Eran las tres de la mañana y todavía tenía la cabeza sumergida en el pantano del inconsciente. Dejó la luz de la mesa encendida para evitar volver a quedarse dormido. Cada día se había dispuesto a restar un minuto de sueño, y para noviembre el despertador rondaba por las cuatro de la mañana. Tiempo excelente para el verano, cuando el sol aparece temprano. Pero un espacio triste durante el invierno, cuando la luz se hace esperar… metáfora de vida para los jóvenes, pero distante e irrelevante para los ancianos que cuentan amaneceres. Porque tener noventa y dos años, o más o menos, no es para pensar que mañana se hará tal o cual cosa, pero sí para llorar por no ver a sus hijos, que a su vez traen a sus nietos. Pero que no fueron porque salieron tarde del trabajo y sus hijos tenían vóley e inglés. Entonces otra mañana en la mecedora, luego lavando lo inlavable y, finalmente, antes de acostarse, ya bien entrada la tarde, pensar en que mañana volverán a disfrutar de su familia. Porque la familia se mide en términos de disfrute y cantidad de momentos vividos. Y el anciano que suma un minuto más de sol a su día piensa en eso como piensa que podría morir súbitamente al dar la vuelta en la esquina o desangrado al fracturarse la cadera por tropezar con cosas que su vista ya no le permite alcanzar y que en la limpieza diaria ha descuidado, como medias o el collar del viejo siberiano. Son detalles, pero pasado los noventa, nada es irrelevante. La pesada lupa del tiempo se hace fuerte y una cucharada de azúcar podría ser la diferencia entre caer al sueño eterno instantáneamente o llegar al fin de semana para un asado en casa del nieto mayor que ya se independizó, pero que termina cancelando por falta de sueño y viajes laborales. Un detalle que, a fin de cuentas, sucede. Un descuido adrede para dejar ir el dolor de haber sido tema de discusión entre los hijos para ver quién se hace cargo del muerto, porque nadie quiere a un inútil que solo quiere volver a ver salir el sol.