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Opinión 27 de agosto de 2023

Los unos, los otros y los cambios

foto ilustrativa

Por Alberto Farías Gramegna

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“Solo los grupos capaces de discutir sin miedos sus problemas, teniendo claro la importancia primordial de los resultados de su función, superan las crisis del cambio y crecen enriqueciendo a cada uno de sus miembros”.
Manuel Xilo Salinas, “De la tribu al individuo”.

En mi próximo libro, de próxima edición en España, “El árbol y el bosque” (acerca de las actitudes vinculadas con la identidad socio-grupal) abordo especialmente la problemática del cambio incidental, inesperado o también programado administrativamente, que presente un cambio de estilo, por ejemplo de un liderazgo de estilo “paternalista”, (emocional y centralizado, que en el ámbito laboral de los RRHH llamamos “tutorial-participativo”) a uno “democrático” (racional y descentralizado que llamamos “racional-protagónico”), estilo este último que sostiene que hay más de una manera de hacer bien las cosas.

A menudo este tipo de cambios resulta complejo y difícil, generando desconcierto y resistencia con arreglo a variables concurrentes (intereses, personalidad, creencias, pertenencia) y produce distintos emergentes actitudinales en los integrantes de los grupos afectados por el cambio de conducción, liderazgo o referente institucional.

La ambigüedad de la “zona de confort”

Es conocido el concepto de “zona de confort”, que alude a un inercial “statu quo”, donde el sujeto -más allá de si son o no saludables sus rutinas- se siente seguro y prefiera, a veces “lo malo conocido a lo bueno por conocer”. Pero la zona de confort es ambigua, porque deja suele activar al mismo tiempo la duda sobre si aceptar o no el desafío de salir de ella para mejorar o arriesgarse a estar expuesto a un fracaso que atemoriza en la zona de lo que aún no se conoce o se accede con prejuicios.

La psicología clínica muestra que todo cambio produce al mismo tiempo en diversos actores, miedos, resistencias y ambigüedad, deseo y temor, entusiasmo y nostalgia. Veamos esto con un ejemplo en el ámbito organizacional-laboral-institucional: ante las diferentes propuestas e iniciativas de un nuevo dirigente, sea este un supervisor, un gerente, un CEO o un jefe político, surgirán reacciones con arreglo a los diferentes compromisos emocionales, intereses y personalidades (salvo que fuera un grupo sectario de fanáticos sin identidad diferenciada) y que antes estaban latentes por efecto de un estilo que “garantizaba” la ilusión de seguridad y pertenencia a una identidad grupal homogénea.
Seguidamente no hemos de analizar tipos psicológicos de personalidades, ni ideologías político-filosóficas y por consiguiente no abriremos juicio sobre éstas, sino que nos centraremos en los roles informales de estilo, es decir lugares o posiciones actitudinales con forma determinada que ocuparán diferentes integrantes, sin que estos se lo propongan intencionalmente y sin conocer los efectos paralelos o secundarios de tal proceder.

Las diferentes actitudes ante el cambio

Veamos cuáles son esas actitudes: a) la del innovador-realista b) la del conservador- dependiente y c) la del indiferente-distante. Cabe acotar que si el cambio de la “cultura institucional” es por mero desgaste o desprestigio del “líder” la dinámica que estamos analizando será otra muy diferente. Usaremos la palabra “líder” y “liderazgo” en su acepción formal de responsabilidad institucional de rol, independientemente de su incidencia motivacional en los liderados.

