pensar que a nadie le interesaba resolver este caso…”
A los argentinos, sin embargo, nos interesa que se resuelva. Más temprano que tarde.