Londres, crónicas de busking: Finsbury Park
Músico y compositor, Luis Caro estuvo doce días en Londres realizando performances callejeras. El arte de repente, los tesoros culturales, el oficio de busking y el misterio del no lugar en la sobremodernidad son partes de estos relatos -cuatro en total- que publica LA CAPITAL desde hoy y hasta el domingo 3 de julio.
Por Luis Caro
En el Noroeste de Londres hay una callecita llamada Wilberforce Road, que sale a la estación de Finsbury, por donde arrastro el equipo de audio para mi primer concierto británico.
Dice Sigmund Freud que la felicidad tiene bastante que ver con la concreción de algún sueño infantil.
Justamente, mientras camino hacia Finsbury recuerdo la casa del abuelo Santella llena de melodías italianas de finales del siglo XIX que sonaban entre las canciones criollas de Ignacio Corsini y Carlos Gardel. Tal vez allí haya empezado mi fascinación por la música popular.
Eran los años sesenta, tiempos en que explotaba la música folklórica argentina, y aquí, muy cerca de esta ciudad, en Liverpool, aparecerían cuatro jóvenes músicos que harían lo suyo: The Beatles.
Es media tarde.
Hace frío, apenas ocho grados.
En este momento del día, comienza en Londres el multitudinario regreso de las personas a sus casas.
Qué festín para los profesionales que analizan la masividad del fenómeno contemporáneo de la inmigración.
Busco instalarme a la entrada o salida, según la veleta, de la estación de Finsbury.
Ingresar a tocar será imposible. No pude conseguir la licencia para realizar performances en las terminales que conforman The Tube, el metro más grande y antiguo del mundo.
La oficina de marketing de la empresa realiza audiciones públicas para los artistas que deseen actuar en el complejo subterráneo. Los llaman busking, título nobiliario que llevo con orgullo en Londres.
Pero las audiciones cerraron a mitad del año y las próximas serán en 2017; en ese entonces tal vez esté en Afganistán, Melbourne o como abono de la madre tierra.
La normativa no tiene en cuenta la situación de los músicos en tránsito, y, a pesar de mis consecuentes gestiones, los británicos son impermeables como sus clásicos abrigos; no quieren analizar la posibilidad de que sus códigos contemplen alguna circunstancia particular.
Ni siquiera para tocar durante una semana.
Al no tener posibilidades en The Tube, decidí montar el cacharro de audio, justamente, afuera de la estación de Finsbury Park.
La llamada multiculturalidad de Londres se expresa en forma notoria en esta megaestación de metro y buses. El lugar es transitado por inmigrantes hindúes, musulmanes, turcos, judíos, españoles, árabes, sudamericanos, italianos, argelinos, africanos, asiáticos…
La mayoría llega a esta meca del capitalismo occidental con la intención de prosperar por sobre las economías negativas de sus países de origen. Otros, más desesperados, se juegan la vida al cruzar los mares en pos de huir de la miseria africana o la guerra de Medio Oriente.
Casi todos los inmigrantes hacen trabajos básicos y de servicios.
Se ven pocos ingleses en Finsbury, es curioso. Incluso los locales comerciales más importantes de la zona son manejados por inmigrantes. Los británicos controlan las grandes cadenas y generalmente viven en lugares más residenciales, afuera de la capital.
El escenario quedó frente al Costa, una cadena de cafeterías con más de cien locales en Londres. Según me contaron, sus fundadores son italianos, asociados con los dueños de casa, los británicos.
Camino al busking.
Estoy ansioso por percibir cómo llegarán las canciones en español realizadas sobre formas musicales que aquí son más bien desconocidas.
¿Producirían alguna emoción? ¿Alguna respuesta inmediata? ¿O simplemente me convertiré en un objeto más de decoración en esta Londinium del siglo XXI repleta de gentes pintorescas, con sus tatuajes extravagantes, piercings, chalecos guerreros, peinados pro, barbas profundas y aparentemente descuidadas…?
Tras tres horas de función, y en un reduccionismo que no resistiría ningún análisis antropológico, observo que la música latinoamericana produce cierta sorpresa entre los musulmanes e hindúes. También algo de indiferencia en las etnias eslavas.
Debe ser una estética inentendible y muy lejana para estos grupos étnicos.
En cambio, encuentro complicidad entre los latinos y africanos.
A los muchachos de color les brillan los dientes cuando escuchan las partes rítmicas. El pulso de estas formas musicales les son afines al parche, al cuero, al tambor.
Certifico que los ritmos ternarios serán mi pequeño capital.
En el bar Costa, sobre una mesa ubicada en la vereda, contra la vidriera central, una mujer negra de labios enormes sigue el pulso con unas botas que le cubren las rodillas. La morena parece esperar a alguien. Se la ve inquieta. Lentamente se deja atrapar por la guitarra.
Cerca de ella hay una mesa con europeos del Este que beben sin piedad, bulliciosos. La latinidad les brota. Aprovecho mi vena farsante para hacerlos cómplices de este formato artístico-delictual, pues no tengo licencia oficial de busking.
Los rumanos están exaltados por la combinación de alcohol, destierro y la velocidad de la negra. Y cuando hablo de la negra me refiero al tempo musical, no a los senos de la morena, que también deben haber contribuido a la exaltación.