a) El “innovador”: la persona afín a esta actitud aceptará finalmente que la situación ya no es la misma e intentará tomar lo mejor de las tradiciones grupales buscando nuevas rutinas o cambiando formatos y costumbres que eran funcionales cuando estaban contenidas por el liderazgo carismático, pero en la nueva situación podrían resultar ineficaces o imposibles de sostener. En general reconoce las virtudes del líder, pero se da cuenta que si aplica el mismo estilo la solidaridad grupal no resistirá porque no hay figura fuerte que inspire la suficiente confianza depositada en forma vertical. Intentará entonces introducir cambios de perfil horizontal, racionalizando y reglamentando con un mínimo consenso posible lo que antes era intuición y decisión unipersonal. También propondrá cambios de estilos, ahora vistos como disfuncionales y tal vez algunos criterios o normas que no siempre fueron totalmente compartidos por unanimidad en la anterior etapa.
b) El “conservador”: esta persona depende de la fijación a la historia pasada para mantener su equilibrio emocional. En nombre del líder ausente, no aceptara modificaciones de ningún tipo. Lamentará una y otra vez el cambio, sin que en realidad pueda entender su naturaleza. Criticará cada propuesta del recién llegado y oponiéndose al innovador, denostará su solvencia y en nombre del pasado congelará el presente. En la lógica del conservador la mayor desgracia sin solución es el advenimiento de este tiempo diferente al que no puede adaptarse porque nunca aprendió a pensar por sí mismo. Todo lo que hacía era lo que otro había autorizado y el confiaba en ese otro de tal manera que le era cómodo actuar, obedecer y negarse el derecho a pensar otro camino posible. Ahora está paralizado frente a costumbres que pudieran desembocar en formas distintas de hacer las cosas, pero quizá igual o más eficaces que antes. El conservador resistirá en nombre de la nostalgia. Su actitud se irá tornando conflictiva, hostil y sobre todo lo asaltará el miedo. Es un rol, al igual que los otros, sostenido en una personalidad facilitadora: es rígido y prejuicioso, sobre todo prejuicioso porque ya ha decidido de antemano que no puede haber nada mejor después de la pérdida. Por eso decretó que la vida debe cesar y transformarse en una fotografía a la que hay que contemplar abatido para siempre. Es en el fondo y paradojalmente la gran negación del espíritu emprendedor y dinámico que el líder encarnaba; su negativo.

c) Finalmente tenemos al “indiferente”: nunca tuvo un gran compromiso con el grupo. Su inclusión era más bien pragmática y voluntarista. Nunca se impresionó demasiado por el papel del liderazgo: en el fondo es un personaje escéptico, pero independiente. Su personalidad aparece frecuentemente relacionada a un fondo “fóbico” (miedos imprecisos que llevan al aislamiento social), es individualista y su permanencia en el grupo estuvo siempre enmarcada en una necesidad práctica, utilitaria o fortuita. No se mueve por ideales sino por pragmatismo. Es un integrante aparente que cumplía por interés. Antes y ahora solo funciona en base a ciertas normas burocráticas, es decir cumple formalismos funcionales para evitar conflictos. Es una figura cercana al oportunista en el sentido que vive las oportunidades desprovistas de ideales: le sirven o no le sirven. Antes actuaba las disposiciones del líder, ahora está atento a la posible nueva autoridad o a la disposición de la mayoría del grupo. No sufre los cambios en tanto no pierda comodidad o privilegios. El indiferente le teme al compromiso afectivo porque su mundo termina en sí mismo, al menos en el ámbito grupal que integra.

Las etapas y la síntesis

Pasado el momento de ansiedad inicial, aparecerá otro de “amesetamiento” y luego uno de polémica y conflicto, si es que el grupo no se disolvió antes por extrema rigidez. Como hemos visto, entre las múltiples actitudes de los miembros del grupo y en medio de la maraña de críticas, quejas, culpas, enojos, especulaciones, etc., hemos identificado sintéticamente las tres básicas que se corresponden con otros tantos roles claves que motorizan o detienen la dinámica de la organización. Estas actitudes -reiteramos- son, al mismo tiempo, receptoras y emergentes de personalidades facilitadoras en parte de potenciarlas o moderarlas. En resumen, lo importante para el grupo es no perder el objetivo de su existencia: la tarea para la que fue creado. Y esta se resiente cuando una organización se estanca en un “dilema”, es decir, cuando sus integrantes quedan pegados a antinomias insolubles vividas como antitéticas con sesgo de “enemigas”. La vida en los grupos es compleja y siempre amenazada en su fútil intento por evitar, paradójicamente, lo que a largo plazo los mantiene vivos: los cambios.



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