Bajaré un cambio rítmico o mañana los rumanos, la morena y este servidor seremos la tapa xenofóbica de algún diario británico.
Intentaré dormirlos.
Los caminantes se acercan y dejan caer algunas libras en la cubierta de la guitarra.
Alfonsina y el mar es la obra más celebrada.
La bella canción de Félix Luna y Ariel Ramírez se convierte en pan, en moneda.
Alfonsina enternece, siempre.
Intuyo, en la diversa marea humana, escasa comunicación, poca socialización. Existe cierta indiferencia, especialmente entre los que no componen el mismo gueto. Tampoco pude experimentar la afamada tolerancia británica. Como ya expresé, en esta zona no hay británicos o, mejor dicho, no los detecto con facilidad.
Las personas pasan a ritmo de vértigo, se entrechocan en busca de las combinaciones de metros y buses. No dejan ni por un instante de mirar sus teléfonos de última generación desde donde disparan todo tipo de comunicaciones. Celulares, iconos de estos tiempos. Fetiches globalizados que, como los peinados, identifican también la tribu a la que se pertenece.
Nadie me observa demasiado. Escuchan y siguen. Tampoco se observan entre ellos. Miran más bien sus móviles, juegan con esa obsesión.
Bucean en las redes sociales.
Lo más decepcionante es que ni siquiera echan un vistazo a la morena de la ventana.
El exceso abruma como mudo testigo.
Según Marc Augé, el exceso es una de las modalidades esenciales de lo que podríamos llamar la sobremodernidad.
Los inmigrantes que circulan son, en su mayoría, jóvenes.
Esperanzados.
Ambiciosos.
Empantanados.
Me sorprenden algunas irregularidades que pude conocer en un país tan estricto y legislado como UK. Pareciera haber un doble estándar, en especial en lo que hace a las políticas de empleo para la inmigración.
Los pobres convienen.
En el hotel donde habito, los porteros y la mayoría de las mucamas no están en las nóminas. No existen, no figuran en el sistema social.
En los bares de la zona, quienes atienden están en negro.
Las coincidencias me hacen sospechar los peores guarismos de esclavitud moderna.
Repito, los pobres convienen, vaya si convienen…
Veinte metros cuadrados para “invivir” en Londres pueden costar entre dos y tres mil dólares mensuales. Alquileres que pagan en su mayoría los inmigrantes, quienes a su vez comparten esas pocilgas dividiéndolas hasta en cuatro metros cuadrados por inquilino.
Empiezo a terminar la performance.
Principio de cuentas.
No logré perforar demasiado la frialdad de la tarde, ni la dinámica cotidiana de estos seres diversos y mecanizados.
Vendí dos discos.
Busking escaso, si se quiere.
Final del día.
Me siento en un bar, pido un desayuno como cena.
Algo habitual en mi conducta: intentar forzar las reglas, habida cuenta de que los desayunos se sirven sólo en las mañanas.
Me gusta el breakfast inglés: panceta, huevos, alubias, mantequillas, mermeladas y café.
Rock and roll para el hígado.
El propietario del bar es kurdo.
Lo convenzo: me trae el breakfast.
Fue amable conmigo, teniendo en cuenta que estamos en UK…
Aceptó mi deseo gastronómico y mi consecuente desafío a las normas.
Bendita música.
Le gusta el mundo de las corcheas.
Comenzamos a hablar.
Me cuenta una historia.
Hace veinte años huyó de la matanza de kurdos que se produjo en Turquía, país donde residía.
Según dice, los kurdos son la minoría étnica más grande en Medio Oriente.
No se encuentran establecidos como nación.
Sesenta millones de personas, de las cuales casi la mitad vive en Turquía, un treinta por ciento se distribuye entre Irán, Irak y Siria, y el resto se reparte entre Alemania, Suecia y UK.
Me habla también de los campos de refugiados: mientras conversamos, masas de gente esperan en las vías del ferrocarril sobre las fronteras de Francia, Bélgica y Alemania.
Europa explota.
Su nombre es Yadi, que en kurdi, la lengua indoirania de su infancia, quiere decir memoria, y él hace honor a la etimología y comienza a rememorar: “Mataron a toda mi familia”, cuenta.
Me cuesta entender el conflicto, es complejísimo, como todo lo que ocurre en esa zona del mundo. Me habla de un líder que fundó el Partido de los Trabajadores de Kurdistán. Menciona una guerra contra las fuerzas armadas de Irak. Se refiere a un conflicto con Siria. Cita un antiguo apoyo de la Organización para la Liberación de Palestina. Alude al juzgamiento de su líder en Turquía y después, como corolario, remata con la masacre del pueblo kurdo.
Mientras conversamos sobre el horror, en esta tarde/noche de octubre de 2015, las noticias hablan de más espanto en Ankara: un terrible atentado.
Me cuesta entenderte, Yadi.
Es difícil comprender la ferocidad del mundo, las decepciones de todos los desengañados de la tierra, las atrocidades de las guerras, las hambrunas… Las políticas de genocidio testimonian todo lo contrario a un progreso moral de la humanidad.
Pago la cuenta del breakfast.
Me voy.
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